viernes, 6 de julio de 2018

Tienda de antigüedades:


Otra máquina de coser.

El escaparate era tan pequeño, tan mal iluminado, tan poco atractivo que bien podría decirse que la tienda carecía de él, y, en consecuencia, que la tienda no era tal. La puerta era igualmente pequeña, como una puerta cualquiera de un apartamento actual y, además, estaba embutida entre los muros de un anchísimo umbral al que se llegaba después de bajar cinco escalones. Más que tienda de antigüedades, parecía sótano. Pero una vez dentro, la tienda cobraba vida: una infinidad de objetos viejos parecían mirarte y decirte: “¿Qué haces ahí parado? ¿No ves que aún estamos activos? Venga. Utilízanos con respeto”. Entre las diferentes zonas umbrías podías encontrar lámparas de aceite, quinqués, cuadros, alguna escultura, imágenes de madera con motivos religiosos o mitológicos, muebles de más de cien años, objetos metálicos como astrolabios o telescopios simples, lupas, gafas, máquinas de escribir, un piano junto a un violoncelo, taburetes tallados con filigranas de diferentes maderas, tableros de ajedrez y piezas de marfil o de cristal, copas, cubiertos de plata, ajuares de cerámica pirograbada,... pero en el fondo de la última sala estaba la joya que llamaba toda mi atención: una máquina de coser que había pertenecido a mi bisabuelo materno y que después de peripecias varias había ido a parar a aquella tienda de antigüedades de Madrid. Era una máquina que había sido fabricada en Londres por el mismo Thomas Saint a finales del siglo XVIII. Estaba construída en madera de haya, amarilla, con cajones en la base para guardar los hilos y las agujas, uno de ellos -el de la izquierda- con una pequeña muesca en la parte trasera, pero con el corazón y la rueda de acero, y la manivela de baquelita negra. Parecía abandonada en el rincón de la sala, tal vez porque ella había conocido algunas historias que harían que cualquiera envejeciera cien años en minutos de haberlas podido conocer. Yo había sido testigo indirecto de algunas de ellas. Era una máquina maldita como el lector podrá comprender si continúa leyendo esta inesperada historia.
Mi bisabuelo había adquirido la máquina en uno de sus viajes a tierras británicas a mediados del siglo XIX. El vendedor se lo había advertido varias veces: “No le vendo la máquina, se la regalo, porque quiero deshacerme de ella. Esta máquina me ha traído mala suerte y de seguro que se la traerá a quien pase a ser su dueño”. Mi bisabuelo, que era un hombre de ciencias y que no creía ni en la mala ni en la buena suerte, decidió quedarse con la máquina, dado que seguro que le encantaría a su joven esposa. Incluso le dio algo de dinero al vendedor, más pendiente de deshacerse del aparato que del dinero que pudiera recibir por él. Perfectamente embalada en una caja de pino la transportó en una carreta hasta el puerto que debía traerlo de vuelta a España. Y digo que debía traerlo, porque no más partir del puerto, no más salir por la bocana, una roca imprevista, una ola más alta de lo normal o un viento repentinamente impetuoso abrieron una grieta en el casco de la nave que acabó hundiendo el barco a dos millas de la orilla. Cuando los tres pesqueros auxiliadores llegaron al lugar del naufragio ya habían perecido en las aguas del Canal de la Mancha más de dos tercios del pasaje. Mi bisabuelo logró salvar la vida gracias a que pudo subirse a uno de los escasos botes salvavidas. La caja de pino que contenía la máquina apareció en la superficie del mar apenas unos minutos después de la llegada de los salvadores y después de varias horas estaba de nuevo junto a su dueño, que comenzó a mirar a la caja y a la máquina que yacía en su interior con no pocas reticencias. Sus convicciones ilustradas eran demasiado fuertes como para que desapareciesen por un lamentable accidente. Así que decidió volver a embarcar días después junto a su máquina con destino a Santander y esta vez no ocurrieron ni accidentes ni ningún otro problema. No obstante, días después, cuando mi bisabuelo llegó a Madrid, decidió, sin dar explicaciones, ocultar la máquina en lo más profundo del sótano de su casa y jamás la sacó de allí ni se la mostró a nadie. Parece ser que nunca le habló a nadie de la máquina, y que nunca insinuó siquiera nada que pudiera hacerle pensar a nadie que la máquina estaba maldita, pero tampoco lo contrario. En el sótano de la casa de Madrid permaneció la máquina durante años, ignorada por todos, hasta que mis abuelos maternos decidieron reformar la casa.
