miércoles, 29 de octubre de 2025

Cuestión de incredulidad:

 

Ante todo quisiera dejar claro que ella, la del cuerpo delgado y largo, la que caminaba por la orilla de la playa, o por la orilla de la acera, o de la carretera, con una leve inclinación hacia su lado izquierdo, apenas perceptible, la que indicaba con su generosa nariz el camino que no habría de tomar, pues siempre miraba hacia adelante, pero de soslayo, la que parecía un faro móvil en el borde de todo, de la carretera, de la acera, de la playa, no me importaba nada. Quiero decir la verdad, además, no tengo necesidad de mentir, puesto que ella ya no está ni puede oír lo que estoy diciendo. Y estoy diciendo, que quede claro, que ella no me importaba nada, que nunca me importó nada, pero también quiero decir que, a pesar de ello, yo estaba enloquecido de amor por ella, enloquecido de amor como un joven de quince años: soñaba con ella, la imaginaba en cada momento, simulaba hablar con ella a todas horas, escuchaba su voz detrás de todas las otras voces, apócrifas, y sobre todo veía constantemente sus ojos. Oscuros como la noche, profundos como un pozo sin final, ojos huecos en los que cabían todo tipo de objetos extraños: caracolas marinas, camarones transparentes, girasoles abiertos al sol, cristales de rocas, idolitos del calcolítico, ácaros diminutos, hojas de árboles que eran insectos camuflados, mariposas que volvían a ser gusanos, manchas de aceite irisadas, charcos que reflejaban un cielo azul, lentes para agrandar lo más diminuto, también para acercar lo más lejano, lacre para sellar cartas, telas de sedas multicolores, figuras de nácar, de alabastro, de ámbar, de ébano, de marfil, de carey, de oro también.

Por ello, por mi enloquecido amor la imaginaba despierto, la soñaba mientras dormía, a veces también la soñaba despierto, pero esto no lo puedo confirmar, porque mi amor, ciego, me impedía distinguir cuándo estaba despierto o cuándo no. Recuerdo ahora mi vida de entonces como un continuo sin rupturas, como cuando ves un cuadro o una fotografía, que no te paras a mirar los detalles hasta después, sino que la miras y la ves, no como cuando lees una novela, que la lees sorbito a sorbito, desde la primera página hasta la última y entonces se acaba, sino como una fotografía, que la miras y la ves y no se acaba nunca, porque nunca se olvida. Así era este amor mío que no se acababa, ni se acaba aún, que no se olvida, que permanece, que forma parte de mi naturaleza si me permiten ustedes, señores y señoras del jurado, hablar así, no porque dude de que exista una naturaleza o condición humana, sino porque dude de que esa naturaleza sea la mía, como míos son mis recuerdos o mi memoria, o quizá tampoco estos sean míos y sólo míos.

Iba diciendo que entonces la imaginaba o la soñaba caminando por la orilla de la playa o de la carretera, caminando por el borde, por el fino y delgado borde. Alta y delgada como un faro en la noche. Caminando despacio pero con pasos poco firmes, delicados, miedosos, posados con mucho cuidado, como para no hacerse daño, con sus pies descalzos, con las piedras de filos puntiagudos de la playa, con las conchas rotas, con algún vidrio distraído y arrogante. Desde lejos parecía más pequeña de lo que era. A veces la soñaba o la imaginaba temblando de frío, con la cara y el pelo húmedos por las salpicaduras de las olas del mar. Siempre por el borde de la vida. Creo que era friolera. Empequeñecía con el frío, se encogía, pero no dejaba de caminar, muy despacio, mas sin dejar de avanzar. Caminaba hasta que el sol acababa rompiendo por encima del acantilado. Entonces, lo miraba unos segundos. No sé cómo en mis sueños no se quedaba ciega. Después se giraba hacia el interior del bosque y se perdía entre los arbustos de camarina.

