domingo, 18 de mayo de 2025

Fantasmas:

 

A veces creo que, más que vivir, sueño. Y sueño y pienso, entonces, en quién sueña mi sueño. Me observo a mí mismo recorrer las calles que, de noche, me conducen al instituto en el que trabajo. No hay aún nadie sobre las aceras, nadie tampoco en la verja de entrada. Pero la puerta ya está abierta, como si me esperara.

Casi siempre soy el primero en llegar a la sala de profesores. Incluso antes de que la señora Carmen o la señora Teresa lleguen para levantar las persianas y encender la luz. Me veo entonces de pie, en un rincón de la sala observar la larga mesa del centro de la grande y amplia habitación. La he visto muchas veces llena de papeles y de codos de compañeros. En ese instante y sólo en él creo que esta mesa es el alma del centro, lo único que aún le da unidad y sentido a lo que hacemos todos los profesores solitarios, aislados, desconectados. A causa de esta mesa de hace unos años, sueño o pienso, en mis sueños siempre conservo algún poso de racionalidad, la sala de profesores no aparece aún ni muy pobre ni muy desoladora ni muy vencida.

Aún antes de amanecer suele llegar algún profesor. Normalmente León, el profesor de Lengua, con su respiración asmática. No parece haberme visto o, si lo ha hecho, no me dice nada. Tal vez él sabe que no suelo estar para muchas chanzas tan de mañana. Se sienta en un rincón de la sala de profesores, saca su cajetilla de tabaco, su mechero y su pequeño cenicero con tapadera. Se enciende un cigarrillo y espera a que pase el tiempo y toque el timbre para acudir a clase. Abre una carpeta azul y mira sus papeles sin tocarlos. No volverá a levantar la mirada ni para ver quién ha entrado en la sala. Yo tampoco le hablo. Sé que él ya no puede oírme: la profesora de biología, el profesor de matemáticas, la de historia... La melancolía lo invade todo, más aún en este mes de noviembre y poco antes de amanecer.

Me acerco a mi casillero, tomo con desgana mi libreta de calificaciones y una carpeta de cartulina azul y salgo a los pasillos desiertos y apagados del centro. Mas que pasillos son corredores, túneles, galerías estrechas. Suben y bajan. A veces no conducen a ningún sitio y terminan en un muro sin ventanas. A veces, también, al final del pasillo parece que te encuentras con alguien que te está mirando. Suele ser la Señorita Carrascal, de biología. Pero esto es imposible, porque la Señorita Carrascal falleció hace más de diez años. Ya no recuerdo por qué lleva una margarita prendida en su oreja derecha.

En los pasillos oscuros hay puertas blancas. Todas están cerradas. Detrás de algunas sabes que hay gente, porque las escuchas susurrar, aunque tengan la luz apagada, tú percibes, o así lo crees, o lo sueñas, un leve movimiento a través de la rendija inferior de la puerta cerrada. Detrás de ella siempre pasan cosas ignoradas y sorprendentes. A veces un grito histérico o una orden. A veces una explicación complicada o una canción. A veces, también, una suplica o un gimoteo muy lejano.

Una puerta se abre de pronto y sale, sobrepasando apenas el dintel, un muchacho de unos doce años. Sabes que se llama Alejandro, y sabes también que esto tampoco puede ser. Se escuchan las voces de la Señorita Ponce, de Lengua Española. El muchacho me mira, vuelve a entrar y cierra la puerta. Se silencian los murmullos.

Sigo andando por el corredor. No sé adónde conduce. Se cruza con otro que sube hacia arriba, gira a la derecha, después a la izquierda y baja, baja y vuelve a bajar. Nunca he llegado a comprender la lógica del arquitecto que diseñó este edificio. Todos los días me pierdo buscando el aula que me toca a cada hora. Sobre todo si es la primera hora de la mañana o de la noche.

