Ante todo quisiera dejar claro que ella, la del cuerpo delgado y largo, la que caminaba por la orilla de la playa, o por la orilla de la acera, o de la carretera, con una leve inclinación hacia su lado izquierdo, apenas perceptible, la que indicaba con su generosa nariz el camino que no habría de tomar, pues siempre miraba hacia adelante, pero de soslayo, la que parecía un faro móvil en el borde de todo, de la carretera, de la acera, de la playa, no me importaba nada. Quiero decir la verdad, además, no tengo necesidad de mentir, puesto que ella ya no está ni puede oír lo que estoy diciendo. Y estoy diciendo, que quede claro, que ella no me importaba nada, que nunca me importó nada, pero también quiero decir que, a pesar de ello, yo estaba enloquecido de amor por ella, enloquecido de amor como un joven de quince años: soñaba con ella, la imaginaba en cada momento, simulaba hablar con ella a todas horas, escuchaba su voz detrás de todas las otras voces, apócrifas, y sobre todo veía constantemente sus ojos. Oscuros como la noche, profundos como un pozo sin final, ojos huecos en los que cabían todo tipo de objetos extraños: caracolas marinas, camarones transparentes, girasoles abiertos al sol, cristales de rocas, idolitos del calcolítico, ácaros diminutos, hojas de árboles que eran insectos camuflados, mariposas que volvían a ser gusanos, manchas de aceite irisadas, charcos que reflejaban un cielo azul, lentes para agrandar lo más diminuto, también para acercar lo más lejano, lacre para sellar cartas, telas de sedas multicolores, figuras de nácar, de alabastro, de ámbar, de ébano, de marfil, de carey, de oro también.
Por ello, por mi enloquecido amor la imaginaba despierto, la soñaba mientras dormía, a veces también la soñaba despierto, pero esto no lo puedo confirmar, porque mi amor, ciego, me impedía distinguir cuándo estaba despierto o cuándo no. Recuerdo ahora mi vida de entonces como un continuo sin rupturas, como cuando ves un cuadro o una fotografía, que no te paras a mirar los detalles hasta después, sino que la miras y la ves, no como cuando lees una novela, que la lees sorbito a sorbito, desde la primera página hasta la última y entonces se acaba, sino como una fotografía, que la miras y la ves y no se acaba nunca, porque nunca se olvida. Así era este amor mío que no se acababa, ni se acaba aún, que no se olvida, que permanece, que forma parte de mi naturaleza si me permiten ustedes, señores y señoras del jurado, hablar así, no porque dude de que exista una naturaleza o condición humana, sino porque dude de que esa naturaleza sea la mía, como míos son mis recuerdos o mi memoria, o quizá tampoco estos sean míos y sólo míos.
Iba diciendo que entonces la imaginaba o la soñaba caminando por la orilla de la playa o de la carretera, caminando por el borde, por el fino y delgado borde. Alta y delgada como un faro en la noche. Caminando despacio pero con pasos poco firmes, delicados, miedosos, posados con mucho cuidado, como para no hacerse daño, con sus pies descalzos, con las piedras de filos puntiagudos de la playa, con las conchas rotas, con algún vidrio distraído y arrogante. Desde lejos parecía más pequeña de lo que era. A veces la soñaba o la imaginaba temblando de frío, con la cara y el pelo húmedos por las salpicaduras de las olas del mar. Siempre por el borde de la vida. Creo que era friolera. Empequeñecía con el frío, se encogía, pero no dejaba de caminar, muy despacio, mas sin dejar de avanzar. Caminaba hasta que el sol acababa rompiendo por encima del acantilado. Entonces, lo miraba unos segundos. No sé cómo en mis sueños no se quedaba ciega. Después se giraba hacia el interior del bosque y se perdía entre los arbustos de camarina.
Declaro que nunca supe a qué salía las mañanas a recorrer la orilla del mar. Yo la soñaba o la imaginaba buscando algo: moluscos, conchas, piedras, cantos blancos y desgastados, solitarios, deportistas, pescadores, bañistas, amantes despechados, náufragos, creo que buscaba herirse o herirme a mí, a todos los que en alguna ocasión habían osado hablarle, mirarle, porque una mirada o una palabra también hacen daño, a todo el mundo tal vez. Eso es lo que yo imaginaba o soñaba, que ella buscaba la fórmula para herir al mundo, porque quizá el mundo la hubiese herido a ella también, o no. No obstante, digo todo esto, porque, aunque yo estuviera enamorado de ella, ella a mí no me importaba nada. Quiero decir, que yo no había logrado amarla como creo que ella se había imaginado o había soñado que era el amor. Esto es, yo había sido incapaz de quererla como ella había soñado o imaginado el amor: puro, infantil, descarado, ingenuo, muy simple, muy claro y directo, franco, casi virginal en su pureza, casi prostibulario en su descaro.
Si esto les sirve para juzgarme, háganlo. Si no es así, ustedes verán, pero yo no tengo nada más que contarles. En cuanto a ella, ella, inocente y entregada, sólo consiguió herirse a sí misma.

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