“Produciendo al punto un tipo de
brillante acero, forjó una
enorme hoz y luego explicó
el plan a sus hijos.
Armada de valor dijo afligida en su corazón:
¡Hijos míos y de soberbio padre!
Si queréis seguir mis instrucciones,
podremos vengar
el cruel ultraje de vuestro padre;
pues él fue el primero en maquinar
odiosas acciones'.”
(Hesíodo, Teogonía. 160-166)
Ahora no veo más que un mar lechoso..., como si un magma blanco lo invadiese todo.
Parece que empiezo a distinguir algo, apenas unas líneas finas que comienzan a surgir en ese magma pringoso y blanquecino.
Creo que voy distinguiendo a una mujer sentada a una mesa, junto a un ventanal que da a una calle invisible.
Escucho cómo la mujer pronuncia palabras apenas audibles. Logro distinguir algo así como “De entrante, una ensalada de wakame”.
Veo ahora a la mujer que espera en silencio y paciente la llegada del plato. Mientras parece deleitarse imaginando, tal vez, el aspecto del alga, o su olor o su sabor. Tal vez pensase: “Al final... siempre acabo pidiendo lo mismo. Y ¿para qué? No me gusta el wakame. El wakame le gustaba a él, al que fue mi marido”.
¿Cómo puede ser que yo sepa lo que imagina, siente o piensa esa mujer desconocida? ¿Qué es ese magma pringoso y blanco que lo invade todo borrando espacios y objetos, destacando otros? Parece una memoria debilitada, un puzle con piezas perdidas.
Ahora la ve pensar en su marido, muerto hacía seis años. Seis años de lento, pero progresivo rejuvenecimiento de esa mujer paciente. Día a día. “Su marido”, se decía, “salpimentaba su vida con extravagancias y ocurrencias necias; pero si no conseguía llamar la atención de la manera que él había previsto, entonces se enfadaba, gritaba o se marchaba. Gustaba aderezar todos sus actos con abundantes dosis de soberbia. Esto es lo que a ella siempre le disgustó: su soberbia”, creía o pensaba o se decía o imaginaba o recordaba o soñaba o añoraba.
“Ella, tan joven y bella entonces, cuando lo conoció, tan inocente... que parecía una princesa de cuentos infantiles”. Tal vez creyese que se había enamorado de él, tan bruto y tan tosco, tan varonil, pensaría entonces. “Idiota”, se decía. “Realmente nunca lo había amado”, pero eso solo lo supo más tarde, cuando ya habían nacido los gemelos.
Mirando la ensalada podía ver a través del gelatinoso wakame la risa desmedida -y los dientes manchados de verde- de su marido de entonces. ¡Cuánto deseó su muerte! ¡Cuántas veces imaginó su cadáver depositado sobre una losa de mármol! ¡Cuántas veces se había despertado, en mitad de la noche, soñando que lo asesinaba sin dificultad alguna y sin que él llegase a sospechar nunca nada. ¡Qué zafio, orgulloso y pedante imbécil era quien la estaba destruyendo día a día, lentamente! Tal vez fuera entonces, hace ya tantos años, cuando decidiera, tal vez sin saberlo, que era ella la que antes debería acabar con él. Tal vez ella ni siquiera llegara a decidirlo nunca.
Ahora aparece de nuevo el camarero depositando cuidadosamente sobre la mesa el rainbow de pez mantequilla con sésamo rosa y masago. En ese instante la mujer, que muestra ahora rasgos que me resultan familiares, empieza a recordar el momento lejano en que supo que la decisión ya había sido tomada; decisión que se iba a convertir en el principio fundamental de todas sus posteriores acciones, en el único y fundamental sentido de su vida.
Ahora observa cómo la mujer comienza a sentir el fuerte y penetrante olor del masago -olor que le hizo recordar el fuerte y agrio sudor de su marido-. Entonces le vino a la despedezada memoria el momento en que la estrategia comenzó a fraguarse en su espíritu. Fue una mañana de verano volviendo de la compra. Las bolsas estaban tan llenas que las hojas de los puerros y de las zanahorias sobresalían de ellas. Él debió verla volver a casa desde lejos, porque cuando se le torció el tobillo y las naranjas y las patatas rodaron por el suelo, él se acercó en un instante, y recogiéndolo todo y ayudándola a levantarse, se mostró seriamente preocupado por ella. La torcedura fue tan ligera que ni siquiera llegó a provocarle un leve esguince, pero fue suficiente para que ella descubriera que su soberbia le impedía a él aceptar que su esposa fuese una desvalida desprotegida. “Entonces”, pensó, “aprendí a hacerme la víctima; primero ante él y después ante mis dos hijos de entonces y ante el tercero que nacería más tarde. Verdaderamente mi marido hacía grandes esfuerzos por lograr que yo me encontrara bien, pero yo ya había decidido acabar con él sin prisas, lentamente”, pensaba o se decía o recordaba o se imaginaba o ansiaba. “Esa sería la estrategia: empequeñecerme”, se decía, “hasta casi intentar desaparecer, desvanecerme en el aire, para que él fuese sacrificándose, muriendo por mí, día a día hasta que no pudiera más, hasta que cediese o se rindiese o abandonase y decidiese dejarse morir: debía lograr que un ser tan soberbio acabara claudicando rindiéndose a la muerte como un viejo prematuro”. “Contaría además con la ayuda de mis hijos”, pensaba.
