lunes, 6 de octubre de 2008

Acerca de cómo debe procederse para desprenderse de una ideología:

Una mujer. 38 años. Casada. Dos hijos. En una mañana laboral, como todas. Se despierta. Se levanta de la cama. Se dirige al cuarto de baño. Tropieza con las zapatillas de su marido, ausente ya. Se mira en el espejo. No se reconoce. ¿Los años? Empieza a tocarse la cara, a estirarse la piel. Hacia abajo, hacia arriba. Nunca arriba y abajo fueron tan lo mismo. Sigue estirándose la piel, deformándose la cara. Cada vez se va reconociendo menos. Comienza a desollarse: los pómulos, la frente, la barbilla, las mejillas, la nariz, hasta las orejas. Sigue sin reconocerse. Continúa cuerpo abajo. Ya no le quedan restos de su piel. Se ceba con los músculos y con los tendones. No siente dolor, tampoco placer. Va mostrándose más leve, más grácil, más vaporosa. Ya sabe que no va a reconocerse, pero sigue arrancándose trozos de carne: los carrillos, el pescuezo, la pechuga, la ventresca, los muslos, hasta las pezuñas. Ya no es una mujer, sino su esqueleto sanguinolento que mira, se mira, quieto, frente al espejo, en el espejo. Muertos los dos. Parecen sonreírse.

2 comentarios:

Joaquín dijo...

Para que algo cambie siempre debe mantener algo de lo que era en un principio, de otra manera sería destruirse para crearse de nuevo.
¿Pudo ser una niña lo que vio en el espejo?
¿Pudo reconocerse entonces?

José Manuel Martínez Arias dijo...

El pasado no existe.