Esa
tarde había concedido salir con unos compañeros del trabajo para
olvidar lo que acababa de ver o para borrarlo de su memoria de manera
inocente: no mirar hacia dónde nunca quiso ni debió hacerlo. La
tentación excesiva es irrenunciable.
Su
obsesión por las metamorfosis poco a poco le fue convenciendo de que
nada de lo que había visto había ocurrido verdaderamente. Casi
llegó a olvidar lo que vio. Siempre le habían atraído las
transfiguraciones fuesen en el dominio que fuesen, en la naturaleza o
en el arte, en sus amistades cercanas o en territorios lejanos,
porque mezclaban en su seno lo maravilloso con lo terrible. Nunca
dejó de atraerle más el temor que la esperanza, más la pasión del
odio que la del amor. En estas reflexiones solía consumir su tiempo,
ya estando solo, ya rodeado de sus compañeros con sus inquietudes
más o menos banales o cotidianas. Una delgada capa de indiferencia
hacia el mundo lo mantenía aislado, separado de un entorno que
siempre consideró hostil, al menos desde que recordaba tener
conciencia de sí mismo.
Más
tarde, cuando se despidió de sus compañeros, giró sobre sus pies y
marchó hacia su apartamento. Unos pasos después escuchó
“¡Andrés!”. Era la voz de Emilia, amiga, además de compañera,
con quien había mantenido, o tal vez aún mantuviera, una relación
amorosa que ella consideraría intensa. Volvió a girarse y ella
volvió a hablar: “¿Estás bien, Andrés? ¿Te ocurre algo?”. Él
miró desde la distancia sus preciosos rizos de pelo negro, y ante
las preguntas y la mirada compasiva de ella, no tuvo más remedio que
retroceder en sus recuerdos y retornar al momento en que vio lo que
no entendía y no pudo hacer nada más que asumirlo con pavor. Pero a
Emilia no le pudo decir nada. “Nada”, dijo. “No me ocurre nada.
Creo que tengo un problema de estómago y no me encuentro bien”.
“¿Quieres que te acompañe al hospital? Si no te encuentras bien,
tal vez sea mejor que te vea un médico”. “No, gracias, Émilie.
Me iré a casa e intentaré dormir. Mañana estaré bien. No te
preocupes. Gracias”. Y volvió a girarse sobre sus zapatos, para
comenzar a andar o a flotar. “Espera”, dijo Emilia. “¿Quieres
que te acompañe a casa?”. “No es necesario, Émilie. Estoy bien.
Mañana nos vemos en la oficina”, cortó audaz.
Así
se despidieron Andrés y Emilia esa noche. Él notaba el peso de la
mirada de ella sobre su huesuda espalda mientra caminaba en dirección
a su apartamento. Esta conversación y los ojos de Emilia clavados
sobre su cogote devolvieron a Andrés a su extraña e inquietante
realidad que transcurría, pensaba, en el interior de su piso, en un
mundo tan interno como el centro de su propia alma, si alma tuviera.
Introdujo
la llave en la cerradura del portal de la calle. En el vestíbulo se
cruzó con dos adolescentes que hacían de guardianes del amor en el
vano de la escalera. Andrés no se dirigió a ellos ni les dio las
buenas noches y tampoco ellos interrumpieron sus movimientos y
gemidos. Subió a la cuarta planta y se colocó frente a la puerta
cerrada de su apartamento. Con decisión y miedo introdujo la llave
en la cerradura, giró la muñeca y escuchó al cerrojo deslizarse
hacia la derecha. La puerta se abrió y dejó salir desde la
oscuridad del interior el agrio olor de su piso cerrado, de su alma
putrefacta. Entró en el apartamento, cerró tras de sí la puerta y
quedó sumido en la más absoluta de las oscuridades. No quería
encender la luz. Así vería mejor la raya horizontal brillante bajo
la puerta del cuarto de baño. Pero ahora no estaba, no aparecía ni
siquiera levemente. Todo estaba a oscuras y en silencio, y la raya de
luz bajo la puerta no existía, nunca había existido, pensó. Tal
vez todo hubiera sido un error o una ilusión o una alucinación o
una pesadilla. Tal vez la soledad o el mezcal o las dos cosas
juntas... Tanto alcohol o tanta mala literatura como había consumido
en las últimas semanas no debían ser muy recomendables. Pareció
tranquilizarse, cerró los ojos y extendió sus largos brazos en
cruz. Así permaneció unos instantes. Después apretó fuertemente
sus puños y comenzó a bostezar cuando abrió los ojos y volvió a
ver lo imposible: la raya de luz bajo la puerta del cuarto de baño
volvió a iluminar levemente la estancia. Raudo giró el picaporte de
la puerta abriéndola con violencia. La luz del baño estaba apagada.