Mi abuela era una mujer de mediana edad, felizmente casada con su marido y con cinco hijos. La más pequeña de todos sería, algunos años después, mi madre. Mi abuelo dirigía la agencia central del Banco de Inglaterra en Madrid, y como todas las familias felices de la época, su vida transcurría entre lo aburrido, lo cursi, lo tradicional y la perpetua falsa indignación que les provocaban los políticos y que animaba las conversaciones de salón de todos los burgueses castellanos del momento. Probablemente no tendría nada interesante que contar de ellos a no ser por la máquina de coser recién descubierta por mi abuela. Nada más verla en el sótano, la mandó limpiar y la colocó en la salita de estar para tenerla a su disposición cuando ella quisiera. Mandó llamar a un técnico que la regulase y que le enseñase su uso, y a una costurera que la iniciase en los primeros conocimientos sobre patrones y confecciones más o menos delicadas y difíciles. Semanas después decidió que ya era hora de comenzar a coser y por ello le pidió a la costurera que le enviase un patrón para hacerle unas faldas a su hermana Marisa, mi tía abuela. La tarde fue nefasta. Nada más salir de casa, una vez dejados en ella los patrones, la costurera fue atropellada por un carro. La rueda del dicho carro le aplastó una mano y quedó manca desde aquel día. Pero ella tuvo suerte, dado que el técnico que había enseñado el manejo de la máquina a mi abuela, apareció cadáver esa misma noche. Unos ladrones le habían asestado cinco puñaladas en el vientre que acabaron por desangrarlo en minutos, probablemente para robarle el dinero que esa misma mañana había cobrado de mi abuela. Pobre hombre, no tuvo tiempo de gastar lo que ya había trabajado. Claro que mi abuela no asoció entonces la mala suerte de ambos con la máquina de coser. Por ello inició la labor de las faldas de su hermana sin ningún temor.
Marisa debía estar contentísima aquella tarde en que iba a estrenar la falda de flores que le había hecho su hermana. Esa tarde habría baile en la Plaza Mayor y de seguro que la falda le traería suerte y animaría al mozo por el que ella suspiraba a que se le acercase y le pidiese bailar. Nada de lo cual ocurrió como ella esperaba: el mozo tenía las pretensiones que Marisa imaginaba, pero destinadas a otra moza, vecina y lo más estúpido que podía encontrarse en Madrid. Esto provocó lagrimas en los ojos de Marisa, pero las lágrimas se convirtieron en auténticos arroyos cuando comenzó a sentir una picazón en sus piernas. “Hermana, volvamos a casa que no aguanto más. Me pican las piernas y por más que me rasco no se me calman”. “Hermana, por favor, deja ya de hablar con todos y volvamos a casa”. Cuando llegaron a casa ya llevaba varias calles con las faldas levantadas, porque no aguantaba ni el más leve roce con la tela. Tenía las piernas ensangrentadas, absolutamente desolladas. De cintura para abajo en lugar de piernas tenía una par de masas amorfas cubiertas de pus y de sangre. Algo le comía las carnes y dejaba sus piernas en los huesos. Nunca más logró andar y, por supuesto, nunca nadie volvió a verle las piernas. Todos asociaron los picores a alguna reacción alérgica a la tela y asunto lamentablemente zanjado, pero a nadie se le ocurrió que el problema podría venir de otro lado.
Desde entonces mi abuela comenzó a coser como loca con la máquina. Como loca literalmente, porque loca se volvió: cosía y cosía y no hacía otra cosa que coser, pero no cosía nada, es decir, no utilizaba patrones ni medía las hechuras de nadie, simplemente cosía telas con telas, trapos con trapos, pantalones con pantalones como si confeccionara trajes para monstruos de diez piernas. “Sofía”, le decía mi abuelo, “¿pero qué haces todos los días en la salita cosiendo esas cosas tan raras”. “¿Tan raras?”, respondía ella. “No entiendes nada. Eres un burro. ¿No ves que si los uno no se separan?”. “¿Qué le ocurre a Sofía?”, se preguntaba mi abuelo. Una tarde mi abuela se llegó a coser los dedos de las manos y los labios de la boca. Mi abuelo, desesperado, la ingresó en un sanatorio, pero aunque la descosieron, nunca más volvió a abrir la boca para decir nada.
Podría contar algunas historias más que ocurrieron en mi familia hasta que todos se percataron del poder maléfico y trastornador de la máquina de coser inglesa. Mi abuelo intentó deshacerse de ella, regalarla, arrojarla al Manzanares, pero era imposible: siempre ocurría algo que hacía que la máquina volviera al sótano. No sé cómo finalmente mi padre logró legarla a un viajante de Toledo. Y ahora me la encuentro en esta tienda de antigüedades. Sé que es la misma porque tiene una muesca en la parte trasera del primer cajoncito de la izquierda, como ya refiriese. La miro fijamente y siento que ella también me está mirando. Empiezo a sentir un ligero temblor, noto que me falta el aire, que no puedo respirar. Me asfixio. Con dificultades agarro un perchero y, con fuerzas, la emprendo contra la máquina. “O la rompo a ella o ella me rompe a mí, o la rompo a ella o ella me rompe a mí”. El dueño de la tienda me sujeta por los brazos, me impide golpear la máquina, me saca de la sala y me aleja de ella. Empiezo a calmarme y observo de lejos a la máquina que parece sonreírme con espíritu burlón. “Caballero, si no le gusta la máquina, pues no la compre, pero no la rompa que ayer mismo la encontré junto a un canal de riego. Déjela que alguien la querrá”. Miro con desaprobación al tendero y pienso: “Alguien la querrá. ¿Quién será el desgraciado que se dejará seducir por ese corazón de acero?”