Declaro que nunca supe a qué salía las mañanas a recorrer la orilla del mar. Yo la soñaba o la imaginaba buscando algo: moluscos, conchas, piedras, cantos blancos y desgastados, solitarios, deportistas, pescadores, bañistas, amantes despechados, náufragos, creo que buscaba herirse o herirme a mí, a todos los que en alguna ocasión habían osado hablarle, mirarle, porque una mirada o una palabra también hacen daño, a todo el mundo tal vez. Eso es lo que yo imaginaba o soñaba, que ella buscaba la fórmula para herir al mundo, porque quizá el mundo la hubiese herido a ella también, o no. No obstante, digo todo esto, porque, aunque yo estuviera enamorado de ella, ella a mí no me importaba nada. Quiero decir, que yo no había logrado amarla como creo que ella se había imaginado o había soñado que era el amor. Esto es, yo había sido incapaz de quererla como ella había soñado o imaginado el amor: puro, infantil, descarado, ingenuo, muy simple, muy claro y directo, franco, casi virginal en su pureza, casi prostibulario en su descaro.

Si esto les sirve para juzgarme, háganlo. Si no es así, ustedes verán, pero yo no tengo nada más que contarles. En cuanto a ella, ella, inocente y entregada, sólo consiguió herirse a sí misma.

jueves, 9 de octubre de 2025

Los patios falsos:

 


«¿Quién nos ha dado la esponja capaz de borrar el horizonte?»

(Friedrich Nietzsche, El gay saber. Aforismo 125).


Un locutor de radio hubiera declamado que la mañana de verano lucía espléndida. Y verdaderamente así era.

Armado de valor decidiste iniciar tu viaje por los patios falsos. Estos eran patios interiores a los bloques de pisos pequeños y oscuros, con suelos de cemento, mugrientos las más de las veces y ventanucos en lugar de ventanas, pero los llamábamos falsos porque no pertenecían a dichos bloques. Aunque se encontraban rodeados por éstos, cualquiera, que no fuese del barrio, podía recorrerlos y pasar de uno a otro sin problemas, circulando por el interior de las manzanas, a cielo abierto. Algunos de estos patios habían sido enlosados por los vecinos hacia mucho tiempo, pero la mayoría estaba igual que hacía cuarenta años, sin cuidar, con la tierra sucia y el piso desigual, con yerbas silvestres y secas por anchas extensiones. También tenían su fauna particular.

La mañana, su leve brisa fresca, te había invitado a iniciar tu breve recorrido a través de estos descampados hasta llegar al tuyo propio, al del bloque en que se encontraba tu apartamento, después de cruzar cuatro, tal vez cinco patios, y tú habías aceptado la invitación (o tal vez sea mejor decir que no habías podido rechazarla). El recorrido podría ampliarse a otros diez o doce patios, pero no había motivo, poco era lo que te unía a aquellos por donde apenas habías circulado en los últimos treinta, cuarenta años. Tú sólo querías visitar y cruzar algunos concretos, seleccionados para recordar, creo que dijiste la primera vez, pero es muy probable que la razón fuera otra. ¿Tú la conocías? Más que recordar, como tú te decías, verdaderamente lo que hubieras deseado era retener, recuperar. Iluso. Más que “para recordar” debería haber escrito “por, a causa del recuerdo que no logra borrarse”. ¡Quién tuviera la esponja que pudiese borrar la memoria!

Mirando hacia el cielo limpio, sin nubes, dejaste que te invadiese una forma de extraño vértigo mezclado son alguna gota de desidia y de escasa o nula voluntad. Apenas pisaste el primer patio creíste perder el sentido y caer a la tierra. Pero después de la caída, en el instante siguiente, te viste alzarte y mirar hacia las pequeñas ventanas de los bloques que te rodeaban. Este primero era un patio irregular: tenía seis lados, pero no formaba un hexágono. Todos los bloques que lo circundaban tenían cuatro pisos de altura. Las ventanas eran pequeñas, ya lo he dicho, y oscuras. Algunas tenían las persianas levantadas. Mas la obscuridad del interior hacía imposible distinguir nada, como si la materia, dentro de las habitaciones, se hubiera transfigurado en formas simplemente esbozadas, sin volumen, como si se hubiesen desmaterializado, pensaste. Detuviste tu mirada en la tercera ventana del segundo bloque contando desde tu izquierda. Mirando hacia la obscuridad de su interior creíste ver la forma de una mano delicada levantando un vaso de agua. Después, cuando quisiste concentrar tu mirada en esa mano, ésta, flotando en el espacio interior, desapareció. Tus ojos no lograron ver nada más, pero la imagen de esa mano, o su recuerdo, fue abriéndose paso entre las tinieblas y volvió a revelarse con su piel blanca y su movimiento en el aire limpio de una tarde inmóvil de muchos años atrás. Esa mano, que se balanceaba acompañando el movimiento del cuerpo mientras caminaba junto a tu mano... Tus dedos, que rozaron los suyos; sus dedos, que se detuvieron un instante. Tus dedos, que volvieron a tocar los suyos. Sus dedos, que, finalmente, se agarraron a los tuyos. Tal vez esa mano, levantando el vaso de agua, fuera la misma que se enlazara con la tuya; esto es, quizá, dijiste, lo que hubieras deseado. Hubieras deseado también una ráfaga de aire, el vuelo de un jilguero o un rayo de sol que hubieran colaborado para atraer el rostro, al que pertenecía esa mano, hacia el alfeizar de la ventana y poder contemplarlo. El que tú recordabas era de amplia frente, de presente nariz, de ojos claros y cabello rubio. Ahora, ¿cómo sería ese rostro? Pensaste que tal vez fuera mejor no saberlo. Entonces empezaste a comprender que no era el olvido lo que pretendías, sino más bien... una suerte de liberación de la memoria. Pero esto fue sólo un atisbo de conocimiento, un no-conocimiento propiamente, contaste más tarde, cuando ya creíste comprenderlo todo.