Voy leyendo las plaquitas que hay junto a las puertas blancas: 1º A, 1º B, 2º F, 4º J. No encuentro mi aula. Tampoco sé la que busco, pero sigo andando. El pasillo se inclina levemente hacia arriba, para después volver a bajar abruptamente, en ángulo agudo. Saludo otra vez a la Señorita Carrascal. "Buenos días, compañera". "¿Buenos?" -parece responder. ¿O era la señora Ponce? También me cruzo con el profesor León. Tampoco me saluda esta vez. Tal vez no me haya visto o tal vez no quiera verme. Fue un buen hombre y un gran poeta. En los pasillos no se le permite fumar y en las aulas tampoco. Tal vez por ello esté siempre de mal humor, o eso parece. Y eso que aún no sabe que dentro de poco tampoco lo dejarán fumar en la sala de profesores.

Sigo andando por la galería cada vez más estrecha. Las puertas blancas están todas cerradas. 8º C, 2º H. A mi derecha hay una abierta. Cuando me acerco veo que es la de los servicios. Apestan. Miro hacia mis pies y observo que el suelo está mojado y sucio. Es muy posible que en este tramo esté caminando sobre orines.

Estoy cansado y desesperado de vagabundear por este espacio reducido, pero interminable. Parece como si las aulas, los departamentos y la salas cambiasen continuamente de lugar. O se alargasen o redujesen. Me siento como Alicia en la madriguera de su conejo.

Subo las escaleras del fondo. Recuerdo que, aunque el instituto tenga dos plantas, yo he bajado al menos tres. Creo que ahora estoy en la planta alta, porque al final del tunel, o del pasillo, hay una ventana con los cristales muy sucios, pero que deja entrar una leve y casi opaca lámina de luz. Debe estar amaneciendo fuera. Debe ser también que me estoy despertando. No obstante aún estoy en medio de una red enorme compuesta de celdillas y túneles o pasillos superpuestos, antepuestos, pospuestos y puertas blancas. No logro entender las plaquitas de las puertas. Deben de estar escritas en hebreo o en asirio o en cualquier otro alfabeto desconocido para mí. ¿Cuántos grupos y niveles tendrá este instituto?

Abro al azar una puerta esperando encontrar a mis alumnos, alguna cara conocida. Todos, en silencio, se giran para mirarme. La profesora Figueroa interrumpe su clase de inglés. Pido perdón y cierro arrepentido y titubeante la puerta como si hubiera sido testigo involuntario de un secreto inconfesable. Escucho con tranquilidad cómo continúa la clase. Tras otra puerta oigo la voz del profesor de historia Ruiz. O tal vez sea el profesor de matemáticas Ríos ¿o era Hurtado? No, el bueno de Hurtado tampoco puede ser ya. En esta ocasión no me atrevo a abrir la puerta.

Detrás de otra más adelante no se escucha a ningún profesor. Solo un leve murmullo. Respiro, agarro el picaporte, me armo de valor y, con decisión, abro. Efectivamente no hay ningún profesor en el estrado. Solo alumnos en sus pupitres que se giran hacia mí. "Hola, profesor" -dice alguien. Creo reconocerlos. Son mis alumnos que me estaban esperando. Los veo siempre todos iguales. Y los de este curso iguales a los del curso anterior y a los del anterior aún. Pero esto me tranquiliza. Soy yo el único que no soy el mismo. Me dirijo a mi mesa. Abro la carpeta. Y les pregunto a los niños: "¿Por dónde íbamos?" No soy capaz de precisar en qué nivel y curso estamos. Hago un esfuerzo enorme por recordar. Ya: tenemos que leer un texto del Protágoras de Platón. Me lo acaba de chivar la alumna más lista de la clase. Debo estar pues en el curso 9º. Ahora lo veo claro. Son los alumnos de la tutoría de doña García, la profesora de historia.

