jueves, 27 de marzo de 2025

Dos adioses:

 

Aunque nací en Sevilla, España, he vivido toda mi vida en Córdoba, Argentina.


De Sevilla y de España solo recordaba una amplia habitación con una cama y una mecedora, un armario también había, una mesa tal vez, unas sillas y un rostro arrugado que me miraba sin mucho amor. El áspero rostro de mi abuela paterna. Y no recordaba nada más, porque a mis cuatro años mis padres embarcaron conmigo rumbo a Argentina. Algunas imágenes de Buenos Aires, pocas tambien, y después todo el resto de mi infancia, de mi juventud y de mi vida en aquella Córdoba, la de allá.


Araceli había fallecido en un pueblito de Huelva y, antes de todo..., lo único, lo primeo y lo último que quería hacer era visitar el lugar donde ella había decidido morir.


Araceli era mi hija. Siempre tuvo una vida difícil. De niña apenas comía, porque, decía, todo le sentaba mal. Permanentes conflictos con sus amigos y compañeros escolares. ¡Todo se lo tomaba tan en serio! A veces pienso que ella siempre estuvo incómoda consigo misma. Siempre salvo aquella vez en que, por su cumpleaños, 14, le regalé unos versos. Se los metí en una cajita de madera con la tapa desencajada. Cuando la abrió con expectación pudo leer lo que yo le había escrito pensando en ella:

A mi hija:

Sueño

que sueñas

que te viene el sueño

en que te recojo

en mis brazos.


A ella le encantó tanto el poema que me abrazó, me beso y se marchó corriendo a su habitación con la cajita de madera que tenía la tapa desencajada y el papel del poema arrugado entre sus manos.


Después su vida siguió recorriendo los derroteros previstos de sorpresas, decepciones, traiciones, y compromisos y amores contrariados. Su vida fue... como la de casi todos... un pequeño desastre. Pero tampoco era Araceli de las que se dejan ayudar fácilmente. Mis brazos, siempre abiertos para ella, no lograron cercarla en aquellos momentos en que más lo hubiera necesitado.


Una tarde nos llegó a Amelia, mi esposa, y a mí una carta remitida por nuestra hija: «Me voy a España -decía-. Estoy harta de Argentina y de los argentinos. Quiero darle un giro definitivo a mi vida.» Y acá que se vino. Tanto Amelia como yo, en el fondo, nos alegramos. Sabíamos que nuestra hija, cómo decirlo, tenía una mala racha, eso es, y, por qué no, empezar de nuevo en otro lugar. Pero ambos sabíamos también, o al menos yo estaba seguro de ello, que el lugar era lo de menos, que el problema lo llevaba Araceli consigo misma y que si no había logrado desprenderse de él en Argentína tampoco lo lograría en España.


El pueblito en que decidió fallecer Araceli se llama Mazagón. Me había informado de que estaba en la costa de Huelva, cerca de la capital.


Cuando llegué a este pueblo andaluz, el autobús me dejó en una plaza pequeña junto a un hotel. Esta plazoleta estaba cerca de la fonda en que habitó Araceli sus últimos días. La luz lo llenaba todo. Y el olor del mar. Entendí rápidamente por qué ella había elegido ese lugar. Pero yo no quería permanecer mucho tiempo aquí. No podía. Solo perseguía encontrar algún detalle que me hiciera recordar a mi bella Araceli, su paso, por leve que fuera, algún pequeño objeto que me confirmara de su presencia y de sus últimas horas.


Al día siguiente, muy temprano, me dirigí hacia la fonda donde ella se había hospedado.


  • Buenos días -le dije a la mujer que estaba dormitando en una mecedora.

El vestíbulo de la casa estaba limpio. El suelo era de losetas de barro cocido y las paredes estaban encaladas de un blanco sorolliano.

Le conté a la mujer a qué venía. Ella escuchó atentamente y sorprendida me dijo:

  • Entonces... ¿dice usted que es el padre de Araceli, esa pobre muchacha?

  • Sí -le respondí-. Soy su padre. ¿Ve? -le pregunté enseñándole una fotografía que llevaba en mi cartera.

  • ¿Y dice usted que desearía ver la habitación en que pasó su hija sus últimos días?

  • Sí, esto es. Quisiera verla.


Desde la habitación se veía el mar. La brillante luz del exterior apenas si entraba por la pequeña y cubierta ventana. La cama estaba pegada a una pared. Junto a ella una mesita de noche con una lamparita que tenía una mampara pintada de colores azules y rosas. Sobre la estantería algunos libros.

  • ¿Eran suyos? -le pregunté a la mujer-.

  • No. Los dejó ahí el inquilino anterior. Ella no trajo nada.