Pisando las yerbas secas fuiste acercándote al segundo patio. Notabas cómo te pesaban las piernas en un desproporcionado cansancio, como desproporcionada era la longitud del patio, cómo avanzabas con dificultad, casi arrastrando los pies, y temiendo tropezar y caer. Te punzaba un dolor agudo en la cabeza, en el lóbulo occipital, en aquella parte en que, dijiste, se produce la visión. Tal vez por ello, empezaste a creer que el sol era un poderoso enemigo, no por su calor, sino por su luz. Poco a poco, lentamente, llegaste a la puerta, en mitad de la tapia, que separaba ambos patios. Lograste cruzar el umbral al borde del desmayo.

Éste segundo patio tenía cinco lados, pero no era un pentágono. Te volvieron a invadir el vértigo y las náuseas. Sentías el dolor en el interior de tu cabeza mientras ésta giraba bajo el sol claro y limpio de la mañana. No llegaste al centro del patio, a pesar de que éste estaba liso y enlosado con baldosas blancas y rojas, como un inmenso tablero de ajedrez. Te imaginaste situado aproximadamente a mitad del tablero, en tierra de nadie, como si estuvieras enfrentado a dos ejércitos de soldados robots o muertos o teledirigidos, contrapuestos frente a frente. Pero al mismo tiempo tú no eras una pieza en juego de esa guerra, creíste. Te encontrabas en mitad de un campo de batalla que no te pertenecía, entre dos ejércitos rivales, fortísimos y en formación de combate. Creíste que el viento comenzó a levantar el polvo acumulado desde más de treinta años atrás, dijiste más tarde. Viento y polvo de alguna guerra de la que no participabas, que no comprendías. Empezaste a sangrar por la nariz. Quizá fuera un golpe, un puñetazo antiguo que ahora venía a cobrarse sus heridas. Apenas lograste ver el puño cerrado y fuerte que sobresalía en la última ventana, la del cuarto, en el rincón más agudo del patio. Allí vivía... ¿Angelines? No lo recuerdas bien. Recordabas mejor los brazos y los puños de su marido cuando alguien te acusó de ser tú quien le robabas los besos de su esposa. No sabes con claridad ahora su nombre, el de ella, pero no olvidas ni el sabor de los puños de su marido ni el de los besos de su esposa. Sus caricias siempre fueron las más delicadas, las más deseadas también, las menos olvidadas, las siempre presentes.