Mecánicamente comienzo a leer el texto de Platón. Y mecánicamente voy explicando cada palabra, cada concepto, cada idea, cada relación de ideas. Los alumnos me escuchan, pienso, o sueño, algunos escriben. ¿También ellos están muertos? ¿También ellos tienen la cabeza en otra parte? ¿También ellos se han preguntado esta mañana qué extraño ser venía hoy a darles clase? ¿Qué animal? Los niños, con sus caras aun por conformarse o definirse, siempre me han inquietado. Incluso podría decir que me han dado miedo: sus rasgos aún no formados del todo, sus gestos en cambio tan exagerados, rostros extraplanetarios o extraplacentarios o extratemporales, como insectos diminutos vistos en una gota de agua iridiscente a través de la lente mágica y sutilmente pulida de un microscopio.

Cada hora de clase es una nueva tortura, que termina de pronto con las trompetas del apocalipsis, con un timbrazo repentino que ensordece y ciega por unos instantes. Los muchachos salen del aula en tromba mucho antes de que yo pueda recuperar mis ojos y mis oídos. Permanezco solo en el estrado, junto a la pizarra y frente a los pupitres vacíos y silenciosos, bajo la tenue y parpadeante luz de los fluorescentes, mirando en las paredes una tabla periódica, una reproducción del Guernica, una bola del mundo, una ajada cartulina semidescolgada con el rostro altivo de Isabel la Católica mirando hacia el suelo,... En el centro del techo del aula hay un gancho. Siempre desconocí su función. Pero en este instante sé que si hubiera en el cajón de mi mesa una cuerda lo bastante gruesa como para soportar mi peso, ya la habría descubierto. Afortunada o desgraciadamente no tengo tiempo para pensar o seguir soñando. Debo emprender de nuevo la marcha en busca de la siguiente aula y del siguiente curso. Bajo el dintel de la puerta del aula que voy traspasando me vuelvo a cruzar con la señorita Carrascal. Sé que es ella porque lleva una margarita prendida del pelo, muy cerca de su oreja izquierda: "Hola, profesor Martínez. Tenga usted un buen día" -me dice, sonriendo. Yo no consigo decirle nada.

sábado, 3 de mayo de 2025

Cuestión de fuerzas:

 

El patio del colegio no era cuadrado. Tampoco lo era su organización ni probablemente nada en el barrio tuviera un orden simétrico o armónico o matemático. De un lado, una tapia gruesa y alta, más alta que las cabezas de los mayores, de los otros cuatro lados paredes de distintos edificios, de distintas alturas. No todos debían ser aularios, porque a veces los vecinos tendían de los cordeles entre dos edificios la ropa mojada. El suelo del patio, irregular, era de albero sucio y duro. Los alumnos accedíamos al colegio por la puerta situada en el centro de la tapia alta y nos íbamos colocando en filas por grupos de clase. El primero que llegaba se colocaba al principio de la fila de su clase y ahí pretendía mantenerse hasta que llegaba el grandullón de nuestra clase, Nicolás. Aunque traspasase el umbral del patio el último, siempre se colocaba el primero. Después llegaban los tutores y se situaban en la cabecera de la fila. Nuestro tutor era don Juan, el profesor de francés. No era de los más viejos. Cuando un alumno, de los de los cursos superiores, salía al patio a tocar la campana, las filas de niños, encabezados por sus tutores, íbamos entrando por riguroso orden alfanumérico en los pasillos que conducían a nuestras aulas. «Disciplina militar», parecía quejarse don Juan.