La sonrisa del camello:


Otra máquina de coser.

Creo que todo debió de comenzar la tarde en que padre llegó a casa sonriendo y con una mujer sujeta a su mano. A mí y a mi hermana Inés nos dijo: “ahora ésta es vuestra mama”. Después me dio a mí una caja pequeña y a mi hermana una grande. Mi caja contenía un coche de juguete; la de mi hermana no la abrimos hasta el día siguiente. Inés ni siquiera miró a la caja; la miró a ella, a la mujer, rubia de cejas negras, alta, canija, olía a tabaco, sonreía sin enseñar los dientes; después a mi padre, viejo, gordo, bizco, calvo, apestaba a sudor. Inés se encerró en su cuarto y no quiso hablar con nadie. “Ya se le pasará”, le dijo mi padre a mi nueva mama. A la mañana siguiente le llevé la caja a Inés y le dije desde detrás de la puerta de su habitación: “Ábreme, Inés”. “¿Duermes?”. Ella no respondió, pero yo sabía que estaba despierta, que no había dormido en toda la noche porque toda la noche la había estado escuchando pasearse por su habitación, gimotear, hablar, canturrear. Finalmente ella abrió la puerta y me dejó entrar. Yo le llevaba la caja en las manos. Ella no quería abrirla, pero lo hizo por mí. Era una granja de animales. Sí, ahí debió de comenzar todo, cuando empezó a jugar con los animales. Les hablaba y ellos parecía que también le hablaban a ella: las vacas, los caballos, los cerdos, las gallinas, los patos.
Nuestra madre verdadera había muerto cuando nací yo. Inés había nacido unos minutos antes, pero mi padre siempre la culpó a ella de su muerte. Él decía de Inés que se parecía a su madre, a la verdadera, a la muerta. Ella, Inés, hablaba poco. Solo hablaba conmigo y con los animales de la granja. Quizá es que yo soy un poco animal, como dice padre. A los patos les decía: “¡A nadar, patosos!” y los metía en el fregadero. “No te quejes, patón”, “ni tú tampoco, patotito”. Ella era así; hablaba con los animales de plástico. Pero con ello no le hacía daño a nadie.
Un día, ya más mayor, llegó a casa corriendo y le pregunté: “¿De dónde vienes?”. “He ido al zoo”, me dijo. “¿Y qué has visto allí?”, insistí. He visto monos y a padre besándose con la mama detrás de un arbusto. “Asquerosos”, dijo. Ella iba mucho al zoo para hablar con los animales. Una vez estuvo bisbiseando con una serpiente durante más de dos horas. Eso le sentaba bien, porque después sonreía un buen rato sin decir nada, ni siquiera a mí.
Una vez le pregunté: “¿Inés, por qué a mí no me hablan los animales?”. Ella me dijo: “Sí que te hablan. Eres tú, que debes estar sordo”. “Pero Inés, a ti sí que te escucho”. Ella sonreía mientras callaba. Siempre sonreía, pero su sonrisa no era como la de la mama; a Inés no le importaba enseñar los dientes.
Después de aquel día en que volvió corriendo del zoo, empezó a hablar también con las cosas que parecían animales, aunque no fueran animales. Una cuerda en el suelo podía ser una serpiente, (“no la pises”, gritaba) o un bote de lejía sobre un mueble de la cocina, una lechuza dormida. Siempre encontraba motivos para hablar con ellos. Les daba órdenes y las recibía también. Nunca la vi jugar con insectos como escorpiones o cucarachas. Ni con peces, con ninguno. Hablaba sobre todo con animales amables y hablaba de cosas amables. Inés no sabía mentir.
Otro día empezó a decir que las cucharas eran libélulas y comenzó a arrojarlas por el aire. Padre se enfadó mucho con ella aquel día, le riñó chillándole y la castigó en su habitación, le quitó todos los animales de la granja y los tiró al cubo de la basura; la mama salió de casa sin decir nada y con el cubo en la mano. Más tarde volvió con padre, pero volvió llorando, con el cubo vacío en una mano.
Después todo siguió yendo cada vez peor. Gritos, reproches, llantos, castigos, golpes. Hasta que finalmente Inés mató a padre. Le clavó un cuchillo de cocina en el corazón.