Lentamente fuiste cruzando este segundo patio sin que se te fuera el dolor en el interior del cráneo, y te dirigiste hacia una de las tapias con la entrada que conducía al tercero. Creíste recuperar fuerzas, pero pronto comprendiste que esto era una ilusión. Podría escribir que, según contaste, fuiste arrastrándote como una serpiente, pero sin su agilidad, sin su flexibilidad, por la dificultad que encontrabas en abandonar este recuerdo o por lo débil que te había dejado el mismo o por que añoraras alguna identidad olvidada desde hacía demasiado tiempo. Lentamente, repito, cruzaste el umbral que te condujo al tercer patio. Era más pequeño que los anteriores. Tres lados que formaban un triángulo escaleno. De repente tus ojos, independientes, se fueron desde la tierra del piso, seca y pedregosa, hasta la ventana del segundo situada más cerca del vértice más agudo de la triada de lados y ángulos. Creíste ver, en el interior de la habitación oscura, la silueta, apenas dibujada, de una barbilla y unos labios, apenas medio rostro. Y esto no es poco: los trigonometras miran muy lejos, pensaste. Pero ya no lograste ver más, ni los ojos ni la nariz de ese rostro, aunque con lo ya contemplado era suficiente, llegaste a afirmar. Los labios entrevistos llenaron todo el patio de formas, colores, líneas, luces, sombras, tal que todo este conjunto comenzó a girar y a girar a tu alrededor, en un movimiento ascendente, pero al mismo tiempo inmóvil, porque nada lograba desaparecer o esfumarse, o ¿eras tú quien girabas y girabas abrazado y pegado a unos labios, labios junto a labios, girando en un baile infinito, porque, dijiste, seguía sucediendo en tu cabeza hasta ese mismo instante? Una extraña y fría bruma arañó arrugas en tu frente, recordaste, o en tu mente, añadiste también. Después sólo puedes retener el sabor de la tierra en tu boca y la arena arañando tu garganta reseca. El sol, ya en todo lo alto, generaba entonces, dijiste, un calor propio de un desierto seco, árido y muerto.

Cuando creíste recuperar la calma o el sosiego o la fuerza o la inteligencia o el sentido común o un extraño sentido de lo necesario o de lo pasado o del porvenir o del vulgar interés te fuiste dirigiendo, lentamente, con la mirada fija en el rincón que la tapia formaba con el bloque, donde se hallaba la puerta de salida, pero con la vista nublada por el polvo, por la arena, por el viento, por la fatiga, hacia el lugar donde se encontraba el siguiente umbral de la siguiente puerta del siguiente patio, falso como todos.

Una vez en él te hallaste en la excéntrica abultada de un falso rectángulo: cuatro lados desiguales de bloques de distinta altura. Tu mirada vidriosa se dirigió entonces a la tercera planta del bloque de tres niveles. La tercera ventana desde la izquierda tenía la persiana levantada. Como en los anteriores patios sólo pudiste atisbar un interior oscuro, casi negro. Mas, a fuerza de agudizar la vista, escudriñando, lograste ver, creíste, un seno desnudo. Tal vez, dijiste, no llegases a verlo y solo lo imaginaras, pero esto no significaba nada, dijiste, porque el pecho, visto o imaginado, era el mismo pecho de la muchacha desconocida que lograste arrebatarle a tu esposa años atrás, el día en que ella te confesó que, igual que ti, a ella también le gustaban las mujeres. En un bar nocturno, después de demasiadas copas de bourbon, tú y ella, iniciasteis una absurda competición por ver quién lograba seducir esa noche a una delgada joven extranjera, polaca llegaste a decir, que se encontraba borracha y perdida en aquel antro miserable. Tú ganaste aquella noche esa batalla, pero, más tarde dijiste, que aquella victoria había sido la peor de tus derrotas, porque tu esposa no volvió a aparecer más por el apartamento que compartíais entonces. Tal vez ella, tu esposa de entonces, se llevara consigo la identidad que ahora andabas buscando. Tal vez tú siempre habías sabido que ella la conservaba consigo, porque con ella habías sido feliz, recordaste. Tal vez por ello nunca ya podrás recuperarla, recordarla, creíste y crees aún.

Más tarde solo recordabas que una nube gris se formó de repente y que, tapando el sol, y devolviéndote los ojos, comenzó a descargar en un fuerte chaparrón. El agua fría, mojándote la piel, el cabello, los ojos te fue limpiando de la arena. Tus ojos, llenos de agua o de lágrimas, te recordaron los ojos claros y hechos de lluvia de Angelines, o tal vez fuera de... Las gotas de lluvia iban borrando en su arrastre algunos de los recuerdos, dijiste. No es el olvido lo que busco, afirmaste también, sino lo que no quisiera olvidar ni cambiar ni modificar ni perder. Con ello fuiste entrando en un sopor húmedo y cálido, acogedor. Tal vez te dejaras caer y te golpearas la cabeza y el labio con el suelo de piedra y tierra. El sol, de nuevo, se había abierto el paso a través de la nube y una mañana espléndida de verano lucía en el descampado, como hubiera dicho ese locutor de mierda, mientras un pequeño reptil se calentaba sobre una roca redonda como el huevo de un ave.