La salida del colegio, en cambio, era completamente caótica. Este caos empezaba aún antes, en el interior de las aulas. Unos minutos antes de que sonase la campana, ya estábamos algunos alumnos inquietos por salir corriendo. Los materiales escolares ordenados sobre la mesa, para, rápidamente, poderlos introducir en la maleta y salir pitando del aula, a empujones y en carreras por los pasillos, atravesando el patio entre gritos y cruzando hacia la calle en la que ya recuperábamos la calma. El grandullón era de los últimos en entrar por la mañana, pero también era de los últimos en salir del colegio. Aunque gritaba y empujaba todo lo que podía, no solía correr. Ahora creo que aunque alto y grande, entonces también era gordo y fofo. Cuando se reía, que era casi siempre y por todo, lo hacía sonoramente dejando caer la saliva por un mentón casi inexistente. No obstante, Nicolás tenía algo que nos hacía respetarlo como buen amigo.

Recuerdo que debió de ser un día de primavera, tal vez de finales del segundo trimestre. Cuando el grandullón llegó adonde estábamos todos, con todos me refiero a los cuatro que siempre solíamos volver juntos desde el colegio a casa, preguntó: “¿Qué hacéis, niñas? Os he dicho mil veces que no me esperéis. Venga, todos corriendo”, nos arengó mientras le daba un empujón a Manolo, el Canijo. Todos nos pusimos en marcha y corriendo nos alejamos unos metros dejando solo a Nicolás.

Desde lejos lo mirábamos atrás y lo veíamos cargar con la maleta, sudar y jadear. Pero aquel día, el grandullón iba más despacio que de costumbre, jadeaba menos, aunque llevaba la camiseta empapada de sudor. Vimos cómo se paró en mitad de la calle, cómo miró a un lado, cómo se acercó a una pared y cómo se puso a hablar con alguien. Después se le acercaron tres más por detrás. Lo rodearon, lo empujaron, le abrieron la cartera y le desparramaron los libros por la tierra. Entre los cuatro empezaron a pegarle con los puños y los codos. Patadas también le dieron. Los cuatro amigos, a unos cien metros de la paliza, nos miramos, alguno intentó echar a correr, pero finalmente no hicimos nada. «A ver, nos ha dicho que lo dejemos solo», dijo el Orejas.

Cuando los otros se fueron y dejaron a Nicolás tumbado en la tierra, dolorido, llorando y sangrando por un labio y una ceja, nos acercamos a él. Intentamos levantarlo del suelo, pero él hizo un gesto con la mano, como diciendonos que lo dejáramos en paz, que no lo ayudáramos. Después, cuando logró levantarse, solo, nos miró a todos con desprecio. Entonces yo no sabía bien lo que era esto del desprecio.

Al día siguiente Nicolás no volvió al colegio. Ni al siguiente ni al siguiente del siguiente. No volvió en todo el resto del curso.

El Orejas escuchó a su hermano mayor decir que la paliza se la había dado el Garrotillo con tres de sus colegas. El Garrotillo era el hermano menor del Garrote. Éste, el Garrote, era alto y fuerte, pero su hermano menor, el Garrotillo, era un tipo canijo y enano, que tenía muy mala leche, según se rumoreaba por el barrio. Era famoso por ser un auténtico terror sin ningún freno de ningún tipo. El hermano del Orejas le contó que Nicolás había empujado por error a una niña de otra clase que era del interés del Garrotillo. Parece que fue por eso por lo que recibió la paliza. Seguro que Nicolás ni se había dado cuenta de ello ni sabía por qué había recibido la paliza.

Después de algunos meses, en verano, estando ya de vacaciones escolares, nos encontramos a Nicolás al otro lado del campo que había más allá de la iglesia, junto a los enormes tubos de cemento rotos y abandonados donde solíamos jugar al despiste. Estaba muy cambiado. Había crecido aún más y estaba más delgado y fuerte. Nos contó que su padre había decidido que dejara nuestro colegio y lo inscribió en otro religioso donde la disciplina y el orden eran mayores. Nos dijo también que había empezado a ir a un gimnasio en el que hacía ejercicios todos los días y practicaba boxeo. Por lo visto era una promesa en este deporte. Verdaderamente sus brazos y piernas eran musculosos. El Canijo le preguntó que por qué hacía eso. Y él le respondió que porque cuando estuviera preparado iba a buscar al Garrotillo y le iba a devolver la paliza que le había dado. Yo le pregunté que cuándo sería eso. Y él me respondió que ya me había dicho que «cuando estuviera preparado».

