jueves, 22 de febrero de 2024

Renacimiento:

 

Ahora estás recordando la tarde en que por primera vez os quedasteis solos. Todos se fueron hacia adelante sin ti y sin ella, rezagados los dos. Vosotros decidisteis, sin conocimiento del hecho, o esto es lo más seguro dada vuestra inocencia -que tal vez no fuera tan inocente-, pasear una junto al otro, ella y tú.


No puedes recordar de qué hablasteis, probablemente porque no hablaseis de nada. Solo el paseo ya era suficiente, lo colmaba todo, todos los deseos.


Tú debías tener cuántos, catorce, quince años. ¿Y ella? Trece, catorce.


Ese paseo duró poco, porque cuando los otros se percataron de que estabais ausentes decidieron, ahora sí con plena conciencia de ello, esperaros en una esquina próxima. Tal vez tú debiste intentar algo más aquella tarde, apostar más fuerte. Tal vez ella lo esperase. Pero pronto os reunisteis con todos y pronto terminó aquella tarde de marzo con vuestra primera aventura amorosa.


Puedes recordar, además del color blanco de su blusa, de sus cabellos dorados y de sus ojos claros, la placidez inquieta del amor primero, su agitada calma, las ganas que te invadieron de hacer cosas, de decir, de pronunciarte, de aventurarte a lo que fuera, de reconciliarte con el mundo, de ser capaz de vencer todos los obstáculos que nadie pudiera imaginar, a todos los monstruos que tuvieran a bien mostrarse o interponerse entre vosotros. En pocos momentos de tu vida has experimentado una tal sensación de fuerza, de seguridad, de generosidad.


Entonces no teníais teléfono ni forma de comunicaros entre vosotros. Tuvisteis que esperar una larga semana para volver a citaros con todos los amigos en el lugar del encuentro. Tú fuiste, recuerdas ahora, con más ansias que alegría y eso que no era poca la alegría que conducían tus pasos. Cuando los muchachos llegasteis, ellas aún no estaban en la esquina de vuestras dichas, pero no tardaron en acudir a la cita. Todas, menos ella. Ella no volvió a aparecer en toda esa tarde, ni en la siguiente a la siguiente semana. Recuerdas también tu desasosiego, tu vértigo, tus ganas de saber, de preguntar. Alguien te dijo que se había marchado con su familia de la ciudad. Madrid, dijo otra. No sabes cuándo volverá.


Una semana más tarde, cuando ya la esperanza estaba rota o a punto de desvanecerse, cuando te fuiste acercando al punto de cita, pudiste ver desde lo lejos, entre el grupo de jóvenes, a la... no podía ser, a ella. Su blusa blanca, sus cabellos dorados destacaban entre todo lo demás y se imponían con misterioso poder a toda otra fulguración que, inútil, quisiera mostrarse y rivalizar con ellos. Tu sonrisa fue, recuérdalo también, por unos instantes, poderosa. Ella se mostraba en todo su esplendor, su risueña boca, pero algo te empezó a alertar de que alguna sombra se escondía y poco a poco estaba abriéndose paso entre vosotros. Una mirada, tal vez. Un gesto. Una palabra de más o no pronunciada. También esa tarde pudisteis rezagaros y retrasaros respecto del grupo. Pero esta vez nadie os esperó en la esquina siguiente. Pudisteis caminar juntos, uno junto a otra, durante casi una hora. ¿Qué estaría pensando ella? Recuerdas que tampoco hablasteis de nada en particular, tampoco ella tenía mucho que decir con las palabras, pero decía, en cambio, mucho con los ojos, sobre todo con los gestos. Tú empezaste a tararear una canción de Aute. No sabes por qué. Algo estaba rompiéndose entre vosotros.


Hoy, treinta años después, recuerdas aquellas tardes de marzo y abril. No la recuerdas a ella, que ya no existe, o si existe, no es ya más ella. Recuerdas la fuerza con que te impregnó y que creías tener y que tenías, recuerdas las ganas de vivir, de hacer, de aventurarte a todo y contra todo y con todos, de explosionar con fuerza y decirle al mundo lo feliz que eras, lo que tenías de hecho que decir, los derechos que podrías desplegar y exigir. Recuerdas tu manera de darle forma a todo y tus ansias de indicarle a todos quién eras de veras.


Nunca más, hasta hoy, has sentido nada igual. Has vivido otras aventuras: tuviste otros amores, otras novias, te casaste. Incluso tuviste un hijo. Pero nada fue como lo vivido aquellas tardes. Hasta hoy en que has vuelto a caminar junto a una mujer. Bella. Inteligente. Verdaderamente maravillosa. Dispuesta a todo. Sus ojos no son claros, ni su cabello es dorado, ni, por supuesto, tiene catorce años. Pero todo ello carece de importancia, da igual. Desde el borde de los cincuenta años también el amor conmueve, inquieta, impulsa por dentro. Apenas ha sido un kilómetro de paseo, tal vez dos. Pero la sensación de libertad, de ganas de vivir, unido esta vez a un temor extraño, a un deseo reprimido por el miedo y las circunstancias, eran las mismas que cuando tenías quince años. Tal vez hayas descubierto esta tarde que estamos hecho de emociones o de sensaciones y de recuerdos, de recuerdos de recuerdos, y de ansias, de vida. Y quizá ésta mujer de ahora también esperase algo más. ¿Qué pensaría o qué hubiera esperado? Tal vez componer juntos los mismos versos no fuera suficiente para ella. La tarde, ya metida en noche, fresca, primaveral como aquella otra lejana, aunque aún estemos en invierno, era la misma tarde. Caminar junto a ella ha sido recuperar lo vivido, volver a vivir lo que ya no creías que pudieras siquiera soñar. Esta tarde tal vez haya empezado tu renacimiento.