Cuénteme. Qué ocurrió”.
Susurrando: “Qué ocurrió”.
Sí, eso, dígame, qué ocurrió en ese momento”.
Susurrando otra vez: “¿en ese momento?”. “Creo que tenía un pez en la mano”.
¿Un pez? ¿Cómo un pez?”.
Sí. Estaba frío y húmedo. Quería escurrírseme”.
¿Y qué más?”, preguntaba con firmeza el doctor.
¿Qué más? No lo sé... Un olor ácido emanaba de su boca. Muy cerca de la mía. Mi pecho aplastado contra su pecho”.
¿Entonces decidió matarlo?”
¿Entonces?... ¿Matarlo? No... Pero qué dice usted. Yo quiero a mi padre. Fue el pez que quiso escapar, pero lo agarré con fuerzas y lo sujeté contra su pecho... Entonces... dije: “No te escaparás”. Y lo apreté fuertemente contra su pecho. Me pareció que se hundía en él, en el pecho de padre, que quería escaparse a través de él”.
¿Le clavó el cuchillo? ¿Entonces le clavó el cuchillo?”
¿Cuchillo? ¿Qué cuchillo? Era un pez. Ya se lo he dicho: era un pez.”
¿Fue en ese momento cuando le preguntó si sentía el movimiento de la hoja en su corazón?”
No. Yo no pregunté nada”.
¿Entonces? ¿Quién preguntó? Su hermano dice que la escuchó decir eso. Usted quería matarlo. No quiera engañarme.”
Ya se lo dije. Fue el camello.”
¿El camello? ¿Qué camello?”
Había un camello en el salón. Con una enorme joroba y una gran rueda de carro en su lomo. Él me avisó que se me escapaba el pez, y él preguntó eso que usted ha dicho”.
Pero de qué camello habla usted”.
De ese camello. Está ahí”, dijo señalando con el dedo índice hacia la máquina de coser de su abuela que la miraba desde el rincón.
El doctor miró hacia el rincón y allí estaba la vieja máquina Singer brillando con la luz que penetraba por la ventana. Después el doctor suspiró y dijo: “He terminado. Esquizofrenia paranoide acompañada de alucinaciones auditivas y visuales”.
El doctor se giró sin ver la sonrisa que el camello le dirigía desde el rincón del salón a mi hermanita Inés.

Una máquina de coser:


Otra máquina de coser.