Pasó todo el verano y empezó el nuevo curso. El colegio seguía igual, pero, de alguna manera, echábamos de menos al grandullón. Semanas después, otro, de otra pandilla, también grande y más bien bobo, lo había sustituido.

Unos días antes de las vacaciones de Navidad me encontré con Nicolás más allá del campo de la Iglesia. Estaba aún más fuerte y grande que la última vez. Pensé que ese Otro le duraría muy poco a nuestro grandullón.

  • Adónde vas, Nico -le pregunté-.

  • ¡Negro! -me respondió apenas con un susurro y esbozando una sonrisa-.

  • ¿No vienes ya al colegio?

    Después de unos segundos me respondió:

  • Mi padre no quiere.

    Más tarde dijo:

  • Ahora me dedico solo al gimnasio. ¡Mira! -ordenó-. Y se agachó junto a uno de los enormes tubos de cemento del descampado y lo levantó del suelo sin apenas esfuerzo. Después dijo:

  • Súbete arriba.

    E, igualmente, volvió a levantar el pesado y enorme tubo conmigo sobre él.

Estuvimos un rato buscando sin mucho éxito peleles hasta que me dijo, con una voz muy baja, que ya estaba preparado para ir a por el Garrotillo y devolverle lo que le debía.

Yo le pregunté que «¿Por qué seguía con eso? ¿Si aún no lo había olvidado?» y él me respondió, con los claros ojos brillando, que «ese muñeco le había hecho mucho daño y que a él no le pegaba nadie».

Ya estaba cayendo la tarde cuando se marchó.

Me quedé preocupado y pensativo, y, por ello, creo, que empecé a seguirlo desde lejos.

Vi cómo se introdujo por el callejón que hay más acá de la fábrica de naranjas, cómo lo recorrió hasta el fondo y cómo después giró a la izquierda por un camino de tierra que llevaba a unas chabolas construidas con todo tipo de materiales. Yo nunca había llegado hasta allí. Todo me era nuevo y extraño. Nicolás se acercó a una de las chabolas, a unos veinte metros y gritó.

  • ¡Eh! Mierda. Sal, si tienes güevos.

    La noche era cálida y pensé que me hubiera dado mucho miedo si ese grito me lo hubiese dirigido a mí.

Escuchamos un chirrido y vi una cancela abriéndose. Me pareció ver, al borde la noche, la silueta canija del Garrotillo.

Cuando éste miró hacia la figura de quien lo increpaba se quedó quieto, pero cuando lo reconoció pude ver un brillo en sus dientes blancos.

  • ¿Qué quieres, maricón? ¿Aún te debo algo? -preguntó con voz estridente.

  • Sí, aún me debes. Tú y tus tres amigos. Y tú me lo vas a pagar ahora -dijo Nicolás con voz clara y recia, segura de sí-.

  • ¡Vete, si no quieres problemas! -volvió a decir el Garrotillo después de soltar una carcajada entre hipos.

Nicolás echó a correr hacia su casi nulo oponente. Cuando se acercó a él se detuvo en seco. Lo miró y pareció dudar.

El Garrotillo, quieto, no dejaba de enseñarle los dientes brillantes. Creo que estos, sus dientes, fueron los que detuvieron a Nicolás. Después aquél dijo algo que no pude o supe oír -parecía el graznido o el chirrido de un insecto- y que hizo que Nicolás recuperara aparentemente sus ganas de lucha. De un salto se lanzó hacia el Garrotillo, pero cuando iba a agarrarlo por la cabeza para destrozar al bicho, tropezó o se le doblaron las rodillas o lo invadió una sensación extraña de arrepentimiento o simplemente se olvidó de dónde estaba o quizás se dejase caer. Pude ver al Garrotillo mirarlo con desprecio. Ahora sí que aprendí lo que esto significaba, y rápidamente sacó, no sé de dónde, una navaja y se la puso a Nicolás en el cuello, diciéndole:

  • Muy bien, maricón. A lo mejor no eres tan inútil y aún puedes limpiarme las botas con la lengua. Venga, maricón, lámelas.