Todo seguía a oscuras, pero cuando volvía a cerrar la puerta,
después de unos segundos, la franja de luz volvía a aparecer. Le
parecía incluso que brillaba con más intensidad que la primera vez,
que la primera franja que había visto esa misma tarde. Mas cuando
abría la puerta, una y otra vez, la luz desaparecía y el cuarto de
baño volvía a quedar de nuevo sumido en una oscuridad total.
Esa
noche le llevó tiempo conciliar el sueño. Giraba y giraba sobre el
colchón húmedo y caliente. No obstante, escuchó o imaginó o soñó
o creyó soñar que un ruído salía del baño, parecía proceder del
interior de la taza del váter. Sonaba como un ronroneo o como un
continuo raspar: “Ron”, “ron”, “ron”,... Más tarde, en
el sueño, ese sonido fue transformándose en algo parecido a una voz
no humana: formada por sonidos demasiado agudos que acababan
conformando una palabra de extraños timbre y tono. “Ven”, “ven”,
“ven”,... En el sueño Andrés sintió miedo, pero en el sueño
sintió también cómo el sopor lo tenía atrapado en el sueño:
soñaba que el sueño lo vencía y le impedía moverse o gritar o
mirar o decir.
A
la mañana siguiente se encontraba cansado. Estaba claro que no había
dormido bien, que el sueño no había conseguido reparar el cansancio
acumulado durante los días anteriores. No obstante no quedaba otra
que ir a la oficina. La puerta del cuarto de baño estaba abierta,
aunque él recordaba perfectamente que se había ido a la cama con la
puerta cerrada y con la franja de luz en el suelo. La puerta abierta
era una invitación a entrar en el baño, pero Andrés decidió no
hacerlo. ¿Temor? Pero ¿temor a qué? No podía o no quería entrar
o algo le indicaba que no debía hacerlo. Tomó un rápido café y
marchó veloz a la oficina.
Todos
sus compañeros pudieron ver su rostro demacrado y sin brillo, su
mala cara después de una pésima noche. Algún compañero llegó a
decirle: “¿Qué? ¿Anoche seguiste con la marcha, eh?”. Otro
dijo: “¡Déjalo! ¿No ves que no te escucha?”. Emilia lo agarró
del brazo y susurrando le preguntó: “¿Dónde estuviste anoche? Te
estuve llamando hasta las cuatro. Cuando te fuiste me dejaste
preocupada”. “No te preocupes Émilie. Estaba muy cansado y nada
más llegar a mi apartamento me fui a la cama. Hoy parece que me
encuentro mejor”. “¿Te sigue molestando el estómago?”. “No,
Émilie. Del estómago estoy bien”. “Entonces, ¿a qué se debe
esa mala cara? ¿Por qué no te vuelves a tu apartamento y
descansas?”. “¿A mi apartamento dices? No, creeme. Estoy mejor
aquí”.
La
jornada transcurrió con normalidad, pero a las cinco Andrés debía
salir de la oficina y volver a su pisito viejo del cuarto sin
ascensor de la calle No me olvides. Algo parecía advertirle: “No
vayas. Huye, huye, huye,...”.
En
la acera Emilia, con su abrigo largo, se le agarró al brazo y le
dijo: “Hoy me voy contigo. Te acompaño a tu apartamento”. “No
es necesario, Émilie. Estoy bien. Es solo que estos días algunos
recuerdos me asaltan cuando menos lo espero”. “Pues más razón
para quedarme contigo. Yo conozco artes mágicas que pueden hacer que
tus malos recuerdos se alejen a lugares y destinos lejanos. Tú las
conoces”, dijo ella. Y se agarró con más fuerza al brazo de
Andrés, quien no tuvo más remedio que aceptar su proposición no
sin atender antes a las palabras que resonaban en el interior de su
cráneo: “No vayas. Huye, huye, huye,...”.
Primero
dieron un largo paseo por los jardines centrales de la ciudad,
después se sentaron en un café, y charlaron y charlaron largo rato.
