Lo imposible es lo que ocurre visto desde fuera, pero no sabes cómo decirlo.
Crees que fue en el parque grande de las afueras de la ciudad. Estuviste contemplando a una pareja de enamorados: agarrados de las manos, enlazaban sus labios sin despegarlos un instante. Crees que no se hablaban entre sí, pero desde la distancia en que te encontrabas era imposible saber esto. Ella tenía los ojos cerrados; él, en cambio, estaba ansioso por no cerrarlos, por no perderse nada de lo que le estaba sucediendo.
De repente empiezas a elevarse por los aires. Primero muy despacio y como dudando. Te elevas apenas un centímetro para volver a caer a tierra y de nuevo hacia arriba y hacia abajo otra vez. Hasta que definitivamente ocurre el equilibrio necesario y lentamente comienzas a elevarte, como si levitaras, hacia arriba, hacia las nubes, muy despacio. Puedes ver a la pareja de enamorados que sigue con sus besos y sus caricias, ajenos al extraordinario suceso que está aconteciendo a unos metros de ellos. Puedes verlos desde arriba, casi sobre su exacta vertical. Aún puedes identificarlos como dos enamorados, porque no es mucha la distancia que te separa de ellos. Después sigues ascendiendo. Ves las copas de los árboles desde el cielo y ves también el parque entero, no tan grande como parecía desde el suelo, y la ciudad, y sigues ascendiendo hacia las nubes. El suelo parece aplastado o aplanado. Apenas distingues cumbres. Desde la altura de las nubes, las montañas son poco más que una planicie rugosa. Sigues ascendiendo y ascendiendo. Sientes cuando sales de la atmósfera terrestre. Al principio crees que te falta el aire, que no puedes respirar. Te agarras la garganta. Toses. Descubres que no necesitas el aire para nada, que puedes seguir contemplando la Tierra desde fuera de ella y que no le ocurre nada a tu cuerpo. Y sigues ascendiendo, o tal vez sea más exacto decir, alejándote. Se te viene a la cabeza la palabra «extrínseco». Logras ver la Luna a lo lejos y otros astros. Crees pasar demasiado cerca de Marte, y de, supones, Saturno. Pero no estás seguro. Sientes un vértigo, mayor que cuando dejaste la atmósfera terrestre, cuando descubres que has abandonado el Sistema Solar. Lo sabes porque no conoces o identificas nada de lo que ves. Astros y más astros por todos lados. No sabes qué es arriba o qué es abajo. No sabes si estás al derecho o al revés, pero tampoco necesitas saberlo. Tú sigues levitando o ascendiendo o alejándote o viajando. Pasados muchos días, si es que esto puede seguir diciéndose así, ves a lo lejos un extraño punto blanquecino. Es la galaxia de la que partiste. Ves también otras galaxias. No sabes adónde te conducirá este extraño ascenso o viaje. Tampoco parece importarte. Tampoco puedes evitarlo. No logras acordarte de nada de lo que sucedía allá abajo o allá a lo lejos, en la tierra, en tu ciudad, en el parque. Como si todo aquello no tuviera ninguna importancia desde aquí, o como si hubieras decidido que realmente nunca la tuvo. Te sientes no solo, sino único, pero no por ello privilegiado, aunque seas lo más cercano a Dios que ninguna religión imaginara jamás.
Sigues avanzando y crees que estás llegando a los límites del universo, si es que el universo tuviera límites. Comienzas a aburrirte, te cansas de mirar, porque lo que más hay es nada. Piensas: «lo que abunda es la ausencia, el vacío, la nada, la soledad. Lo extraordinario es la compañía, la materia, ésta es lo verdaderamente único y divino, y en ella, en la materia, aún más extraordinario, la vida y la conciencia, y la conciencia de la conciencia». Empiezas a aterrarte. Ahora el vacío te angustia. No puedes desesperarte, pero estás asustado, impresionado, aturdido. Deseas no seguir ascendiendo o alejándote. Deseas huir, por qué no, morir. Pero no puedes hacer nada para lograrlo. Cierras la boca para no respirar, pero no hay oxígeno a tu alrededor. Esfuerzo inútil.
De repente, de nuevo sientes que algo pasa, te has parado en mitad de una noche inmensa. Sabes que no avanzas. Después de unos segundos, quién sabe, o de unos días o de años quizás, empiezas a retroceder, si esto se puede decir así. Comienzas a bajar, a volver.
A lo lejos vuelves a ver tu galaxia y otras más lejanas. Crees identificar más tarde, mucho más tarde, a Plutón y a Urano. Allí ves a Marte y más allá la Tierra con su satélite. «¡Qué verdadera belleza!», te dices.
Notas un escalofrío cuando comprendes que estás de nuevo ingresando en la atmósfera. Vuelves a respirar. Te sientes agotado. El oxígeno te quema los pulmones como si llevaras años sin usarlos. La tierra te parece una enorme planicie. Sigues bajando, ahora sí, volviendo. Identificas los límites de tu ciudad y después los del parque. A lo lejos ves una pareja de enamorados que está besándose tiernamente. Sus manos están entrelazadas. Piensas que no pueden ser los mismos que recuerdas, porque estos, por sus aspectos, tienen no menos de noventa años. Pero tú sabes que son los mismos individuos, que decidieron enlazarse y así han continuado por siempre. Ella, inconsciente quizá, o sabia, sigue con sus ojos cerrados. Piensas: «¡Qué extrañas decisiones toman a veces los humanos!» Y depositas con esta meditación tus pies en el suelo.