A veces creo que, más que vivir, sueño. Y sueño y pienso, entonces, en quién sueña mi sueño. Me observo a mí mismo recorrer las calles que, de noche, me conducen al instituto en el que trabajo. No hay aún nadie sobre las aceras, nadie tampoco en la verja de entrada. Pero la puerta ya está abierta, como si me esperara.
Casi siempre soy el primero en llegar a la sala de profesores. Incluso antes de que la señora Carmen o la señora Teresa lleguen para levantar las persianas y encender la luz. Me veo entonces de pie, en un rincón de la sala observar la larga mesa del centro de la grande y amplia habitación. La he visto muchas veces llena de papeles y de codos de compañeros. En ese instante y sólo en él creo que esta mesa es el alma del centro, lo único que aún le da unidad y sentido a lo que hacemos todos los profesores solitarios, aislados, desconectados. A causa de esta mesa de hace unos años, sueño o pienso, en mis sueños siempre conservo algún poso de racionalidad, la sala de profesores no aparece aún ni muy pobre ni muy desoladora ni muy vencida.
Aún antes de amanecer suele llegar algún profesor. Normalmente León, el profesor de Lengua, con su respiración asmática. No parece haberme visto o, si lo ha hecho, no me dice nada. Tal vez él sabe que no suelo estar para muchas chanzas tan de mañana. Se sienta en un rincón de la sala de profesores, saca su cajetilla de tabaco, su mechero y su pequeño cenicero con tapadera. Se enciende un cigarrillo y espera a que pase el tiempo y toque el timbre para acudir a clase. Abre una carpeta azul y mira sus papeles sin tocarlos. No volverá a levantar la mirada ni para ver quién ha entrado en la sala. Yo tampoco le hablo. Sé que él ya no puede oírme: la profesora de biología, el profesor de matemáticas, la de historia... La melancolía lo invade todo, más aún en este mes de noviembre y poco antes de amanecer.
Me acerco a mi casillero, tomo con desgana mi libreta de calificaciones y una carpeta de cartulina azul y salgo a los pasillos desiertos y apagados del centro. Mas que pasillos son corredores, túneles, galerías estrechas. Suben y bajan. A veces no conducen a ningún sitio y terminan en un muro sin ventanas. A veces, también, al final del pasillo parece que te encuentras con alguien que te está mirando. Suele ser la Señorita Carrascal, de biología. Pero esto es imposible, porque la Señorita Carrascal falleció hace más de diez años. Ya no recuerdo por qué lleva una margarita prendida en su oreja derecha.
En los pasillos oscuros hay puertas blancas. Todas están cerradas. Detrás de algunas sabes que hay gente, porque las escuchas susurrar, aunque tengan la luz apagada, tú percibes, o así lo crees, o lo sueñas, un leve movimiento a través de la rendija inferior de la puerta cerrada. Detrás de ella siempre pasan cosas ignoradas y sorprendentes. A veces un grito histérico o una orden. A veces una explicación complicada o una canción. A veces, también, una suplica o un gimoteo muy lejano.
Una puerta se abre de pronto y sale, sobrepasando apenas el dintel, un muchacho de unos doce años. Sabes que se llama Alejandro, y sabes también que esto tampoco puede ser. Se escuchan las voces de la Señorita Ponce, de Lengua Española. El muchacho me mira, vuelve a entrar y cierra la puerta. Se silencian los murmullos.
Sigo andando por el corredor. No sé adónde conduce. Se cruza con otro que sube hacia arriba, gira a la derecha, después a la izquierda y baja, baja y vuelve a bajar. Nunca he llegado a comprender la lógica del arquitecto que diseñó este edificio. Todos los días me pierdo buscando el aula que me toca a cada hora. Sobre todo si es la primera hora de la mañana o de la noche.
Voy leyendo las plaquitas que hay junto a las puertas blancas: 1º A, 1º B, 2º F, 4º J. No encuentro mi aula. Tampoco sé la que busco, pero sigo andando. El pasillo se inclina levemente hacia arriba, para después volver a bajar abruptamente, en ángulo agudo. Saludo otra vez a la Señorita Carrascal. "Buenos días, compañera". "¿Buenos?" -parece responder. ¿O era la señora Ponce? También me cruzo con el profesor León. Tampoco me saluda esta vez. Tal vez no me haya visto o tal vez no quiera verme. Fue un buen hombre y un gran poeta. En los pasillos no se le permite fumar y en las aulas tampoco. Tal vez por ello esté siempre de mal humor, o eso parece. Y eso que aún no sabe que dentro de poco tampoco lo dejarán fumar en la sala de profesores.
Sigo andando por la galería cada vez más estrecha. Las puertas blancas están todas cerradas. 8º C, 2º H. A mi derecha hay una abierta. Cuando me acerco veo que es la de los servicios. Apestan. Miro hacia mis pies y observo que el suelo está mojado y sucio. Es muy posible que en este tramo esté caminando sobre orines.
