Cuando era niña, no sabía si con cinco o con seis años, tal vez con siete, vio en el libro de religión de la escuela un dibujo. Era uno de esos libros que en lugar de fotografías tenía viñetas de colores simples y escasos (no más de cuatro), y rasgos sencillos. Los personajes que aparecían eran siempre los mismos, pero en distintas posiciones y escenas, somo si pertenecieran a una saga o a una historia teatral. Quien hacía de Noé era el mismo que también aparecía como Moisés. Jesús era otro distinto, de rostro más joven y también aparecía como Adán. Lo que le llamó la atención fue el dibujo que representaba a éste, a Adán y a Eva, él cubriéndose el pubis con sus dos manos mientras echaba a andar con lágrimas en los ojos después de escuchar la sentencia de expulsión del paraíso. Ella, tal vez la misma que en otras escenas representaba a la Virgen, tapándose igualmente el pubis con su mano izquierda, mientras que con la derecha iba cubriéndose el rostro. Seguramente Eva no querría que nadie la viera llorar. Como siempre le pasó a Marta, nuestra amiga. Y no le importaba siquiera mostrar a todos sus pechos. O tal vez los pechos, entonces, no pertenecieran a las partes pudendas que las mujeres debieran proteger de las miradas indiscretas. Recordaba que, de niña, las madres no mostraban pudor en este sentido, se sacaban el pecho en cualquier lugar, en la plaza de abastos, en un banco del parque, en casa de una vecina,... y daban de mamar a su hijo pequeño sin dejar de hacer lo que estuvieran haciendo. Desde entonces siempre, decía, le había perseguido esa imagen del libro de texto de religión: el rostro de Eva tapándose el pubis y el rostro, mientras iniciaba la andadura que la conducía, a ella y a todos sus descendiente, indefectiblemente, bíblicamente, fuera de las márgenes del paraíso. Tal vez ella siempre se había sentido expulsada de no sé qué paraíso, avergonzada por ello, sin saber por qué, y no importándole nada que todos pudieran ver sus pechos menudos si, a cambio, podía ocultar sus lágrimas.
Unos años después, no muchos, recuerda que tuvo que salir de clase igual que Eva: no pudo aguantar más y, en medio del aula, cuando todos la miraban resolver un problema de matemáticas, se le aflojaron los esfínteres, y comenzó a orinarse encima. Como Eva, salió del aula tapándose con su mano izquierda la mancha de humedad, mientras que con la otra se tapaba el rostro para que, aunque tímida, orgullosa, nadie pudiera ver sus lágrimas.
Tal vez siempre se sintiera así, expulsada de algún cercano paraíso de cálido hogar o de feraz huerto o jardín, y avergonzada ante todos de sus lágrimas que, con seguridad, no sabrían o podrían impedir el fatal desenlace del destierro o de la vergüenza ante todos por haber ocupado un lugar al que no tenía derecho o, peor aún, que usurpaba a alguien y que todos acababan advirtiendo.
“¿Nunca nadie ha sido invitado a una fiesta por error? ¿Y ha comido y bebido como todos, disfrutado como todos, sabiendo que no pertenecía a ese lugar, que no eran para ella esos cuidados?”, preguntó una vez mientras tapaba su cara cuando tomábamos café en una confitería del centro y ella decidió preguntar. ¿No os acordáis? Estaba yo, pero también estabas tú, Luisa, y tú, Micaela. ¿No os acordáis? Creo que ella siempre se supo expulsada o desterrada dondequiera que estuviese, como si nada de lo que le ocurriera debiera estar destinado para ella.
Hace unos años, su madre, que aún vivía, le contó una historia que luego, unos meses después, me contó a mí. Ella siempre dijo que era la historia que, sin saberlo, había configurado su vida. Según le contó su madre, ella había nacido junto a su hermana. Es decir que primero su madre parió a su hermana y después la parió a ella. La hermana murió a las pocas horas de nacer por un problema de corazón, me dijo. Pero ella siguió en este mundo, agarrándose a él como pudo. Yo creo que ella creía que había nacido para ocupar el lugar de su hermana, para ocupar un lugar que no era el suyo. Y que por mucho que hiciese o se esforzase, nunca conseguiría hacer que lo fuera. Siempre se había sentido como si ocupase un lugar que no le correspondía o le pertenecía. Tal vez ella creyese que todo el esfuerzo no conseguía nunca hacer olvidar que había sido invitada a un lugar para el que no tenía capacidad o mérito o valía o no sé qué.
Juanito, su éx, me dijo un día que, cuando decidieron separarse, ella se marchó de casa sin dejar escapar ni una sola de sus lágrimas. ¡Y todas sabemos lo que ella quería a Juanito! Sólo cuando hablaba de él se la veía alegre y contenta, con ganas de hacer o de decir lo que fuese. Entonces nunca se cansaba ni se enfadaba. Pero se ve que Juanito no estaba tan enamorado de ella como ella lo estaba de él. Entonces no opuso ninguna resistencia, ni se interesó siquiera por quién era su rival, ni por saber si la conocía o si era más joven o más simpática o más guapa. Simplemente bajó sus brazos y salió de su apartamento para no regresar, sin volver siquiera la mirada, sin decir adiós ni nada. Salió como si la hubieran cogido en un lugar al que no perteneciera, como si fuera una usurpadora en su propio hogar.
Y ahora,... ahora Marta se ha ido igual que vivió. Sin decir nada, sin hablar, sin decirnos nada de su enfermedad, sin llorar ni haciendo llorar a nadie, creería ella. Como si la vida no le perteneciera por derecho, como si la hubiera vivido sin merecerla, como si la hubieran invitado a ella por error. Por ello, ante su féretro, no puedo menos que decir: “Marta, tal vez tú no quisieras que te viéramos llorar, pero lo que no puedes evitar es que todos ahora lloremos por ti. Así que, si tu alma o tu espíritu está sobrevolando este lugar, no podrás conseguir que nuestras lágrimas no sean visibles desde donde quiera que estés. Siempre fuiste una de las nuestras y siempre te tendremos presente en nuestras plegarias, en nuestras cenas, en nuestras reuniones, y en nuestras palabras y pensamientos, porque siempre estuviste en el lugar que te correspondía. Descansa en paz, amiga”.
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