Después de unos instantes de silencio en que me dediqué a escrutar cada rincón de la habitación buscando algo que me la recordara a ella sin lograrlo, la mujer me preguntó:

  • ¿Desea usted algo más?

Parecía que tenía cosas que hacer y yo la estaba incomodando más de lo que ella había previsto.

  • No -le dije-. Ya marcho.

Antes de abandonar el lugar, le volví a preguntar a la mujer.

  • ¿Usted la conoció?

  • Sí -respondió-.

  • ¿Y qué opinión se formó de ella? No me interesaba nada la opinión de aquella señora, lo que yo quería saber era qué imagen proyectaba mi pequeña Araceli en sus últimos días.

  • ¡Oh! -dijo la mujer-. Después de un prolongado silencio continuó: Su hija era... como una mariposa en el desierto. Quiero decir que no encajaba ni aquí ni hubiera encajado en ningún otro lugar. Creo que ni ella misma sabía lo que buscaba -concluyó-.

  • Gracias -logré decir-.

  • Una última cuestión. ¿No conservará usted nada de ella?

  • ¿De ella? ¿Algo?... Sí -dijo-. Creo que dejó... olvidado, o lo que sea, un libro sobre la mesilla de noche. Creo que está... sí, aquí.

Y sacó un libro verde de Walt Whitman.

  • Debe ser lo último que estuviera leyendo. Tenga. Lléveselo. Le pertenece.

  • Gracias -volví a decirle- alargando la mano para recoger ese vulgar y pobre tesoro que finalmente había logrado.


No le di ninguna importancia al libro hasta que por la tarde, antes de coger el último autobús hacia Sevilla, estuve leyendo algunos pasajes de Hojas de hierba:


¿Ha pensado alguien que es afortunado nacer?

Me apresuro a informarle que no es menos afotunado morir, y sé lo que digo.

Muero con los que mueren...

(...)

No soy la tierra ni lo que pertenece a la tierra,...

(...)

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua,

Este es el aire común que baña el planeta.


Estuve a punto de arrojar el libro al tacho cuando abriéndose por una página, tal vez algo desencajada, dejó aparecer la esquina de un papel manchado y con unos versos que debían haber sido muy leídos, o escritos, quizá por mi Araceli:

A mi padre:

Sueñas

que sueño

que me viene el sueño

en que me recoges

en tus brazos.

jueves, 20 de marzo de 2025

El monstruo herido:

 


¡No os riais, he dicho! ¡No os riais! Atrás han quedado ya los tiempos en que nuestros padres temblaban con solo ver aproximarse el terrible momento de la entrega de nuestros jóvenes más prometedores para satisfacer las aviesas, perversas y miserables intenciones y actos del monstruo de cuerpo de guerrero y cabeza de toro. Entonces ellos clamaban y suspiraban porque no fuesen sus hijos los elegidos por el rey, pero también lloraban por los que finalmente eran los elegidos, aunque no estuviesen entre ellos sus propios hijos. Entonces ellos, nuestros padres, sentían que los hijos de los otros eran los suyos propios. ¡He dicho que no os riais!

Nosotros vivimos ahora en un tiempo diferente. No son ya nuestros hijos e hijas quienes tienen que satisfacer, por el bien de todos, las necesidades o los caprichos, para el caso es lo mismo, del terrible monstruo de cuernos, fuerza y respiración de toro. El minotauro es ya un ser viejo, desdentado y enfermo. Ya no genera miedo. Pero no os riais, que tampoco lo que genera es risa.

Entonces, cuando era joven y fuerte, nadie se atrevía a murmurar ni a decir nada ni, por supuesto, a reírse. Acuérdate, Arístides, de cuando fue tu primogénito uno de los elegidos para satisfacer las necesidades libidinosas del monstruo. Algunos que lograron escapar de sus zarpas contaron cómo lo agarró de los brazos, cómo lo lanzó al suelo bocarriba, cómo le levantó ambas piernas al aire, y cómo lo sodomizó cara a cara, aliento frente a aliento. El miedo y los desgarros acabaron con la vida de tu hijo. Y como tú, Arístides, muchos otros sufristeis, por el bien de toda la ciudad, las atrocidades del minotauro. ¡Que nadie se ría ahora, porque entonces nadie lo hacía! ¿O es que creéis que entonces éramos bestias y no hombres?

¿Qué teníamos que haber hecho para no sucumbir al miedo y a la fuerza opositora? ¿Qué podíamos haber hecho? Todo lo intentamos, nada conseguimos. ¿Esto hace peores a nuestros padres? Nosotros tampoco hicimos nada más que sucumbir, implorar a los dioses y dejarnos matar pagando el tributo acordado por nuestra cobardía e impotencia.

