viernes, 6 de julio de 2018

Una máquina de coser:


Otra máquina de coser.

Cuando dejó el coche en la carretera aún tuvo que andar durante más de quince minutos por senderos casi borrados debido a la imparable expansión de la yerba que en esta época del año, marzo, invadía de vida toda la zona húmeda del valle. No obstante conocía tan bien los senderos que podría haberlos recorrido a ciegas a pesar de los más de veinte años que hacía que no visitaba la región. Llegó a la última curva de la vereda, una curva a la izquierda que después de otros quince minutos más te devolvía de nuevo a la carretera unos kilómetros más arriba. En esa curva cerrada, oculta por la maleza y el tiempo, se escondía una fuente de agua fría y clara, un manantial que solo visitaban algunos animales del bosque cuando querían refrescar sus gargantas, como ahora le ocurría a Inés. Pero Inés no había acudido veinte años después a la fuente para calmar su sed, que agua fresca puede encontrarse en más lugares maravillosos para suerte de los caminantes. A unos metros detrás de la fuente comenzaba un muro de piedras que perimetraba una finca. Detrás del muro una casa semiderruída, abandonada: la casa de sus abuelos maternos. Por ello conocía Inés tan bien el lugar, porque en aquellos parajes había pasado muchos veranos con sus padres, abuelos y hermanos. Allí había corrido, saltado, gritado, jugado, allí había conocido también el amor por las plantas, los árboles, los animales, las rocas que lentamente fue configurando su vida. Aunque la casa había sido invadida por las yerbas, ella podía distinguir perfectamente las distintas dependencias que la formaban: la amplia cocina con una chimenea gigantesca, con capacidad para asar un cochino entero, el salón, las habitaciones, las cuadras,...
¿Qué la había empujado a volver a esta finca familiar abandonada? Verdaderamente Inés no lo sabía. Se engañaba pensando que había vuelto para ver si aún se conservaba en el desván la vieja máquina de coser de su abuela que tanto podía gustarle a su amiga Amalia quien estaba intentando abrirse paso en el mundo de la moda y había puesto una boutique en el centro de Sevilla. Esta máquina no sería solo un detalle estético para la tienda, sino que sería su símbolo y emblema, lo que marcaría su diferencia: calidad, paciencia, artesanía manufacturada, mezcla de novedad y tradición. Pero realmente sabía que la razón de su vuelta al origen era otra. Días antes había descubierto que su marido Antón la engañaba con una de sus colegas de trabajo. Pero no estaba disgustada por ello. Realmente llevaban ya varios meses casi separados: dormían en habitaciones distintas y había días en que sólo se cruzaban en el pasillo o en la cocina, para comunicarse un leve “Hola. ¿Sigues aquí?”. Estaba sorprendida porque había descubierto que su marido Antón no se había enamorado repentinamente de una joven guapa y risueña, sino que llevaba más de veinte años ocultándole sus verdaderos sentimientos hacia la mujer a la que amaba y ella no se había percatado de nada, ni siquiera una ligera sospecha. Por mucho que Antón y ella ya no se quisieran, veinte años son muchos años, y años atrás ella sí que había estado enamorada de Antón. ¿Acaso esto carecía de importancia? Inés sentía que necesitaba meditar y algo la había impulsado a esta vieja y abandonada finca de sus abuelos.
Aún faltaban algunas horas para que el sol se pusiese y se hiciese de noche. Tiempo más que suficiente para meditar y recoger la máquina de coser. Sacó de su bolso una llave grande, y entró en la casa. Subió con dificultad al desván donde sabía que no se encontraba la máquina porque era muy pesada y hubiera costado mucho subirla, pero donde sabía que encontraría cientos de cachivaches viejos. Dentro del cajón de una cómoda de nogal apareció una caja de latón. Allí estaba lo que realmente buscaba: una vieja fotografía de su primo Isidro de quien de joven estuviese enamorada. Con los años se fueron distanciando sus encuentros y finalmente se acabaron separando. Después llegó Antón, el matrimonio, los niños. Isidro la había buscado en la ciudad, pero claro, ella era una señora casada, con familia, en fín, imposible dejarse llevar por la resbaladiza ladera de los sentimientos. Mejor olvidarlos, borrarlos. Ahora, la traición de su marido, aunque ya no lo quisiera, había despertado su amor por su primo y había vuelto su vida una aventura inútil. No sentía la traición por el romance de su marido, sino por lo duradero del mismo, porque mientras él la engañaba, ella había permanecido siéndole fiel a pesar de sus sentimientos hacia su primo. Esto era absolutamente inaceptable. Se sentía vacía, tonta, ridícula. No quería vengarse de su marido, quería vengarse de ella misma, de su torpeza, de su tozudez. Él la había traicionado a ella, pero no a sí mismo; ella, en cambio, se había traicionado a sí misma y esto era lo que no podía perdonarle a él, aunque sabía que la única culpable verdaderamente era ella. Era ella la que debía pagar por su traición.
Bajó al salón a recoger la máquina de coser, la metió en una carretilla vieja y comenzó el camino de vuelta al coche. Quince minutos de ida se convirtieron en una hora de vuelta. Cuando llegó a la carretera, estaba agotada no solo físicamente; durante esa hora de camino no paró de darle vueltas a su culpabilidad, a su traición consigo misma. Metió la máquina en el asiento trasero del coche y se sentó al volante. Arrancó, comenzó a conducir y al mirar por el espejo retrovisor vió la vieja máquina de coser de su abuela que la miraba con sus filos metálicos brillantes. Parecía que la máquina le sonriese. Eso hizo que se despistara y que no viera un piedra grande en el camino, una curva a la izquierda y el árbol en el que se empotró terminando en él sus días y sus pensamientos. Tal vez solo una muerte inútil y absurda podría corresponder a una traición igualmente absurda e inútil y tal vez Inés no mereciera este relato que le escribo.
Firmado: Isidro.

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