jueves, 30 de octubre de 2008

Una bagatela.

Caminaba, y mientras caminaba dejaba tras de sí su rastro de pobreza. Miraba, y en su mirada quedaban restos de su opresión. Respiraba, y tras su aliento quedaban los vestigios de todas las injusticias vividas. Todo fue contribuyendo a hacerlo más leal, más sumiso, más resignado. Sus dueños estaban satisfechos. Era un perro domesticado.

domingo, 12 de octubre de 2008

Libro de citas: Oliver Twist.

- Fagin -dijo el carcelero.
- Heme aquí -contestó el judío, volviendo en sí-: yo soy un viejo, milord, un pobre viejo.
- Aquí tiene usted dos personas que le quieren hacer algunas preguntas. ¡Fagin! ¡Fagin! ¿Es usted un hombre?
- Ya no lo seré dentro de poco -replicó el judío levantando la cabeza con expresión de rabia y de terror-. ¡Maldición sobre todos ellos! ¿Qué derecho tienen para quitarme la vida? (Charles Dickens, Oliver Twist. Cap. 51. Traducción de José-Félix).

martes, 7 de octubre de 2008

De la espiritualidad del género humano, 2:

Caldeó el baño. Llenó la bañera de agua caliente. Se desnudó, calmosa. Se metió en la bañera. Se relajó. Después se perfumó. Se cortó las uñas de los pies y las de las manos. Se las limó. Peinó su melena rubia. Antes castaña. Se vistió. Se desvistió. Se volvió a vestir. Salió a la calle, calmosa. Se metió en un coche. Alguien la esperaba. Hablaron. No se besaron. Marcharon. Después se apeó del coche. Calmosa se dirigió a la esquina de la calle. Saludó. Sonrió. Se contoneó. Piropeó. Se metió en un coche. Alguien la esperaba. Hablaron. No se besaron. Marcharon.

De la espiritualidad del género humano, 1:

La metafísica idealista que predica la espiritualidad del género humano es la sucia trinchera en la que se refugia el viejo soldado nacional para consolarse de sus servicios prestados a la humanidad.

lunes, 6 de octubre de 2008

Acerca de cómo debe procederse para desprenderse de una ideología:

Una mujer. 38 años. Casada. Dos hijos. En una mañana laboral, como todas. Se despierta. Se levanta de la cama. Se dirige al cuarto de baño. Tropieza con las zapatillas de su marido, ausente ya. Se mira en el espejo. No se reconoce. ¿Los años? Empieza a tocarse la cara, a estirarse la piel. Hacia abajo, hacia arriba. Nunca arriba y abajo fueron tan lo mismo. Sigue estirándose la piel, deformándose la cara. Cada vez se va reconociendo menos. Comienza a desollarse: los pómulos, la frente, la barbilla, las mejillas, la nariz, hasta las orejas. Sigue sin reconocerse. Continúa cuerpo abajo. Ya no le quedan restos de su piel. Se ceba con los músculos y con los tendones. No siente dolor, tampoco placer. Va mostrándose más leve, más grácil, más vaporosa. Ya sabe que no va a reconocerse, pero sigue arrancándose trozos de carne: los carrillos, el pescuezo, la pechuga, la ventresca, los muslos, hasta las pezuñas. Ya no es una mujer, sino su esqueleto sanguinolento que mira, se mira, quieto, frente al espejo, en el espejo. Muertos los dos. Parecen sonreírse.