Andrés incluso logró dibujar una leve sonrisa en su boca. Más
tarde fueron a cenar a un pequeño bar no lejos de su apartamento,
pero finalmente debieron enfilar, inevitablemente, el portal donde
vivía Andrés. Cuanto más se acercaban más nervioso e inseguro se
sentía él, y más inquieta y desesperada se volvía ella.
Una
vez frente al portal Andrés se quedó petrificado con la llave en la
mano. Tal vez no quisiese girarla, tal vez fuese la primera vez que
rehuyera inconscientemente de las metamorfosis, de las
transfiguraciones. Emilia fue quien le quitó la llave con un rápido
gesto, la introdujo en la cerradura y con un giro de muñeca abrió
el portal. Después, en el vestíbulo, un golpe sonoro y desagradable
a vidrios y a metales se escuchó a sus espaldas. La pareja de
enamorados seguía en sus asuntos en el vano de la escalera, pero
esta vez pararon un instante, escrutaron a Emilia, luego miraron a
Andrés y ella dijo con agudísima voz “Buenas noches”. Emilia
respondió: “Buenas noches”. Comenzaron a subir las escaleras.
Emilia se reía de la escena que acababa de contemplar: él, tan
serio y espigado con el cinturón desabrochado, y ella, tan cortés y
con el carmín corrido por las mejillas. Pero la risa de Emilia fue
cediendo conforme iban subiendo las escaleras. La angustia de Andrés
también iba en aumento. Cada rellano era más oscuro y denso que el
anterior. Era verdaderamente un crescendo de amargura, de
soledad, de temor. Cuando llegaron frente a la puerta del
apartamento, Andrés sacó su llave, la introdujo en la cerradura y
giró la muñeca. El cerrojo se movió hacia la derecha y la puerta
se abrió dando un leve salto. Esta vez Andrés encendió la luz y se
introdujeron en el interior del pequeño salón. Él tuvo la
precaución de mirar el borde inferior de la puerta del cuarto de
baño y pudo ver con tranquilidad la oscuridad que emanaba de ella.
Fue la primera vez en toda la tarde que Andrés se relajó, alargó
sus brazos, apretó sus puños y esbozó una sonrisa dedicada a
Emilia.
En
la cocina se sirvieron un copa de bourbon y pronto las risas se
expandieron por el apartamento. Hasta que, como proviniendo desde un
lugar muy lejano o muy profundo, Andrés comenzó a escuchar un leve
ronroneo. De pronto mudó su rostro. Ahí estaba otra vez el rumor
que no entendía, que no podía soportar y que pronto, lo sabía, se
convertiría en una llamada.
Se
dirigió a Emilia con los ojos muy abiertos, con la boca en un rictus
imposible, como de máscara de teatro, irreal. “¿Lo escuchas,
Émilie? ¿lo escuchas?”. “¿Qué dices Andrés? ¿Qué preguntas
si escucho?” “Ese run, run, run,... ¿Lo oyes?” Emilia se quedó
en silencio aguzando el oído. Después dijo: “Parece provenir del
baño”. “Entonces... no es cosa mía, ¿no, Émilie?”. “¿Cosa
tuya, Andrés? Pero qué dices. Es un ruído que sale del baño”.
Emilia pudo ver la franja de luz que brillaba bajo la puerta del
cuarto de baño. Preguntó: “¿Hay alguien ahí, Andrés? ¿Hay
alguien más en tu apartamento?”. Él la miró y apenas llegó a
decir “No sé” cuando Emilia saltó hacia el cuarto de baño,
abrió la puerta y vio sobre la taza del váter un ser horrible, un
pequeño monstruo de unos cincuenta centrímetros de altura, con
escamas en lugar de piel, con la espalda huesuda y largos brazos, con
los voluminosos puños muy apretados, con la boca abierta y llena de
agudos dientes, con el rostro apagado y sin brillo, y con los ojos
fuera de sus órbitas como horas antes los tuviera Andrés. El
monstruo agarró a Emilia del brazo, la introdujo en el cuarto de
baño y la puerta se cerró con violencia. Nada ni nadie más supo de
ella. Cuando Andrés intentó reaccionar todo estaba en calma, la luz
del baño estaba apagada, la franja de luz de debajo de la puerta
había desaparecido, así como también habían desaparecido las
extrañas voces que lo llamaban desde el interior de la taza del
váter y así como también había desaparecido su temor o su
obsesión por las mutaciones, por los giros y por los rizos de la
pobre Émilie.