    Yo vi a Nicolás, enorme y fortísimo, agachado de rodillas, lamiéndole las botas, llenas de fango, al Garrotillo. Entonces no pude más y me acerqué corriendo hacia ambos. Empujé al insecto, que se asustó cuando me vio aparecer de repente en mitad de la noche, me abracé a Nicolás, lo ayudé, ahora sí, a levantarse y le dije:

  • ¡Venga! ¡Ya está bien! Volvamos al barrio. Nadie va a saber nunca nada de esto.

Intercambio a tres voces:

 

Primera voz:

HE VENIDO A ESCRIBIRTE, ES DECIR, A SER:


En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo.

Yo al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto.

Oh, cachorro, ¿dónde está tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente

¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros.

Clarice Lispector.


Segunda voz:

SONETO DE LO POSIBLE:


Puede ser que una vez / en un desvelo

descubramos que el mundo es una fiesta

y encontremos al fin esa respuesta

que desde siempre nos esconde el cielo


puede ser que una noche / en algún vuelo

ganemos sin querer alguna apuesta

y advirtamos que un alma está dispuesta

a servirnos de paz y de consuelo


puede ser que el transcurso de los años

nos vaya proponiendo otra corriente

dejándonos con suerte y sin extraños


y aunque en la piel nos queden cicatrices

desde el viejo pasado hasta el presente

puede ser que logremos ser felices.

Mario Benedetti.


Tercera voz:

Ahora que no estás lejos, o que no estás más lejos que lo que no soy, lo sé, creo. Porque pido, porque lloro, porque me lamento, porque te añoro, porque canto, o te canto, creo. Porque digo palabras y al viento las lanzo; pero ¿qué importa el viento si me las devuelve a la cara con un eco agresivo? "Amor", "No te vayas", "Mi vida sin ti es nada",... ¿Qué extraños objetos son estas voces, que siendo mías no las poseo? Marchan, con el viento de cara, hacia un pasado que no conocieron. Y yo frente al viento permanezco con los pies bien plantados sobre la roca. El viento sabe más de mí que yo mismo. Tal vez por ello, quiera lanzarme hacia atrás, junto a mis palabras lanzadas por necesidad. ¿Cómo ser voz para dejarse llevar por este viento sabio? ¡Tan cerca del amor estabas y yo no supe cómo mirarte! El mundo, entonces, era una fiesta. ¡Qué desvelo! Grito: "Enigma" y el viento me responde "Respuesta". Yo creí, ciego entonces, que eras un enigma por desvelar. Hoy sé que tú eras la única respuesta. El viento insiste en repetir mis voces y llevarlas arrastradas hacia atrás, pero yo no soy como ellas, a mí este viento solo me conmueve, pero no puede arrastrarme, porque no soy otra cosa que mi cuerpo. Otra cosa que mi cuerpo no es, no existe, no consiste, tampoco fue, por más que me repita mil veces lo contrario. Alguna noche, en algún vuelo creímos que la felicidad era posible, incluso fácil o inevitable. ¡Qué poderoso el engaño de hacernos creer lo que siempre creímos! Entonces el viento de nuestras ilusiones nos llevaba de un lado a otro sin sentir siquiera que estábamos fijos en el mismo lugar. ¿Ahora? Ni tú ni yo estamos donde entonces ni volveremos a pisar las huellas de la misma orilla, por mucho que sepamos, y así lo gritemos, que esas huellas son las cicatrices que nos abrasa nuestra piel.