Ahora es el gunkan de huevas de trucha lo que le recordó la mirada de sus hijos gemelos cuando les decía: “Debéis cuidar de vuestra madre que está enfermita”. Al principio ellos la miraban y no parecían comprender mucho, pero poco a poco, día a día, el mensaje fue penetrando en sus cabecitas toscas y con apenas seis añitos ya estaban ayudando en la casa y, después, en la cocina. “Siempre me llamó la atención”, pensó, “lo rápido que me obedecían”. Cuando nació el tercero, Iván, todo fue mucho más fácil. “Iván siempre fue mi ojito y mi mano derechos. Siempre. Tenía una voluntad tan docil, tan doblegada, que podría decirse que mi Iván no tenía voluntad. ¡Se parecía tanto a su padre! Era como tenerlo a él de niño, como si yo hubiera pasado a ser la madre de mi infante marido”. “Cuando a veces llamaba y decía “Iván””, recordaba ahora, “se volvían los dos a la vez: la versión infantil de mi marido y la versión ajada de mi hijo”. “¿Me puedes colocar bien la almohada?”, preguntaba. “Y los dos se acercaban al instante para, cada uno por un lado, ajustarme la almohada en mis riñones o en mi espalda o en mi cuello o en mi cabeza. Una mirada mía bastaba para llamar sus atenciones y dirigir sus voluntades”. “Era mi sueño realizándose”, se decía.
Ahora observo cómo ante el camarero llegan unos nigiris de salmón dulce con hueva verde que fueron deslizando en su memoria el día en que tomó la decisión de acabar definitivamente con todo, con aquella farsa inútil, dotando así de sentido a su vida. Tal vez llevara meses observando que la estrategia había dejado de ser efectiva, que no avanzaba. Tal vez se había cansado de que su marido y sus hijos, sobre todo el joven Iván, la obedecían en todo. Pero... “aquello no era suficiente”, pensaba y yo la oía. “Parecía que a él le siguiera gustando esa vida miserable que le hacía llevar”. Tal vez decidiese o tal vez no lo decidiese, al menos con la lucidez que toda decisión debe suponer, que debía forzar la situación y poner de una vez a sus hijos frente a frente de su marido. Sobre todo al joven Iván. El más fiel, el más obediente, el más leal, el menos inteligente.
Los temakis de atún picante le recordaron el momento en que le dijo a Iván. “Tienes que saber algo de tu padre, Iván”. “Quiero que desconfíes de él”. “Es mentiroso, Iván” y “sabe hacer mucho daño, Iván”. “Cuídate de él, que no te haga a ti el daño que me hace a mí, Iván”.
Y así fue día a día carcomiendo su confianza hacia su padre, alejándolo de él. Enseñándole a odiarlo. La mujer sabía que igual que el amor, el odio también se aprende.
Después la mujer recordó que solo tuvo que decirle: “Si alguna vez te hace daño o te engaña, dímelo, Iván, que yo sé cómo ayudarte”, “que yo sé lo que tenemos que hacer para ayudarte” y “mi niño, yo quiero ayudarte siempre”.
Hasta que un día prendió la llama y fue el hijo quien dijo: “yo también quiero ayudarte, mamá, pero no sé cómo hacerlo”. “¿Cómo podemos acabar con papá?”
“No digas esas cosas, Iván”, “no son bonitas y no deben decirse”. “Tampoco deben pensarse, cariño, ni desearse”, mintió.
Por último, veo en ese mar lechoso al camarero traer un licor de arroz y entonces observó que la mujer, tan cercana ahora, como si fuera yo misma mirándome a través de sus ojos, no puede dejar de recordar, mientras saborea el dulce licor, el terrible y esperado momento en que su hijo Iván, de quince años entonces, agarró a su padre por detrás y cortó con decisión su cuello con el cuchillo nakiri que entonces teníamos en la cocina y que tanto gustaba a su marido. “¡A él le encantaba la comida japonesa! Y a mí, desde entonces, también”. ¡Qué placer, recuerda o imagina o revive, le produjo ver brotar la sangre caliente de ese gordo pescuezo de guarro seboso con orejas y pelos de cerdo! Fue un verdadero deleite carnal”.
Ahora la mujer sonríe recordando que va a cenar a ese restaurante japonés porque le trae a la memoria siempre el limpio corte de aquél nakiri de diecisiete centímetros que hizo de su vida una vida con sentido y plena de un pasado recuperado, y porque siente un inevitable deleite al rememorar el golpe del cuerpo sobre las losas del suelo limpio de la cocina.
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