Aún no me ha sido posible olvidar aquella noche. Y las sucesivas, vulgares imitaciones, no logran más que recordármela.
Desde muchos días antes la había presentido, después sólo tuve que mirarla o desearla. Tal vez por ello, oculto en la noche, comencé a andar a trozos, a veces incluso parándome en seco y escuchando, hacia su habitación, sin haber soltado aún el vaso de ron que tenía en la mano, sin saber lo que iba o quería o estaba dispuesto a hacer. Cuando finalmente solté el vaso de cristal sobre la repisa del salón aún no sabía lo que iba a hacer ni, por supuesto, cómo se lo tomaría ella. Creo que esto último no me importaba entonces nada. En ese momento creo que fue cuando noté mi sangre fluyendo por todos los ríos de mi cuerpo, palpitando con fuerza en mis sienes y en mis testículos. El gran salón estaba a oscuras y desierto. Solo un pequeño punto de luz, donde se concentraba todo el universo, brillaba en el pomo de la puerta de su habitación. Con decisión acerqué mi mano, lo agarré y lo giré, pero necesitando, implorando incluso, en el fondo salitrero de mis deseos, para evitar la perdición, eso creía entonces, que el pestillo estuviese echado por dentro. Mas el pomo giró y, sin ningún obstáculo ni ningún ruido, la puerta se abrió dulcemente. Pude oler el cuerpo y la respiración de la mulata. Rápidamente, como un felino, traspasé el umbral y cerré el pestillo a mi espalda. Quieto, escuché y velé silencioso el fluir de su sueño.
Lentamente fui quitándome la ropa mientras no podía dejar de contemplarla en la obscuridad de la noche un solo instante. Ella seguía dormida, desapasionada, o eso creía yo. Cuando estaba completamente desnudo me acerqué a su cama. La mulata, de piel de melocotón, en silencio, tenía los ojos abiertos. Creí entonces que tal vez ella me estuviese esperando. Iluso. ¿Desde cuándo? ¿Quizá desde que yo la presintiera? Todavía antes de ver sus ojos abiertos pude contemplar la silueta de la mujer yaciendo sobre el lecho. Sus formas eran redondas, como colinas antiguas dibujadas por el viento y por el agua. La piel de sus brazos y de sus muslos brillaba en la noche. Hacía calor y la humedad era incluso violenta. Ninguna brisa recorría la habitación, aunque la ventana abierta dejaba penetrar un leve rayo de luna. Sentí con fuerza el deseo irrenunciable de ver el cuerpo fibroso y desnudo de la mulata. Sentí enorgullecerse mi glande, independiente, liberándose del prepucio, sentí también cómo mi pene, comenzaba a cobrar vida no como antes, sino con una fuerza hacía tiempo olvidada, prehistórica, se erguía tal si hubiera sido convocado a una cita ineludible y vital. En ese momento, creo, desaparecieron definitivamente todas mis dudas, si es que llegara a tenerlas. No las recordaba entonces. Tampoco las recuerdo ahora.
Cuando me acerqué a la cara de la mulata y alargué mi mano derecha para intentar taparle la boca, vi sus ojos abiertos. No llegué a tocar sus labios, porque ella ya había tomado mi mano con la suya y la había depositado lentamente sobre su hombro. Acerqué mis labios a los de ella y noté el sudor y el vaho caliente que salía de su boca. Ahora puedo recordar su extraño olor a naranjas agrias. Nunca había estado tan cerca de ella. Ni de ella ni de ninguna otra mujer, salvo de mi esposa. Noté cómo se removían mis testículos en su bolsa.
Mientras le retiraba el camisón empecé a besarla y a pasarle la lengua por toda su piel de seda. Después empezó ella a hacer lo mismo con mi piel. Nuestros cuerpos mojados es estremecían. Tal vez sudábamos. Todo está envuelto en una densa niebla que me aleja de mis recuerdos de esa noche. Sus nalgas, de esto estoy seguro, eran duras, fuertes, incluso musculosas. Estuvimos un largo rato besándonos, chupándonos, mirándonos, deseándonos, acariciándonos, respirándonos, olfateándonos, babeándonos, retorciéndonos, estremeciéndonos, apeteciéndonos, enlazándonos, peleándonos, mordiéndonos, apresándonos, derritiéndonos, calcinándonos, buscándonos, huyéndonos, entregándonos hasta que decidí penetrarla con fuerza por detrás, bien regada mi verga con los flujos de su vagina mientras con mi mano derecha le acariciaba el clítoris, con la misma mano con la que antes quisiera, inútilmente, taparle la boca. He de reconocer que me costaba penetrarla, pero ella, empujando, me pedía, con un rostro serio y entregado, que siguiera, que no cejara, que no retrocediera, que no huyera. Disfrutaba mirándola y sintiéndola deshacerse, chorrearse. El sexo no es para cobardes ni para remilgados, creo que llegué a pensar o tal vez esto ocurriese después. Entonces aprendí, creo también, que el sexo o es mezcla, mezcla temeraria y audaz, de fluidos, de saliva, de semen, de olores, de alientos, de sudores,... también de deseos o no es nada.
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