Recuerdo ahora la primera vez que lo vi entrar silencioso en la pista de patinaje en que se convierte este lago en los meses más fríos del invierno, aunque no era nuevo en la región. Si le hubiera podido ver las manos aquella primera tarde o las otras que le sucedieron en los numerosos días en que acudió al lago, tal vez hubiera podido adivinar con ellas o a través de ellas o en ellas lo que iba a suceder y lo hubiera podido avisar tal vez antes de aquello, milenios antes de aquello. Pero siempre que venía lo hacía con sus manos enguantadas y con el niño detrás haciendo al principio como que patinaba, pero torciendo los pies hacia dentro como hacen los que aún no controlan ni la velocidad que alcanzan las cuchillas ni el difícil equilibrio sobre este bello lago durante los meses más fríos del invierno. En cambio él, el padre, creo, siempre tan erguido, tan firme y tan veloz, tan seguro, tan confiado, tan conocedor de sus límites y de los límites del lago, de sus senderos invisibles y de su fina capa de hielo cuando se aproxima la primavera... No obstante y para la seguridad de todos los usuarios del lago el muchacho del consistorio venía todas las mañanas y tardes a colocar las balizas que señalaban los márgenes de la pista: más allá de ellas todo se volvía incierto, quebradizo, inseguro, caótico y mortal.
No diría del hombre que patinase, más bien volaba sobre la superficie parduzca y helada del lago. A veces agarraba de la mano al niño y lo lanzaba dibujando una violenta curva y el chico se deslizaba veloz y sonriente sobre la superficie infinita, o casi, de hielo. Ahora recuerdo también las carcajadas infantiles resonando en la oquedad del valle. A veces tengo la extraña sensación de que hace años que no dejo un instante de recordarlas. Y entonces recuerdo que las recuerdo, y me atraganto y me acaloro con tantas imágenes hasta que rompo en un mar de lágrimas. Entonces logro olvidar los recuerdos por unos instantes. No todos. No puedo dejar de recordar el color verde oscuro de los ojos del hombre, como el verde oscuro del bosque del otro lado de la orilla del lago que tal vez el hombre llegara a divisar tras la niebla. Y en sus ojos la mirada orgullosa de quien se sabe poseedor de una fuerza poderosa capaz de lograr transformaciones y dichas propias o ajenas. Pero esto solo lo supe más tarde, cuando logré ver su mirada terrible.
Si le hubiese podido ver los ojos aquella primera tarde o en los días sucesivos tal vez hubiera podido adivinar o intuir en ellos o al trasluz de ellos o con ellos cómo se iba a quebrar el espacio y el tiempo de ese individuo esbelto y confiado, seguro, que verdaderamente volaba sobre la superficie del mundo con la tranquilidad y la confianza de quien se sabe capacitado para todo, conforme con todo, conocedor de todos los enigmas y los caminos en cualesquiera que fuesen las posibles encrucijadas. Pero recuerdo que entonces no pude ver sus ojos, porque siempre los traía encerrados detrás de unas oscuras gafas de esquiador. Seguros en su vitrina, sus ojos en libertad no me hubieran podido ocultar la verdad que escondían o que encerraban: la libertad eterna y sin límites, el monstruo sabio y atroz que siempre duerme dejado de la cama (sabemos todos que ahí yace, aunque nunca lo queramos admitir), la desesperación y el horror que ocultan y guardan todos los sueños, el inframundo de todos los mitos en el que nos encontramos cuando no sabemos dónde estamos o hacia dónde nos dirigimos, todo lo que no comprendemos, todo lo que no conocemos; ese lugar donde guardamos todos nuestros miedos.
También puedo recordar sus gestos, pero éstos no lograron anunciarme tampoco ningún avanzado desenlace, ningún mal augurio, salvo quizá la libertad y la seguridad de sus movimientos que no podían eludir pensar en la soberbia divina que desplegaban a su alrededor: era bello verlo deslizarse veloz por la delgada superficie del lago. A veces creo recordar que una vez casi le llegué a anunciar que la libertad es la forma en que nos seduce el caos, que no puede haber verdadera libertad sin caos, sin sorpresas, sin ausencia absoluta de preconcepciones o de impulsos necesarios, inevitables. Aquellas libertad y seguridad de movimientos anunciaban, recuerdo ahora, que aquel individuo delgado conocía perfectamente el terreno que estaba pisando o sobre el que estaba patinando. El lago debía ser un territorio conocido y mil veces explorado. Tal vez él errase y creyese que para el niño también lo era, o que agarrado de su mano, a través de su mano él podía comunicarle su conocimiento, su saber o que el niño pudiese verse recogido por el mismo magma que emanaba de su ser, con su experiencia, con su saber impregnado a pesar de sus movimientos lentos y dubitativos, a pesar de sus cuchillas en ángulo agudo sobre la línea que marcaba la superficie de hielo o de sus rodillas pegadas entre sí mientras balanceaba sus brazos adelante y atrás. Debe ser algo así como la estructura o el fundamento de la moral, la seguridad que dan el conocimiento del lugar y la jerarquía de la autoridad o del poder, el reconocimiento de todo ello por los demás, quién sabe. Cientos de millones de años no transcurren en balde. El pasado se prolonga en el presente y se extiende hacia el futuro como se extendía la delgada superficie helada, lisa y rayada del lago hacia la zona de las balizas, perfectamente marcada y delimitada, visible a más de cincuenta metros, presente en las cabezas de todos los patinadores y del hombre también, pero tal vez ausente en la del niño que, de repente, se desprendió de la mano del hombre justo en el momento en que empezó a adquirir velocidad y justo también, terrible coincidencia, en que el hombre sintió cómo su tobillo se torcía sobre la superficie del agua helada y todo su cuerpo era lanzado hacia el hielo. El plan imprevisto comenzaba a imponerse soberbio, poderoso, seguro y libre, necesario, caótico, desventurado y mortal. Recuerdo el rostro del hombre pegado a la superficie helada del lago, sus gafas de esquiador rotas sobre el frío suelo y su mirada asustada ahora, incrédula, alarmada, que se deslizaba sobre la pista de patinaje, como si esta fuera un espejo maldito, buscando la figura del niño que se deslizaba también ahora velozmente hacia la zona de balizas; recuerdo también ahora sus ojos verde oscuros como verde oscuro era el bosque a la otra orilla del lago, como verde oscuros eran los abetos espigados, como lanzas verticales prestas a entrar en combate.
Después el desenlace fue el esperado. De nuevo el orden, la seguridad de lo que debe ser y ocurrir, que se impone inexorable. El niño que se desliza hacia la zona prohibida, el niño que gira su cabeza buscando la figura y la mirada del hombre, dibujando en su rostro una sonrisa inocente, tal vez para anunciarle al hombre, con orgullo de niño, lo veloz que sabía patinar, lo bien que aplicaba las enseñanzas del hombre o del padre... Sus miradas seguían conectadas como apenas unos instantes antes estaban conectadas sus manos. Después de esa sonrisa... nada más, lo esperado, lo prometido, lo que debe ser, lo que es, lo que existe, lo que hay,... La figura del niño que desaparece engullida bajo la superficie de hielo. La primavera a veces se adelanta por estas regiones heladas. El padre que se levanta, que vuela hacia las balizas, que grita, que llora. Su cuerpo débil ahora, impotente, minúsculo, empequeñecido, sus manos torpes ahora, su silencio inexistente ahora, su mirada de hombre solo, impotente e indefenso, inútil, hueco. ¿Para qué querría manos quien no puede agarrar con ellas?