Otra máquina de coser.
El
escaparate era tan pequeño, tan mal iluminado, tan poco atractivo
que bien podría decirse que la tienda carecía de él, y, en
consecuencia, que la tienda no era tal. La puerta era igualmente
pequeña, como una puerta cualquiera de un apartamento actual y,
además, estaba embutida entre los muros de un anchísimo umbral al
que se llegaba después de bajar cinco escalones. Más que tienda de
antigüedades, parecía sótano. Pero una vez dentro, la tienda
cobraba vida: una infinidad de objetos viejos parecían mirarte y
decirte: “¿Qué haces ahí parado? ¿No ves que aún estamos
activos? Venga. Utilízanos con respeto”. Entre las diferentes
zonas umbrías podías encontrar lámparas de aceite, quinqués,
cuadros, alguna escultura, imágenes de madera con motivos religiosos
o mitológicos, muebles de más de cien años, objetos metálicos
como astrolabios o telescopios simples, lupas, gafas, máquinas de
escribir, un piano junto a un violoncelo, taburetes tallados con
filigranas de diferentes maderas, tableros de ajedrez y piezas de
marfil o de cristal, copas, cubiertos de plata, ajuares de cerámica
pirograbada,... pero en el fondo de la última sala estaba la joya
que llamaba toda mi atención: una máquina de coser que había
pertenecido a mi bisabuelo materno y que después de peripecias
varias había ido a parar a aquella tienda de antigüedades de
Madrid. Era una máquina que había sido fabricada en Londres por el
mismo Thomas Saint a finales del siglo XVIII. Estaba construída en
madera de haya, amarilla, con cajones en la base para guardar los
hilos y las agujas, uno de ellos -el de la izquierda- con una pequeña
muesca en la parte trasera, pero con el corazón y la rueda de acero,
y la manivela de baquelita negra. Parecía abandonada en el rincón
de la sala, tal vez porque ella había conocido algunas historias que
harían que cualquiera envejeciera cien años en minutos de haberlas
podido conocer. Yo había sido testigo indirecto de algunas de ellas.
Era una máquina maldita como el lector podrá comprender si continúa
leyendo esta inesperada historia.
Mi
bisabuelo había adquirido la máquina en uno de sus viajes a tierras
británicas a mediados del siglo XIX. El vendedor se lo había
advertido varias veces: “No le vendo la máquina, se la regalo,
porque quiero deshacerme de ella. Esta máquina me ha traído mala
suerte y de seguro que se la traerá a quien pase a ser su dueño”.
Mi bisabuelo, que era un hombre de ciencias y que no creía ni en la
mala ni en la buena suerte, decidió quedarse con la máquina, dado
que seguro que le encantaría a su joven esposa. Incluso le dio algo
de dinero al vendedor, más pendiente de deshacerse del aparato que
del dinero que pudiera recibir por él. Perfectamente embalada en una
caja de pino la transportó en una carreta hasta el puerto que debía
traerlo de vuelta a España. Y digo que debía traerlo, porque no más
partir del puerto, no más salir por la bocana, una roca imprevista,
una ola más alta de lo normal o un viento repentinamente impetuoso
abrieron una grieta en el casco de la nave que acabó hundiendo el
barco a dos millas de la orilla. Cuando los tres pesqueros
auxiliadores llegaron al lugar del naufragio ya habían perecido en
las aguas del Canal de la Mancha más de dos tercios del pasaje. Mi
bisabuelo logró salvar la vida gracias a que pudo subirse a uno de
los escasos botes salvavidas. La caja de pino que contenía la
máquina apareció en la superficie del mar apenas unos minutos
después de la llegada de los salvadores y después de varias horas
estaba de nuevo junto a su dueño, que comenzó a mirar a la caja y a
la máquina que yacía en su interior con no pocas reticencias. Sus
convicciones ilustradas eran demasiado fuertes como para que
desapareciesen por un lamentable accidente. Así que decidió volver
a embarcar días después junto a su máquina con destino a Santander
y esta vez no ocurrieron ni accidentes ni ningún otro problema. No
obstante, días después, cuando mi bisabuelo llegó a Madrid,
decidió, sin dar explicaciones, ocultar la máquina en lo más
profundo del sótano de su casa y jamás la sacó de allí ni se la
mostró a nadie. Parece ser que nunca le habló a nadie de la
máquina, y que nunca insinuó siquiera nada que pudiera hacerle
pensar a nadie que la máquina estaba maldita, pero tampoco lo
contrario. En el sótano de la casa de Madrid permaneció la máquina
durante años, ignorada por todos, hasta que mis abuelos maternos
decidieron reformar la casa.
