¡No os riais, he dicho! ¡No os riais! Atrás han quedado ya los tiempos en que nuestros padres temblaban con solo ver aproximarse el terrible momento de la entrega de nuestros jóvenes más prometedores para satisfacer las aviesas, perversas y miserables intenciones y actos del monstruo de cuerpo de guerrero y cabeza de toro. Entonces ellos clamaban y suspiraban porque no fuesen sus hijos los elegidos por el rey, pero también lloraban por los que finalmente eran los elegidos, aunque no estuviesen entre ellos sus propios hijos. Entonces ellos, nuestros padres, sentían que los hijos de los otros eran los suyos propios. ¡He dicho que no os riais!
Nosotros vivimos ahora en un tiempo diferente. No son ya nuestros hijos e hijas quienes tienen que satisfacer, por el bien de todos, las necesidades o los caprichos, para el caso es lo mismo, del terrible monstruo de cuernos, fuerza y respiración de toro. El minotauro es ya un ser viejo, desdentado y enfermo. Ya no genera miedo. Pero no os riais, que tampoco lo que genera es risa.
Entonces, cuando era joven y fuerte, nadie se atrevía a murmurar ni a decir nada ni, por supuesto, a reírse. Acuérdate, Arístides, de cuando fue tu primogénito uno de los elegidos para satisfacer las necesidades libidinosas del monstruo. Algunos que lograron escapar de sus zarpas contaron cómo lo agarró de los brazos, cómo lo lanzó al suelo bocarriba, cómo le levantó ambas piernas al aire, y cómo lo sodomizó cara a cara, aliento frente a aliento. El miedo y los desgarros acabaron con la vida de tu hijo. Y como tú, Arístides, muchos otros sufristeis, por el bien de toda la ciudad, las atrocidades del minotauro. ¡Que nadie se ría ahora, porque entonces nadie lo hacía! ¿O es que creéis que entonces éramos bestias y no hombres?
¿Qué teníamos que haber hecho para no sucumbir al miedo y a la fuerza opositora? ¿Qué podíamos haber hecho? Todo lo intentamos, nada conseguimos. ¿Esto hace peores a nuestros padres? Nosotros tampoco hicimos nada más que sucumbir, implorar a los dioses y dejarnos matar pagando el tributo acordado por nuestra cobardía e impotencia.
En el fondo, reconozcámoslo, admirábamos su fuerza, su altura, su vigor, su mirada impenetrable y su virtud. Muy en el fondo todos hubiéramos querido ocupar el lugar del monstruo. Pero ninguno supo o pudo hacerlo. Miserables fuimos y más miserables seríamos ahora si nos dedicásemos a reírnos de él porque está viejo, cansado y enfermo, y porque ya no asusta ni a las vírgenes vestales. Su verga está flácida como un cordel destensado. Si miserable fue él entonces, miserables fuimos todos. ¡Mirad todos cómo llora Arístides! Llora porque sabe que digo verdad.
Admitamos que admirábamos su fuerza y su virtud. Ahora, viejo, vencido y derrotado, solo genera compasión y pena. ¿Hay algo más trágico que tener que ver con tus propios ojos cómo alguien que fue puro vigor y duros músculos, ande ahora con dificultades, quiera, bravo, embestir y no alcance siquiera a levantar la cabeza porque solo tiene fuerzas en su cuello para agacharla?
Mirad, ciudadanos, por honor, por el suyo y por el nuestro, demos muerte piadosa a la bestia y callémonos. No digamos una palabra más. Sólo el silencio puede borrar la línea que nos separa de nuestro propio pasado. Reconstruyamos nuestro honor a partir de este silencio y que solo vuelvan a hablar quienes tengan verdaderamente algo sensato que decir con la cabeza alta y mirando hacia adelante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario