viernes, 6 de julio de 2018

La sonrisa del camello:


Otra máquina de coser.

Creo que todo debió de comenzar la tarde en que padre llegó a casa sonriendo y con una mujer sujeta a su mano. A mí y a mi hermana Inés nos dijo: “ahora ésta es vuestra mama”. Después me dio a mí una caja pequeña y a mi hermana una grande. Mi caja contenía un coche de juguete; la de mi hermana no la abrimos hasta el día siguiente. Inés ni siquiera miró a la caja; la miró a ella, a la mujer, rubia de cejas negras, alta, canija, olía a tabaco, sonreía sin enseñar los dientes; después a mi padre, viejo, gordo, bizco, calvo, apestaba a sudor. Inés se encerró en su cuarto y no quiso hablar con nadie. “Ya se le pasará”, le dijo mi padre a mi nueva mama. A la mañana siguiente le llevé la caja a Inés y le dije desde detrás de la puerta de su habitación: “Ábreme, Inés”. “¿Duermes?”. Ella no respondió, pero yo sabía que estaba despierta, que no había dormido en toda la noche porque toda la noche la había estado escuchando pasearse por su habitación, gimotear, hablar, canturrear. Finalmente ella abrió la puerta y me dejó entrar. Yo le llevaba la caja en las manos. Ella no quería abrirla, pero lo hizo por mí. Era una granja de animales. Sí, ahí debió de comenzar todo, cuando empezó a jugar con los animales. Les hablaba y ellos parecía que también le hablaban a ella: las vacas, los caballos, los cerdos, las gallinas, los patos.
Nuestra madre verdadera había muerto cuando nací yo. Inés había nacido unos minutos antes, pero mi padre siempre la culpó a ella de su muerte. Él decía de Inés que se parecía a su madre, a la verdadera, a la muerta. Ella, Inés, hablaba poco. Solo hablaba conmigo y con los animales de la granja. Quizá es que yo soy un poco animal, como dice padre. A los patos les decía: “¡A nadar, patosos!” y los metía en el fregadero. “No te quejes, patón”, “ni tú tampoco, patotito”. Ella era así; hablaba con los animales de plástico. Pero con ello no le hacía daño a nadie.
Un día, ya más mayor, llegó a casa corriendo y le pregunté: “¿De dónde vienes?”. “He ido al zoo”, me dijo. “¿Y qué has visto allí?”, insistí. He visto monos y a padre besándose con la mama detrás de un arbusto. “Asquerosos”, dijo. Ella iba mucho al zoo para hablar con los animales. Una vez estuvo bisbiseando con una serpiente durante más de dos horas. Eso le sentaba bien, porque después sonreía un buen rato sin decir nada, ni siquiera a mí.
Una vez le pregunté: “¿Inés, por qué a mí no me hablan los animales?”. Ella me dijo: “Sí que te hablan. Eres tú, que debes estar sordo”. “Pero Inés, a ti sí que te escucho”. Ella sonreía mientras callaba. Siempre sonreía, pero su sonrisa no era como la de la mama; a Inés no le importaba enseñar los dientes.
Después de aquel día en que volvió corriendo del zoo, empezó a hablar también con las cosas que parecían animales, aunque no fueran animales. Una cuerda en el suelo podía ser una serpiente, (“no la pises”, gritaba) o un bote de lejía sobre un mueble de la cocina, una lechuza dormida. Siempre encontraba motivos para hablar con ellos. Les daba órdenes y las recibía también. Nunca la vi jugar con insectos como escorpiones o cucarachas. Ni con peces, con ninguno. Hablaba sobre todo con animales amables y hablaba de cosas amables. Inés no sabía mentir.
Otro día empezó a decir que las cucharas eran libélulas y comenzó a arrojarlas por el aire. Padre se enfadó mucho con ella aquel día, le riñó chillándole y la castigó en su habitación, le quitó todos los animales de la granja y los tiró al cubo de la basura; la mama salió de casa sin decir nada y con el cubo en la mano. Más tarde volvió con padre, pero volvió llorando, con el cubo vacío en una mano.
Después todo siguió yendo cada vez peor. Gritos, reproches, llantos, castigos, golpes. Hasta que finalmente Inés mató a padre. Le clavó un cuchillo de cocina en el corazón.

Cuénteme. Qué ocurrió”.
Susurrando: “Qué ocurrió”.
Sí, eso, dígame, qué ocurrió en ese momento”.
Susurrando otra vez: “¿en ese momento?”. “Creo que tenía un pez en la mano”.
¿Un pez? ¿Cómo un pez?”.
Sí. Estaba frío y húmedo. Quería escurrírseme”.
¿Y qué más?”, preguntaba con firmeza el doctor.
¿Qué más? No lo sé... Un olor ácido emanaba de su boca. Muy cerca de la mía. Mi pecho aplastado contra su pecho”.
¿Entonces decidió matarlo?”
¿Entonces?... ¿Matarlo? No... Pero qué dice usted. Yo quiero a mi padre. Fue el pez que quiso escapar, pero lo agarré con fuerzas y lo sujeté contra su pecho... Entonces... dije: “No te escaparás”. Y lo apreté fuertemente contra su pecho. Me pareció que se hundía en él, en el pecho de padre, que quería escaparse a través de él”.
¿Le clavó el cuchillo? ¿Entonces le clavó el cuchillo?”
¿Cuchillo? ¿Qué cuchillo? Era un pez. Ya se lo he dicho: era un pez.”
¿Fue en ese momento cuando le preguntó si sentía el movimiento de la hoja en su corazón?”
No. Yo no pregunté nada”.
¿Entonces? ¿Quién preguntó? Su hermano dice que la escuchó decir eso. Usted quería matarlo. No quiera engañarme.”
Ya se lo dije. Fue el camello.”
¿El camello? ¿Qué camello?”
Había un camello en el salón. Con una enorme joroba y una gran rueda de carro en su lomo. Él me avisó que se me escapaba el pez, y él preguntó eso que usted ha dicho”.
Pero de qué camello habla usted”.
De ese camello. Está ahí”, dijo señalando con el dedo índice hacia la máquina de coser de su abuela que la miraba desde el rincón.
El doctor miró hacia el rincón y allí estaba la vieja máquina Singer brillando con la luz que penetraba por la ventana. Después el doctor suspiró y dijo: “He terminado. Esquizofrenia paranoide acompañada de alucinaciones auditivas y visuales”.
El doctor se giró sin ver la sonrisa que el camello le dirigía desde el rincón del salón a mi hermanita Inés.

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