Estoy cansado y desesperado de vagabundear por este espacio reducido, pero interminable. Parece como si las aulas, los departamentos y la salas cambiasen continuamente de lugar. O se alargasen o redujesen. Me siento como Alicia en la madriguera de su conejo.
Subo las escaleras del fondo. Recuerdo que, aunque el instituto tenga dos plantas, yo he bajado al menos tres. Creo que ahora estoy en la planta alta, porque al final del tunel, o del pasillo, hay una ventana con los cristales muy sucios, pero que deja entrar una leve y casi opaca lámina de luz. Debe estar amaneciendo fuera. Debe ser también que me estoy despertando. No obstante aún estoy en medio de una red enorme compuesta de celdillas y túneles o pasillos superpuestos, antepuestos, pospuestos y puertas blancas. No logro entender las plaquitas de las puertas. Deben de estar escritas en hebreo o en asirio o en cualquier otro alfabeto desconocido para mí. ¿Cuántos grupos y niveles tendrá este instituto?
Abro al azar una puerta esperando encontrar a mis alumnos, alguna cara conocida. Todos, en silencio, se giran para mirarme. La profesora Figueroa interrumpe su clase de inglés. Pido perdón y cierro arrepentido y titubeante la puerta como si hubiera sido testigo involuntario de un secreto inconfesable. Escucho con tranquilidad cómo continúa la clase. Tras otra puerta oigo la voz del profesor de historia Ruiz. O tal vez sea el profesor de matemáticas Ríos ¿o era Hurtado? No, el bueno de Hurtado tampoco puede ser ya. En esta ocasión no me atrevo a abrir la puerta.
Detrás de otra más adelante no se escucha a ningún profesor. Solo un leve murmullo. Respiro, agarro el picaporte, me armo de valor y, con decisión, abro. Efectivamente no hay ningún profesor en el estrado. Solo alumnos en sus pupitres que se giran hacia mí. "Hola, profesor" -dice alguien. Creo reconocerlos. Son mis alumnos que me estaban esperando. Los veo siempre todos iguales. Y los de este curso iguales a los del curso anterior y a los del anterior aún. Pero esto me tranquiliza. Soy yo el único que no soy el mismo. Me dirijo a mi mesa. Abro la carpeta. Y les pregunto a los niños: "¿Por dónde íbamos?" No soy capaz de precisar en qué nivel y curso estamos. Hago un esfuerzo enorme por recordar. Ya: tenemos que leer un texto del Protágoras de Platón. Me lo acaba de chivar la alumna más lista de la clase. Debo estar pues en el curso 9º. Ahora lo veo claro. Son los alumnos de la tutoría de doña García, la profesora de historia.
Mecánicamente comienzo a leer el texto de Platón. Y mecánicamente voy explicando cada palabra, cada concepto, cada idea, cada relación de ideas. Los alumnos me escuchan, pienso, o sueño, algunos escriben. ¿También ellos están muertos? ¿También ellos tienen la cabeza en otra parte? ¿También ellos se han preguntado esta mañana qué extraño ser venía hoy a darles clase? ¿Qué animal? Los niños, con sus caras aun por conformarse o definirse, siempre me han inquietado. Incluso podría decir que me han dado miedo: sus rasgos aún no formados del todo, sus gestos en cambio tan exagerados, rostros extraplanetarios o extraplacentarios o extratemporales, como insectos diminutos vistos en una gota de agua iridiscente a través de la lente mágica y sutilmente pulida de un microscopio.
Cada hora de clase es una nueva tortura, que termina de pronto con las trompetas del apocalipsis, con un timbrazo repentino que ensordece y ciega por unos instantes. Los muchachos salen del aula en tromba mucho antes de que yo pueda recuperar mis ojos y mis oídos. Permanezco solo en el estrado, junto a la pizarra y frente a los pupitres vacíos y silenciosos, bajo la tenue y parpadeante luz de los fluorescentes, mirando en las paredes una tabla periódica, una reproducción del Guernica, una bola del mundo, una ajada cartulina semidescolgada con el rostro altivo de Isabel la Católica mirando hacia el suelo,... En el centro del techo del aula hay un gancho. Siempre desconocí su función. Pero en este instante sé que si hubiera en el cajón de mi mesa una cuerda lo bastante gruesa como para soportar mi peso, ya la habría descubierto. Afortunada o desgraciadamente no tengo tiempo para pensar o seguir soñando. Debo emprender de nuevo la marcha en busca de la siguiente aula y del siguiente curso. Bajo el dintel de la puerta del aula que voy traspasando me vuelvo a cruzar con la señorita Carrascal. Sé que es ella porque lleva una margarita prendida del pelo, muy cerca de su oreja izquierda: "Hola, profesor Martínez. Tenga usted un buen día" -me dice, sonriendo. Yo no consigo decirle nada.