martes, 13 de octubre de 2020

Blanco sobre blanco:

 


¡Oh miserable estado! ¡Oh mal tamaño!

Garcilaso de la Vega, Soneto XIII.


¿Qué ha ocurrido esta noche de enorme luna llena?” -pensaba en su taller el escultor Albo Blanco, el hombre a quien nadie creía, una mañana de aire limpio y sol radiante-.


Recordaba... o tal vez no. Tal vez lo soñara. Recordaba, creía el escultor Albo Blanco, el hombre a quien nadie hablaba, cómo la piel de sus piernas había sentido una caricia mientras dormía, una caricia desde tiempos añorada, haciéndolo estremecer no de miedo, no de pavor, de sensibilidad más bien, como un cosquilleo, un roce físico, carnal, demasiado carnal sobre todo para un hombre que hacía veinte años a quien nadie tocaba.

Debío ser la luna grande y blanca de anoche, su hechizo, o, tal vez, el vino de la cena que mal me sentara” -concluía y sentenciaba Albo Blanco, el hombre al que nadie susurraba.

Pero qué hechizo o qué vino habían logrado nunca hacer que Albo Blanco sintiera en su piel nunca nada nunca. Esto no tenía sentido. Desde hacía veinte años dormía solo en un enorme cuadrado acolchado de más de dos metros y medio de lado. No podía ser tal o cual. El roce había sido “real”. Ahí estaba el misterio: el roce de unos dedos y de unos pies recorriendo sus pantorrillas, lenta y suavemente, cálidamente, había sido “real”.


Hacía algunos meses que el escultor Albo Blanco, el hombre que siempre dudaba, había comenzado a no distinguir entre lo que ocurría dentro y lo que ocurría fuera, dentro y fuera eran dos ámbitos que se confundían, dos senderos que se cruzaban y que impedían que Albo Blanco, el escultor del que nadie jamás hablaba, pudiese distinguir entre sus realidades y su deseo.

Este cruce de caminos”, pensaba Albo Blanco, el hombre que siempre quiso escapar de las garras del tiempo, “debió comenzar o terminar el día que adquiriese el último bloque de mármol blanco, ese en el que, había pensado, podía volcar su desidia desbastándolo hasta convertirlo en una delicada y escurridiza ninfa del bosque o dríade de los árboles”.


Aléjate de los cruces”, le había susurrado veinte años atrás una vieja doncella, más vieja que doncella, pero sin duda sobretodo sibila, en el oído que se volviese sordo desde entonces. “Aléjate de los cruces”, siguió escuchando por siempre el hombre Albo Blanco Triste, quien solo tuviese siempre oídos solo para sus propios pensamientos. “Centrípetos estos”, pensaba él cuando una voz surgida de no se sabe dónde repetía en eco: “centrífugos, Albo Blanco, centrífugos. Como la circunferencia que rodea tu corazón Triste”.


Cuando en la cantera divisó a lo lejos el enorme bloque blanco, el hombre que siempre dudaba, no dudó. Vio en el bloque o dentro del bloque o debajo de la superficie del bloque, una delicada nínfula lechosa como la luna, una dríade inmaculada como joven vestal risueña de ojos inocentes. Ojos que escrutaban directamente los suyos y labios que decían “Amor. ¿Dónde estuviste tanto tiempo?”.

Inmediatamente, nada más trasladar el bloque de mármol blanco a su taller, el escultor Albo Blanco Triste, el hombre que jamás sonreía, comenzó a besar la piedra, que lo suyo nunca fue esculpir, cincel en mano, y saliva en los labios. Primero fue arrancando todos los ángulos sobrantes de los bordes y después, poco a poco, fue llegando adonde se encontraban los pies de la ninfa para ir delicadamente liberándolos. El hombre que siempre callaba no esculpía, liberaba a base de besos salidos de su cincel y de su martillo. La noche parecía no caer nunca aquel día. Una luna llena enorme y blanca presidía el cielo en su inmensidad nocturna. Pero el hombre es débil y se cansa haciéndose fácilmente capturar por el sueño plácido de una noche de verano. “Esa debió ser la primera vez”, pensaba Albo Blanco, el hombre que jamás imaginaba proyectos futuros, “la primera vez que un delicado y plácido escalofrío recorrió mi piel pantorrilla arriba. Tan delicado fue...”, pensaba Albo Blanco el solitario, “que apenas si logró despertarme”. Un vago recuerdo conservaba en su memoria siempre tan efímera, siempre tan vacía, Albo Blanco, el hombre que no poseía memoria.


