Se acerco por detrás, despacio y dubitativo, antes de proponerle:
Te invito a una cerveza en el bar de abajo.
Ella se giró con brío. Sus cabellos sueltos liberaron un leve perfume a camelias. Después dijo:
Disculpa, Manuel. Pero hoy no es posible. Tengo mucha faena en casa para cuando salga de la oficina. Otro día, ¿vale?
Está bien. Otro día tendré más suerte.
Era la tercera vez que Manuel le proponía a su compañera Roberta tomar una cerveza a la salida de la oficina. Y era la tercera vez que Roberta lo había rechazado. Las tres veces con la misma excusa.
Sabía que ella era soltera y sin novio, imaginaba. Tampoco tenía hijos ni padres ancianos a los que cuidar. Pero la excusa era siempre la misma: “Tengo mucha faena en casa para cuando salga de la oficina”.
Estaba claro que Roberta no quería nada con él.
Es verdad que él no era ni muy guapo ni muy fuerte ni muy simpático ni muy inteligente, pero tampoco se podía decir que fuese feo, debilucho, antipático o imbécil. Verdaderamente no entendía la cerrazón de su compañera. Ella tampoco era muy guapa. Aunque tenía algo en la mirada que la hacía, a sus ojos, terriblemente atractiva. Tampoco era muy simpática. Más bien podría decir Manuel que era seca, muy seca. Solía hablar poco, pero casi siempre con contundencia, sentenciando. No se andaba con rodeos. Su otro compañero Gabriel, un sesentón con ganas de jubilarse, decía de ella que tenía menos guasa que un cable pelado. Pero chispazos... yo creo que sí que los tiene Roberta. Sobre todo cuando te mira directamente a los ojos. Me descompone, pensaba Manuel.
Después de la segunda vez que le propuse tomar una cerveza -seguía pensando Manuel- me prometí que ya nunca más caería en el error de volver a proponérselo. Pero... ¡He vuelto a caer! Una tercera vez. Después de un día largo de trabajo. Y de nuevo... que no. Que hoy tampoco.
Definitivamente es la última vez que se lo propongo. Jamás. ¿Te has enterado, Manuel? Roberta no quiere nada contigo -se decía apesadumbrado-.
Pasó una semana de trabajo duro en la oficina y Manuel se mantenía firme en su promesa.
Pasó una segunda semana de trabajo duro en la oficina y Manuel seguía manteniéndose firme en su promesa.
Deseaba tomar una cerveza con Roberta y contarle lo que solía hacer en sus ratos de ocio. Le contaría que le encantaba el aeromodelismo, que los sábados por la mañana se reunía con sus compañeros de hobbie a hacer volar los aviones que ellos mismos construían con mimo y delicadeza. Algunas piezas eran verdaderamente maravillosas, auténticas miniaturas de los aviones de verdad. Pero sobre todo lo que verdaderamente le gustaría es que ella le contase a él a qué dedicaba sus ratos de ocio o qué era lo que la tenía tan atrapada al salir de la oficina. Le encantaría que le contase sus aficiones, que le hablase de sus amigos, de su familia, de sus libros, de sus películas favoritas. Mas, verdaderamente, lo que a Manuel le gustaría sobre todo es que ella lo mirase directamente a los ojos. No podía prescindir del escalofrío que le entraba cada vez que ella lo miraba directamente a sus ojos. Aunque no le hablase, aunque no lo dijese nada. Solo su mirada era sobradamente poderosa como para hacer volar todos los aviones del mundo del aeromodelismo por los aires. Así se sentía Manuel.
A la tercera semana, casi sucumbe. Roberta estaba recogiendo sus cosas de su mesa de trabajo y justo cuando se iba a poner el abrigo sintió Manuel el impulso de acercarse a ella y volver a proponerle lo de tomar una cerveza en el bar de abajo. Pero Manuel, cumpliendo su promesa con firmeza, se quedó sentado en su silla, atado a su mesa de trabajo y esperó a que ella se marchase para recoger sus cosas, ponerse la chaqueta y salir de la oficina, solo, cansado y sin muchas ganas de volver a su apartamento.
Por el camino a su casa iba pensando en todo lo que le hubiera contado a Roberta si ella hubiera aceptado la invitación y en todo lo que ella hubiera podido contarle sobre sus lecturas y sus películas favoritas. Los sueños y las ilusiones de un triste paseante solitario ya no tan joven. Rondaba los 42 años. ¿Qué edad tendría ella? Lo mismo podían ser 35 que 45. A veces, las menos, parecía muy joven, 35 o menos, pero, a veces, se mostraba tan seria o tan seca, tan concentrada y retadora que no parecía tener menos de 45.
Cuando Manuel dobló la esquina que enfilaba la calle donde vivía alguien se le acercó por detrás. Un leve olor a camelias invadió su cerebro y una voz conocida le dijo:
¿Te apetece una cerveza?
Manuel no supo qué decir ni qué hacer.
Ella insistió:
¿Te apetece, Manuel? Llevo toda la semana esperando a que me lo propusieras, pero viendo que no te atrevías... Estaba convencida de que hoy me lo ibas a proponer. ¿Qué te lo ha impedido? ¿No te atreves a hacer lo que verdaderamente quieres? ¿Así eres, Manuel?
…
¿Qué? -siguió diciendo ella-. ¿Tomamos esa cerveza? Pero tú pagas, cariño -dijo, sin ninguna sonrisa en su boca.
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