Había
una vez.
Había una vez una bufanda
oculta, pero no olvidada, que tenía la extraña virtud de provocar
lágrimas irreprimibles.
Había una vez un muchacho que
no comprendía por qué era invisible a los ojos de sus compañeras y
no podía dejar de lamentarse por ello.
Había una vez un anciano
octogenario que solo lograba recordar a dos muchachas felices y
hermosas que alguna vez lo impresionaron hasta los huesos.
Había una vez una jovenzuela
risueña que disponía como recursos más destacados y poderosos su
inocencia y su timidez.
Había una vez un escritor que
solo podía hacer el amor con el personaje que había ido trazando
lentamente durante toda su vida y esto lo humillaba ante el altar de
su propia conciencia.
Había una vez un joven
obsesionado por la dulce y feroz sensación recién descubierta de
acariciar por primera vez el vello púbico de su chica amada.
Había una vez un plateado pez
apretado en un bolsillo por la mano inmaterial de un ángel que no
era tan malvado como él mismo hubiera creído ser.
Había una vez una mujer madura
que observaba cómo su amor zarpaba en un enorme barco y se alejaba
irremediablemente de un muelle oxidado donde ella permanecía
amarrada.
Había una vez un viejo que se
disolvía en la nostalgia de una tarde de otoño caminando entre
hojas secas y quebradizas.
Había una vez una madre que
enloquecía de soledad.
Había una vez un pervertido que
sentía cómo se excitaba progresivamente en un autobús repleto de
muchachas jóvenes y se perdía en un laberinto de fantasías oscuras
en que se desorientaba su voluntad.
Había una vez un joven viajero
que se lamentaba acodado en la barra de un bar por haber hecho el
amor mil veces con la misma mujer desconocida.
Había una vez una mujer que no
sabía soportar ser feliz.
Había una vez un hombre vestido
de uniforme incapaz de reconocer a la que fue el amor de su vida y
una mujer absorta y sorprendida que huía de la realidad que
observaba.
Había una vez un décimo de
lotería que yacía en un ignoto lugar a la espera de ser
descubierto.
Había una vez un anciano que
recuperó la memoria y se puso a llorar.
Había una vez un niño que
aprendió a convivir con la sombra monstruosa de sus impulsos que
asomaba por detrás de sus hombros.
Había una vez un libro que
dormía en un sótano.
Había una vez una pareja de
novios que separaban sus manos, porque habían llegado a la triste
conclusión racional de no seguir juntos. Ambos lloraban.
Había una vez una relación
amorosa aburrida que continuaba por inercia, por razones físicas.
Había una vez una mujer que
enfermaba repentinamente y que le tenía un miedo terrible y
ancestral a la muerte. Había una vez también un hombre que no sabía
consolarla y ésto lo destruía.
Había una vez un hombre que
miraba sus manos ensangrentadas.
Había una vez una mujer
hermosa, aunque no joven, que conservaba en su corazón lo mejor de
un hombre que no podía recordar quién había sido y ésto la hacía
feliz, porque siempre había querido susurrarle al oído de él todo
lo bueno que llevaba dentro.
Había una vez un muchacho que
escribía en las paredes “Soy lo que soy”.
Había una vez un atleta que
corría en dirección contraria preguntándose: “¿Hacia dónde van
todos?”
Había una vez una bella mujer
que se maquillaba hábilmente y que se vestía con ropa muy ceñida
antes de salir a pasear la noche.
Había una vez un niño con los
ojos muy abiertos que agarraba con fuerzas la mano de su padre que lo
llevaba al mejor espectáculo del mundo.
Había una vez un pobre imbécil
que traicionaba a su mejor amigo y una mujer que le mentía
diciéndole: “No te sientas culpable, amor”.
Había una vez un joven que
escribía poemas de amor.
Había una vez una chica
adolescente que se buscaba donde sabía que no podía encontrarse.
Había una vez un viejo reviejo
que descubría en su corazón lo que nunca había sospechado hallar:
odio, frustración y cobardía.
Había una vez un profesor que
iba a clases nocturnas para aprender a no ser modelo para nadie.
Había una vez una mujer de ojos
negros que se consolaba pensando en el paso del tiempo mientras
contemplaba el Guadalquivir.
Había una vez una abuela que
recordaba y lloraba por haber estado junto a su nieta donde no debió.
Había una vez una mujer que se
había zambullido en piscinas de aguas sucias y gelatinosas.
Había una vez un joven que
miraba cara a cara a su novia reciente.
Había una vez una jovencita de
cabellos dorados que se sorprendía cada vez que pronunciaban su
nombre.
Había una vez un agrimensor que
pretendía comprender los tortuosos senderos de su cerebro.
Había una vez una mujer de rojo
en un prado verde.
Había una vez una mujer negra
que vagabundeaba por las calles mojadas y que contemplaba el cielo
azul reflejado en los charcos irisados por el aceite que dejaban los
coches viejos.
Había una vez un hombre que
quiso vivir como los dioses y se arrepintió hasta el suicidio.
Había una vez un hombre y una
mujer que olvidaron que habían recibido el mejor don de los cielos:
el de existir, el de vivir en un mundo maravilloso y el de ser
conscientes de ello.
Había una vez un hombre negro
de cuarenta años y ningún amigo.
Había una vez un hada que
delicadamente plegaba sus alas junto a un lecho caldeado por el débil
sol de invierno que invadía su habitación.
Había una vez una mujer que era
un tesoro, pero ella no sospechaba nada.
Había una vez una joven que era
el centro del mundo y había una vez un mundo que existía solo para
girar en torno a ella.
Había una vez un gitano que
necesitaba cabalgar sobre un cohete dorado.
Había una vez un grupo de ocho
individuos que se reunía una vez al mes para contarse historias.
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