Cuando dejó el coche en la carretera aún tuvo que andar durante más de quince minutos por senderos casi borrados debido a la imparable expansión de la yerba que en esta época del año, marzo, invadía de vida toda la zona húmeda del valle. No obstante conocía tan bien los senderos que podría haberlos recorrido a ciegas a pesar de los más de veinte años que hacía que no visitaba la región. Llegó a la última curva de la vereda, una curva a la izquierda que después de otros quince minutos más te devolvía de nuevo a la carretera unos kilómetros más arriba. En esa curva cerrada, oculta por la maleza y el tiempo, se escondía una fuente de agua fría y clara, un manantial que solo visitaban algunos animales del bosque cuando querían refrescar sus gargantas, como ahora le ocurría a Inés. Pero Inés no había acudido veinte años después a la fuente para calmar su sed, que agua fresca puede encontrarse en más lugares maravillosos para suerte de los caminantes. A unos metros detrás de la fuente comenzaba un muro de piedras que perimetraba una finca. Detrás del muro una casa semiderruída, abandonada: la casa de sus abuelos maternos. Por ello conocía Inés tan bien el lugar, porque en aquellos parajes había pasado muchos veranos con sus padres, abuelos y hermanos. Allí había corrido, saltado, gritado, jugado, allí había conocido también el amor por las plantas, los árboles, los animales, las rocas que lentamente fue configurando su vida. Aunque la casa había sido invadida por las yerbas, ella podía distinguir perfectamente las distintas dependencias que la formaban: la amplia cocina con una chimenea gigantesca, con capacidad para asar un cochino entero, el salón, las habitaciones, las cuadras,...
¿Qué la había empujado a volver a esta finca familiar abandonada? Verdaderamente Inés no lo sabía. Se engañaba pensando que había vuelto para ver si aún se conservaba en el desván la vieja máquina de coser de su abuela que tanto podía gustarle a su amiga Amalia quien estaba intentando abrirse paso en el mundo de la moda y había puesto una boutique en el centro de Sevilla. Esta máquina no sería solo un detalle estético para la tienda, sino que sería su símbolo y emblema, lo que marcaría su diferencia: calidad, paciencia, artesanía manufacturada, mezcla de novedad y tradición. Pero realmente sabía que la razón de su vuelta al origen era otra. Días antes había descubierto que su marido Antón la engañaba con una de sus colegas de trabajo. Pero no estaba disgustada por ello. Realmente llevaban ya varios meses casi separados: dormían en habitaciones distintas y había días en que sólo se cruzaban en el pasillo o en la cocina, para comunicarse un leve “Hola. ¿Sigues aquí?”. Estaba sorprendida porque había descubierto que su marido Antón no se había enamorado repentinamente de una joven guapa y risueña, sino que llevaba más de veinte años ocultándole sus verdaderos sentimientos hacia la mujer a la que amaba y ella no se había percatado de nada, ni siquiera una ligera sospecha. Por mucho que Antón y ella ya no se quisieran, veinte años son muchos años, y años atrás ella sí que había estado enamorada de Antón. ¿Acaso esto carecía de importancia? Inés sentía que necesitaba meditar y algo la había impulsado a esta vieja y abandonada finca de sus abuelos.
Aún faltaban algunas horas para que el sol se pusiese y se hiciese de noche. Tiempo más que suficiente para meditar y recoger la máquina de coser. Sacó de su bolso una llave grande, y entró en la casa. Subió con dificultad al desván donde sabía que no se encontraba la máquina porque era muy pesada y hubiera costado mucho subirla, pero donde sabía que encontraría cientos de cachivaches viejos. Dentro del cajón de una cómoda de nogal apareció una caja de latón. Allí estaba lo que realmente buscaba: una vieja fotografía de su primo Isidro de quien de joven estuviese enamorada. Con los años se fueron distanciando sus encuentros y finalmente se acabaron separando. Después llegó Antón, el matrimonio, los niños. Isidro la había buscado en la ciudad, pero claro, ella era una señora casada, con familia, en fín, imposible dejarse llevar por la resbaladiza ladera de los sentimientos. Mejor olvidarlos, borrarlos. Ahora, la traición de su marido, aunque ya no lo quisiera, había despertado su amor por su primo y había vuelto su vida una aventura inútil. No sentía la traición por el romance de su marido, sino por lo duradero del mismo, porque mientras él la engañaba, ella había permanecido siéndole fiel a pesar de sus sentimientos hacia su primo. Esto era absolutamente inaceptable. Se sentía vacía, tonta, ridícula. No quería vengarse de su marido, quería vengarse de ella misma, de su torpeza, de su tozudez. Él la había traicionado a ella, pero no a sí mismo; ella, en cambio, se había traicionado a sí misma y esto era lo que no podía perdonarle a él, aunque sabía que la única culpable verdaderamente era ella. Era ella la que debía pagar por su traición.
Bajó al salón a recoger la máquina de coser, la metió en una carretilla vieja y comenzó el camino de vuelta al coche. Quince minutos de ida se convirtieron en una hora de vuelta. Cuando llegó a la carretera, estaba agotada no solo físicamente; durante esa hora de camino no paró de darle vueltas a su culpabilidad, a su traición consigo misma. Metió la máquina en el asiento trasero del coche y se sentó al volante. Arrancó, comenzó a conducir y al mirar por el espejo retrovisor vió la vieja máquina de coser de su abuela que la miraba con sus filos metálicos brillantes. Parecía que la máquina le sonriese. Eso hizo que se despistara y que no viera un piedra grande en el camino, una curva a la izquierda y el árbol en el que se empotró terminando en él sus días y sus pensamientos. Tal vez solo una muerte inútil y absurda podría corresponder a una traición igualmente absurda e inútil y tal vez Inés no mereciera este relato que le escribo.
Firmado: Isidro.