jueves, 8 de febrero de 2024

Dos fotografías:


En 1921, Ludwig Wittgenstein escribió en la primera página de su

Tractatus logico-philosophicus: "Dedicado

a la memoria de mi amigo David H. Pinsent".


Una mano insegura había anotado en el reverso de la primera fotografía una fecha: 10 de julio de 1912, tal vez 14. Posiblemente era la fecha en que había sido tomada. En la imagen podían distinguirse tres figuras: dos hombres y un poni. Uno de los hombres iba sobre el animal y el otro marchaba delante, a un metro de distancia, agarrando una cuerda. Este último iba caminando y llevaba sobre la cabeza una boina o gorra amplia que le tapaba, con su sombra, los ojos, no la boca. El otro hombre, sobre el poni, miraba hacia el horizonte blanquecino. La fotografía fue tomada en Islandia, según indicaba la nota del reverso. La expresión del rostro de la cara del hombre joven que montaba el poni era de felicidad: una leve sonrisa acompañaba una mirada perdida y no muy atenta sobre el horizonte cubierto de pastos. Sus hombros estaban relajados. Sus piernas eran largas, pero no llegaban a rozar la tierra. Su mirada parecía querer abarcar el universo entero, parecía creer entenderlo, parecía estar unida a todo lugar sobre el que se aposentara: las rocas del fondo, tal vez la llanura, el cielo o el aire frío y húmedo del atardecer. El poni, quizá una hembra, esto no puede apreciarse en esta vieja fotografía, mostraba una curva e hinchada panza que caía hacia la tierra y volvía hacia arriba, hacia el origen de unas patas fuertes y bien plantadas sobre la hierba. Su melena caía sobre el lado izquierdo de la imponente musculatura de su cuello. El otro joven, el que comandaba la marcha, muy delgado, fino, incluso, esbelto, parecía caminar mirando al frente. Su boca abierta permite imaginar que bien iba hablando con su interlocutor acomodado (¿qué le estaría diciendo? ¿de qué estaría hablando? o ¿por qué? Tal vez le hablara de lo maravilloso del puro decir, del hecho de poder decir y de poder entender o ser entendido. O de la coloridad de los objetos. Milagroso desafío éste de explicar el mundo con palabras) o bien cantara alguna tonada aprendida en otros tiempos, recreada ahora en estos páramos, inventada para la ocasión. Islandia, a principios del siglo XX no debía ser mal lugar para la dicha.

La segunda fotografía está igualmente fechada en su reverso: el 18 de mayo de 1918. En ella aparecen varias figuras. La principal es un hombre joven, erguido en medio de una sala, de un dormitorio. Lleva la boca cerrada y las manos anudadas ante su vientre. Sus piernas son largas y su mirada, que en otro tiempo hubiera parecido pretender el universo entero, ahora estaba concentrada en el rostro de otro hombre. Este segundo hombre yace acostado sobre un lecho. Una cinta envuelve su cabeza. Sus ojos cerrados no permiten entrever los sueños que contemplaría en otros días de más ajetreo, pasiones y vidas. Detrás del hombre erguido y de mirada triste tres individuos más: dos hombres de oscuro y una mujer sentada y con las piernas cruzadas.

Entre las dos fotografías se esconde a ojos de todos una historia tal vez conocida solo por sus protagonistas y por nadie más: ¿una historia de amor o amistad, una aventura aérea, un accidente, una muerte absurda e inesperada que pondría fin a toda aventura posterior?

El hombre erguido parece preguntarse: ¿Cómo reorganizar una vida a partir de un momento como éste? ¿Cómo evitar el insomnio y volver a dormir en las noches frías y húmedas de esta Inglaterra muerta? ¿Cómo evitar la tristeza desde una vida rota?

Una mano insegura y torpe había anotado en el reverso de la primera fotografía, tras la fecha de la misma, la pregunta que, tal vez, siempre quedará sin respuesta: "¿Íbate tanto en tu aventura?". ¿Qué querría indicar su autor con ella? ¿A quién le preguntaría? ¿Por qué?

En el reverso de la segunda fotografía, la misma mano débil y vacilante había escrito: "¡Íbame tanto en mi aventura!" ¿Quién exclamaría con tanto dolor? ¿Ante quién? ¿Por qué? ¿Cuál era esa aventura? Y sobre todo qué querría decir ese desesperado: "¡Íbame tanto!"