Mi
abuela era una mujer de mediana edad, felizmente casada con su marido
y con cinco hijos. La más pequeña de todos sería, algunos años
después, mi madre. Mi abuelo dirigía la agencia central del Banco
de Inglaterra en Madrid, y como todas las familias felices de la
época, su vida transcurría entre lo aburrido, lo cursi, lo
tradicional y la perpetua falsa indignación que les provocaban los
políticos y que animaba las conversaciones de salón de todos los
burgueses castellanos del momento. Probablemente no tendría nada
interesante que contar de ellos a no ser por la máquina de coser
recién descubierta por mi abuela. Nada más verla en el sótano, la
mandó limpiar y la colocó en la salita de estar para tenerla a su
disposición cuando ella quisiera. Mandó llamar a un técnico que la
regulase y que le enseñase su uso, y a una costurera que la iniciase
en los primeros conocimientos sobre patrones y confecciones más o
menos delicadas y difíciles. Semanas después decidió que ya era
hora de comenzar a coser y por ello le pidió a la costurera que le
enviase un patrón para hacerle unas faldas a su hermana Marisa, mi
tía abuela. La tarde fue nefasta. Nada más salir de casa, una vez
dejados en ella los patrones, la costurera fue atropellada por un
carro. La rueda del dicho carro le aplastó una mano y quedó manca
desde aquel día. Pero ella tuvo suerte, dado que el técnico que
había enseñado el manejo de la máquina a mi abuela, apareció
cadáver esa misma noche. Unos ladrones le habían asestado cinco
puñaladas en el vientre que acabaron por desangrarlo en minutos,
probablemente para robarle el dinero que esa misma mañana había
cobrado de mi abuela. Pobre hombre, no tuvo tiempo de gastar lo que
ya había trabajado. Claro que mi abuela no asoció entonces la mala
suerte de ambos con la máquina de coser. Por ello inició la labor
de las faldas de su hermana sin ningún temor.
Marisa
debía estar contentísima aquella tarde en que iba a estrenar la
falda de flores que le había hecho su hermana. Esa tarde habría
baile en la Plaza Mayor y de seguro que la falda le traería suerte y
animaría al mozo por el que ella suspiraba a que se le acercase y le
pidiese bailar. Nada de lo cual ocurrió como ella esperaba: el mozo
tenía las pretensiones que Marisa imaginaba, pero destinadas a otra
moza, vecina y lo más estúpido que podía encontrarse en Madrid.
Esto provocó lagrimas en los ojos de Marisa, pero las lágrimas se
convirtieron en auténticos arroyos cuando comenzó a sentir una
picazón en sus piernas. “Hermana, volvamos a casa que no aguanto
más. Me pican las piernas y por más que me rasco no se me calman”.
“Hermana, por favor, deja ya de hablar con todos y volvamos a
casa”. Cuando llegaron a casa ya llevaba varias calles con las
faldas levantadas, porque no aguantaba ni el más leve roce con la
tela. Tenía las piernas ensangrentadas, absolutamente desolladas. De
cintura para abajo en lugar de piernas tenía una par de masas
amorfas cubiertas de pus y de sangre. Algo le comía las carnes y
dejaba sus piernas en los huesos. Nunca más logró andar y, por
supuesto, nunca nadie volvió a verle las piernas. Todos asociaron
los picores a alguna reacción alérgica a la tela y asunto
lamentablemente zanjado, pero a nadie se le ocurrió que el problema
podría venir de otro lado.
Desde
entonces mi abuela comenzó a coser como loca con la máquina. Como
loca literalmente, porque loca se volvió: cosía y cosía y no hacía
otra cosa que coser, pero no cosía nada, es decir, no utilizaba
patrones ni medía las hechuras de nadie, simplemente cosía telas
con telas, trapos con trapos, pantalones con pantalones como si
confeccionara trajes para monstruos de diez piernas. “Sofía”, le
decía mi abuelo, “¿pero qué haces todos los días en la salita
cosiendo esas cosas tan raras”. “¿Tan raras?”, respondía
ella. “No entiendes nada. Eres un burro. ¿No ves que si los uno no
se separan?”. “¿Qué le ocurre a Sofía?”, se preguntaba mi
abuelo. Una tarde mi abuela se llegó a coser los dedos de las manos
y los labios de la boca. Mi abuelo, desesperado, la ingresó en un
sanatorio, pero aunque la descosieron, nunca más volvió a abrir la
boca para decir nada.
Podría
contar algunas historias más que ocurrieron en mi familia hasta que
todos se percataron del poder maléfico y trastornador de la máquina
de coser inglesa. Mi abuelo intentó deshacerse de ella, regalarla,
arrojarla al Manzanares, pero era imposible: siempre ocurría algo
que hacía que la máquina volviera al sótano. No sé cómo
finalmente mi padre logró legarla a un viajante de Toledo. Y ahora
me la encuentro en esta tienda de antigüedades. Sé que es la misma
porque tiene una muesca en la parte trasera del primer cajoncito de
la izquierda, como ya refiriese. La miro fijamente y siento que ella
también me está mirando. Empiezo a sentir un ligero temblor, noto
que me falta el aire, que no puedo respirar. Me asfixio. Con
dificultades agarro un perchero y, con fuerzas, la emprendo contra la
máquina. “O la rompo a ella o ella me rompe a mí, o la rompo a
ella o ella me rompe a mí”. El dueño de la tienda me sujeta por
los brazos, me impide golpear la máquina, me saca de la sala y me
aleja de ella. Empiezo a calmarme y observo de lejos a la máquina
que parece sonreírme con espíritu burlón. “Caballero, si no le
gusta la máquina, pues no la compre, pero no la rompa que ayer mismo
la encontré junto a un canal de riego. Déjela que alguien la
querrá”. Miro con desaprobación al tendero y pienso: “Alguien
la querrá. ¿Quién será el desgraciado que se dejará seducir por
ese corazón de acero?”