En el fondo, reconozcámoslo, admirábamos su fuerza, su altura, su vigor, su mirada impenetrable y su virtud. Muy en el fondo todos hubiéramos querido ocupar el lugar del monstruo. Pero ninguno supo o pudo hacerlo. Miserables fuimos y más miserables seríamos ahora si nos dedicásemos a reírnos de él porque está viejo, cansado y enfermo, y porque ya no asusta ni a las vírgenes vestales. Su verga está flácida como un cordel destensado. Si miserable fue él entonces, miserables fuimos todos. ¡Mirad todos cómo llora Arístides! Llora porque sabe que digo verdad.

Admitamos que admirábamos su fuerza y su virtud. Ahora, viejo, vencido y derrotado, solo genera compasión y pena. ¿Hay algo más trágico que tener que ver con tus propios ojos cómo alguien que fue puro vigor y duros músculos, ande ahora con dificultades, quiera, bravo, embestir y no alcance siquiera a levantar la cabeza porque solo tiene fuerzas en su cuello para agacharla?

Mirad, ciudadanos, por honor, por el suyo y por el nuestro, demos muerte piadosa a la bestia y callémonos. No digamos una palabra más. Sólo el silencio puede borrar la línea que nos separa de nuestro propio pasado. Reconstruyamos nuestro honor a partir de este silencio y que solo vuelvan a hablar quienes tengan verdaderamente algo sensato que decir con la cabeza alta y mirando hacia adelante.

domingo, 2 de marzo de 2025

Importancias relativas:

 

Lo imposible es lo que ocurre visto desde fuera, pero no sabes cómo decirlo.

Crees que fue en el parque grande de las afueras de la ciudad. Estuviste contemplando a una pareja de enamorados: agarrados de las manos, enlazaban sus labios sin despegarlos un instante. Crees que no se hablaban entre sí, pero desde la distancia en que te encontrabas era imposible saber esto. Ella tenía los ojos cerrados; él, en cambio, estaba ansioso por no cerrarlos, por no perderse nada de lo que le estaba sucediendo.

De repente empiezas a elevarse por los aires. Primero muy despacio y como dudando. Te elevas apenas un centímetro para volver a caer a tierra y de nuevo hacia arriba y hacia abajo otra vez. Hasta que definitivamente ocurre el equilibrio necesario y lentamente comienzas a elevarte, como si levitaras, hacia arriba, hacia las nubes, muy despacio. Puedes ver a la pareja de enamorados que sigue con sus besos y sus caricias, ajenos al extraordinario suceso que está aconteciendo a unos metros de ellos. Puedes verlos desde arriba, casi sobre su exacta vertical. Aún puedes identificarlos como dos enamorados, porque no es mucha la distancia que te separa de ellos. Después sigues ascendiendo. Ves las copas de los árboles desde el cielo y ves también el parque entero, no tan grande como parecía desde el suelo, y la ciudad, y sigues ascendiendo hacia las nubes. El suelo parece aplastado o aplanado. Apenas distingues cumbres. Desde la altura de las nubes, las montañas son poco más que una planicie rugosa. Sigues ascendiendo y ascendiendo. Sientes cuando sales de la atmósfera terrestre. Al principio crees que te falta el aire, que no puedes respirar. Te agarras la garganta. Toses. Descubres que no necesitas el aire para nada, que puedes seguir contemplando la Tierra desde fuera de ella y que no le ocurre nada a tu cuerpo. Y sigues ascendiendo, o tal vez sea más exacto decir, alejándote. Se te viene a la cabeza la palabra «extrínseco». Logras ver la Luna a lo lejos y otros astros. Crees pasar demasiado cerca de Marte, y de, supones, Saturno. Pero no estás seguro. Sientes un vértigo, mayor que cuando dejaste la atmósfera terrestre, cuando descubres que has abandonado el Sistema Solar. Lo sabes porque no conoces o identificas nada de lo que ves. Astros y más astros por todos lados. No sabes qué es arriba o qué es abajo. No sabes si estás al derecho o al revés, pero tampoco necesitas saberlo. Tú sigues levitando o ascendiendo o alejándote o viajando. Pasados muchos días, si es que esto puede seguir diciéndose así, ves a lo lejos un extraño punto blanquecino. Es la galaxia de la que partiste. Ves también otras galaxias. No sabes adónde te conducirá este extraño ascenso o viaje. Tampoco parece importarte. Tampoco puedes evitarlo. No logras acordarte de nada de lo que sucedía allá abajo o allá a lo lejos, en la tierra, en tu ciudad, en el parque. Como si todo aquello no tuviera ninguna importancia desde aquí, o como si hubieras decidido que realmente nunca la tuvo. Te sientes no solo, sino único, pero no por ello privilegiado, aunque seas lo más cercano a Dios que ninguna religión imaginara jamás.

