sábado, 17 de diciembre de 2022

Patinaje


Había sido la última persona en entrar en la consulta del médico. Es probable que éste hubiera decidido dejarla a ella para el final, como si la demora en la visita alejara el problema de tener que contar aquello que nadie está dispuesto a decir. Pero ella había decidido no hacerle el asunto más difícil de lo que ya era. Al fin y al cabo ya sabía lo que el médico tenía que decirle: que había llegado el final, que su cuerpo se estaba corrompiendo desde dentro, que no había ninguna esperanza,...

Siempre el cuerpo, con su gravidez y con su terrible debilidad.

Había dedicado su vida al deporte y al arte sobre hielo. En el rincón más recóndito de su alma siempre había sentido que su cuerpo era el lastre que tenía que soportar y que le impedía elevarse y elevarse hacia los cielos, como su alma, como ella misma, que no era su cuerpo, hubiera querido.

Dedicaba horas y hora a patinar y a saltar y a detenerse, ella y el tiempo, en el aire, en el salto. Siempre le costó aprender a predisponer sus tobillos para recibir el golpe de la caída del peso de su cuerpo sobre ellos y sobre el hielo y sobre el suelo, como si no tuvieran necesidad de ello porque el salto era verdaderamente eterno. Ella hubiera querido detenerse en el aire y seguir subiendo, ascendiendo hacia arriba, hacia los cielos, sin mirar abajo.

El cuerpo siempre había sido el obstáculo. Y ahora, vencedor inoportuno, era el obstáculo definitivo, el que no puede rodearse ni saltarse, el que te impide seguir ascendiendo, el que te dice continua y repetidamente que no eres aire, que no eres humo, que no eres más que un amasigo de carne, de sangre, de tendones y de músculos, que no eres otra cosa diferente y etérea de esa masa que lentamente te va doblegando, deteniendo, destruyendo.

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