Otra máquina de coser.
Creo
que todo debió de comenzar la tarde en que padre llegó a casa
sonriendo y con una mujer sujeta a su mano. A mí y a mi hermana Inés
nos dijo: “ahora ésta es vuestra mama”. Después me dio a mí
una caja pequeña y a mi hermana una grande. Mi caja contenía un
coche de juguete; la de mi hermana no la abrimos hasta el día
siguiente. Inés ni siquiera miró a la caja; la miró a ella, a la
mujer, rubia de cejas negras, alta, canija, olía a tabaco, sonreía
sin enseñar los dientes; después a mi padre, viejo, gordo, bizco,
calvo, apestaba a sudor. Inés se encerró en su cuarto y no quiso
hablar con nadie. “Ya se le pasará”, le dijo mi padre a mi nueva
mama. A la mañana siguiente le llevé la caja a Inés y le dije
desde detrás de la puerta de su habitación: “Ábreme, Inés”.
“¿Duermes?”. Ella no respondió, pero yo sabía que estaba
despierta, que no había dormido en toda la noche porque toda la
noche la había estado escuchando pasearse por su habitación,
gimotear, hablar, canturrear. Finalmente ella abrió la puerta y me
dejó entrar. Yo le llevaba la caja en las manos. Ella no quería
abrirla, pero lo hizo por mí. Era una granja de animales. Sí, ahí
debió de comenzar todo, cuando empezó a jugar con los animales. Les
hablaba y ellos parecía que también le hablaban a ella: las vacas,
los caballos, los cerdos, las gallinas, los patos.
Nuestra
madre verdadera había muerto cuando nací yo. Inés había nacido
unos minutos antes, pero mi padre siempre la culpó a ella de su
muerte. Él decía de Inés que se parecía a su madre, a la
verdadera, a la muerta. Ella, Inés, hablaba poco. Solo hablaba
conmigo y con los animales de la granja. Quizá es que yo soy un poco
animal, como dice padre. A los patos les decía: “¡A nadar,
patosos!” y los metía en el fregadero. “No te quejes, patón”,
“ni tú tampoco, patotito”. Ella era así; hablaba con los
animales de plástico. Pero con ello no le hacía daño a nadie.
Un
día, ya más mayor, llegó a casa corriendo y le pregunté: “¿De
dónde vienes?”. “He ido al zoo”, me dijo. “¿Y qué has
visto allí?”, insistí. He visto monos y a padre besándose con la
mama detrás de un arbusto. “Asquerosos”, dijo. Ella iba mucho al
zoo para hablar con los animales. Una vez estuvo bisbiseando con una
serpiente durante más de dos horas. Eso le sentaba bien, porque
después sonreía un buen rato sin decir nada, ni siquiera a mí.
Una
vez le pregunté: “¿Inés, por qué a mí no me hablan los
animales?”. Ella me dijo: “Sí que te hablan. Eres tú, que debes
estar sordo”. “Pero Inés, a ti sí que te escucho”. Ella
sonreía mientras callaba. Siempre sonreía, pero su sonrisa no era
como la de la mama; a Inés no le importaba enseñar los dientes.
Después
de aquel día en que volvió corriendo del zoo, empezó a hablar
también con las cosas que parecían animales, aunque no fueran
animales. Una cuerda en el suelo podía ser una serpiente, (“no la
pises”, gritaba) o un bote de lejía sobre un mueble de la cocina,
una lechuza dormida. Siempre encontraba motivos para hablar con
ellos. Les daba órdenes y las recibía también. Nunca la vi jugar
con insectos como escorpiones o cucarachas. Ni con peces, con
ninguno. Hablaba sobre todo con animales amables y hablaba de cosas
amables. Inés no sabía mentir.
Otro
día empezó a decir que las cucharas eran libélulas y comenzó a
arrojarlas por el aire. Padre se enfadó mucho con ella aquel día,
le riñó chillándole y la castigó en su habitación, le quitó
todos los animales de la granja y los tiró al cubo de la basura; la
mama salió de casa sin decir nada y con el cubo en la mano. Más
tarde volvió con padre, pero volvió llorando, con el cubo vacío en
una mano.
Después
todo siguió yendo cada vez peor. Gritos, reproches, llantos,
castigos, golpes. Hasta que finalmente Inés mató a padre. Le clavó
un cuchillo de cocina en el corazón.
“Cuénteme.
Qué ocurrió”.
Susurrando:
“Qué ocurrió”.
“Sí,
eso, dígame, qué ocurrió en ese momento”.
Susurrando
otra vez: “¿en ese momento?”. “Creo que tenía un pez en la
mano”.
“¿Un
pez? ¿Cómo un pez?”.
“Sí.
Estaba frío y húmedo. Quería escurrírseme”.
“¿Y
qué más?”, preguntaba con firmeza el doctor.
“¿Qué
más? No lo sé... Un olor ácido emanaba de su boca. Muy cerca de la
mía. Mi pecho aplastado contra su pecho”.
“¿Entonces
decidió matarlo?”
“¿Entonces?...
¿Matarlo? No... Pero qué dice usted. Yo quiero a mi padre. Fue el
pez que quiso escapar, pero lo agarré con fuerzas y lo sujeté
contra su pecho... Entonces... dije: “No te escaparás”. Y lo
apreté fuertemente contra su pecho. Me pareció que se hundía en
él, en el pecho de padre, que quería escaparse a través de él”.
“¿Le
clavó el cuchillo? ¿Entonces le clavó el cuchillo?”
“¿Cuchillo?
¿Qué cuchillo? Era un pez. Ya se lo he dicho: era un pez.”
“¿Fue
en ese momento cuando le preguntó si sentía el movimiento de la
hoja en su corazón?”
“No.
Yo no pregunté nada”.
“¿Entonces?
¿Quién preguntó? Su hermano dice que la escuchó decir eso. Usted
quería matarlo. No quiera engañarme.”
“Ya
se lo dije. Fue el camello.”
“¿El
camello? ¿Qué camello?”
“Había
un camello en el salón. Con una enorme joroba y una gran rueda de
carro en su lomo. Él me avisó que se me escapaba el pez, y él
preguntó eso que usted ha dicho”.
“Pero
de qué camello habla usted”.
“De
ese camello. Está ahí”, dijo señalando con el dedo índice hacia
la máquina de coser de su abuela que la miraba desde el rincón.
El
doctor miró hacia el rincón y allí estaba la vieja máquina Singer
brillando con la luz que penetraba por la ventana. Después el doctor
suspiró y dijo: “He terminado. Esquizofrenia paranoide acompañada
de alucinaciones auditivas y visuales”.
El
doctor se giró sin ver la sonrisa que el camello le dirigía desde
el rincón del salón a mi hermanita Inés.
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