Sigues avanzando y crees que estás llegando a los límites del universo, si es que el universo tuviera límites. Comienzas a aburrirte, te cansas de mirar, porque lo que más hay es nada. Piensas: «lo que abunda es la ausencia, el vacío, la nada, la soledad. Lo extraordinario es la compañía, la materia, ésta es lo verdaderamente único y divino, y en ella, en la materia, aún más extraordinario, la vida y la conciencia, y la conciencia de la conciencia». Empiezas a aterrarte. Ahora el vacío te angustia. No puedes desesperarte, pero estás asustado, impresionado, aturdido. Deseas no seguir ascendiendo o alejándote. Deseas huir, por qué no, morir. Pero no puedes hacer nada para lograrlo. Cierras la boca para no respirar, pero no hay oxígeno a tu alrededor. Esfuerzo inútil.

De repente, de nuevo sientes que algo pasa, te has parado en mitad de una noche inmensa. Sabes que no avanzas. Después de unos segundos, quién sabe, o de unos días o de años quizás, empiezas a retroceder, si esto se puede decir así. Comienzas a bajar, a volver.

A lo lejos vuelves a ver tu galaxia y otras más lejanas. Crees identificar más tarde, mucho más tarde, a Plutón y a Urano. Allí ves a Marte y más allá la Tierra con su satélite. «¡Qué verdadera belleza!», te dices.

Notas un escalofrío cuando comprendes que estás de nuevo ingresando en la atmósfera. Vuelves a respirar. Te sientes agotado. El oxígeno te quema los pulmones como si llevaras años sin usarlos. La tierra te parece una enorme planicie. Sigues bajando, ahora sí, volviendo. Identificas los límites de tu ciudad y después los del parque. A lo lejos ves una pareja de enamorados que está besándose tiernamente. Sus manos están entrelazadas. Piensas que no pueden ser los mismos que recuerdas, porque estos, por sus aspectos, tienen no menos de noventa años. Pero tú sabes que son los mismos individuos, que decidieron enlazarse y así han continuado por siempre. Ella, inconsciente quizá, o sabia, sigue con sus ojos cerrados. Piensas: «¡Qué extrañas decisiones toman a veces los humanos!» Y depositas con esta meditación tus pies en el suelo.

Feliz día del inocente:

 

Este hombre o mujer, para el caso que me ocupa es lo mismo, que, como todas las mañanas desde hace más de veinte años o veinte mil, se levanta temprano, antes de amanecer, tal vez también puedan ser doscientos mil, que cree que le gusta el silencio de este único momento en que se prepara un café antes de ducharse y de marcharse a trabajar duramente y a luchar con y contra otros como él para conseguir todo o nada y que observa ese instante en que la luz, por unos segundos, toma tonos rosas y brillantes, anunciando el comienzo de un nuevo y prometedor día, y al final, como todos los anteriores, decepcionante. Que confía en ese momento matutino e inocente en que este día será distinto y único, como únicos son esos segundos en que el sol, apenas en el horizonte, empieza a acariciar la materia con dedos o rayos más rosas que naranjas, confiriéndole a ésta, a la materia, una suerte de espiritualidad mentirosa y falsa, como falsas son las expectativas de este hombre (o mujer) despierto y dispuesto a afrontar lo que tenga que venir y como tenga a bien venir. Con la cara alta y la mirada menos triste que cansada (y eso que aún no ha levantado ese sol traidor, siempre al servicio del tiempo que transcurre inexorable para lograr siempre finalmente llegar por sorpresa al lugar donde todos los caminos se encuentran, por sorpresa, sí, siempre por sorpresa -no importa la edad que creas tener, porque no la tienes, porque no eres nada, comparado con ese sol que gira en un ciclo tan amplio que no puedes abarcarlo en tu pensamiento-, ignorante también del lugar que ocupa, del puesto y función que cumple, colaborador necesario y lerdo, insensato, necio y mineral, en este tránsito de la nada a la nada). Y ese hombre (o mujer) que insiste cada mañana cargando, necio también quizás, iluso, ingenuo, trágico como héroe de sino insoslayable que se dirige, incluso sabiéndolo, hacia un final terrible, o no tanto, porque también y según se piense, sea una salvación, una salvación en el vacío, en la nada, cargando o esculpiendo la dura roca que ha de volver a girar una y otra vez, como si fuese su propia lápida con la que, cree, ha de adornar, adecentar, embellecer y, tal vez, cerrar su propia tumba.