Veintiocho noches besando la piedra y liberando formas hasta la siguiente luna blanca en que el escultor, vencido por el sueño y el placer de un trabajo bien hecho, en su ancho cuadrilátero dejóse arrastrar por la pendiente resbaladiza de sus ensoñaciones. Hasta que, de nuevo, a mitad de la noche y en medio del ring, unas piernas lisas y suaves como de piel de niño lo hicieron estremecerse tal si hubiese sido atravesado por un rayo de luz divina en el centro de la circunferencia que rodeaba su corazón asustado. Ahora, el escultor Albo Blanco tampoco dudaba. La pierna y los dedos que habían rozado su piel no eran, no podían ser de hecho, más que los de la nínfula o dríade que sus manos habían terminado de esculpir antes de que el sueño lo condujese al cuadrilátero blanco de los milagros.


A la mañana siguiente Albo Blanco pudo comprobar cómo su pelo, de pronto más largo y rizado, estaba manchado de polvo blanco, de tiza, de cal, de yeso, o de polvo de mármol. Pero Albo Blanco no tenía tiempo de dedicarse a comprobaciones inútiles, a lamentaciones, a fruslerías o a contemplaciones ridículas. Albo Blanco, el hombre que siempre miraba hacia atrás, ahora tenía una tarea, un destino, un proyecto, un objetivo, un motivo, una luz blanca que le mostraba el sendero único que no era cruzado por ningún otro. Tenía que dedicarse integramente a la liberación de su dríade, de su ninfa de los bosques, de su dafne atrapada en cárcel de mármol. Para la siguiente luna debía haber terminado el flexionado cuerpo dúctil de la diosa y sobre todo su rostro blanco, sus ojos ingenuos y curiosos, sus labios delicados que no dejaban de decir: “Amor, ¿dónde estuviste tanto tiempo?”. Y así fue. Veintiocho días, con sus noches, que estuvo el escultor Albo Blanco, el hombre que jamás aprendió a decir “no”, cincel en mano, liberando el rostro y el cuerpo de su delicada dafne escurridiza hasta la siguiente noche de llena luna blanca, que presidiera el inmenso cielo azul oscuro y escoltada por estrellas más vigorosas a medida que más se alejaran del centro de su circunferencia de plata.

Tal vez no fuese la luna, tal vez fuese el vino, tal vez fuesen los dos quienes cegaron a Albo Blanco Esperanzado, el hombre que jamás quiso caminar solo, quienes impidieron que durante ese mes este escultor, apasionado y arrebatado por su ideal, no viese en ningún instante su rostro y su pelo y su piel reflejados en ningún espejo de plata o de azogue o en un vulgar vidrio sucio de ventana vieja. Lo cierto es que Albo Blanco, el ciego, no supo ver cómo su rostro y su piel fueron lentamente volviéndose blancos, marmóreos, y cómo su pelo creció recio y amarillo como rayos de sol. El escultor Albo Blanco, el hombre que no quería mirar, no supo ver que se estaba poco a poco convirtiendo en un blanco apolo enamorado. Sí que pudo notar cómo las articulaciones parecían petrificarse día a día. Pero esto qué podía importarle a él que estaba ocupado en liberar lentamente a su nínfa de la roca que la contenía. La última noche sólo podía ya mover las manos cuando sintió que una ligera brisa lo envolvía trasladándolo al cuadrilátero blanco donde fue depositado por las manos y los brazos blancos, blanco sobre blanco, de su diosa que seguía susurrándole: “Amor, amor, amor, duerme tranquilo tú que siempre quisiste escapar del tiempo”. Los labios del escultor Albo Blanco no lograron pronunciar palabra aquella noche ni ninguna otra nunca más, pero sus ojos siguen proclamando: “Gracias, amor, por permitirme las noches más felices de mi vida triste”.


Al día siguiente en un diario local una breve necrológica recogía el hecho con las palabras: “Esta noche, el escultor Albo Blanco Níveo, conocido por sus extravagancias, ha sido hallado muerto en su taller, solo y desnutrido, sucio junto a su última obra: una dafne que corre vigorosa escapando de las lágrimas de un apolo inexistente”.

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