I
Mayo
es un buen mes para que un internista te dé el alta médica y que
puedas salir del hospital. Pero ni la curación de mis heridas ni esa
sensación extraña como de ir flotando por la acera, a pesar del
cansancio físico que siento, ni la temperatura verdaderamente
agradable que hace en la mañana de hoy, pueden hacerme olvidar los
últimos días compuestos a partir de la combinación inarmónica de
dolores, de silencios, de miradas esquivas, de gestos y de lágrimas,
sobre todo de lágrimas.
Recuerdo,
en sueños y despierto, a Inés conduciendo camino de la costa -¿o
era yo quien conducía?-, concentrada en la carretera mientras yo
manipulo el GPS y le indico el camino más rápido para llegar a la
playa. De repente ella comienza a reírse y decide seguir sus
impulsos y adentrarse por una carretera secundaria que ella, dice,
había conocido en otro tiempo. Una curva mal peraltada o un poco de
gravilla en la calzada o una mancha de aceite o simplemente,
simplemente, que no viese la curva cerrada que se extendía hacia la
derecha. Después... las vueltas, todo girando, y el golpe seco y
sordo contra un alcornoque. Maldito árbol, maldita carretera,
maldita curva, maldita risa, maldito impulso, malditos todos. Ella
murió en el acto, dijeron los médicos. Yo también, aunque nadie me
dijo nada.
Recuerdo,
entre alucinaciones, a mi suegro increparme y preguntarme
insistentemente “¿Por qué?”. Recuerdo a mis padres a los pies
de mi cama. Recuerdo a mi hermano, mayor que yo, agarrándome de la
mano, con la mirada fija en el cristal de la ventana, incapaz de
llorar. Pienso en su incapacidad de expresar ninguna emoción y en
cómo esto le ha ayudado siempre. Creo que yo quisiera ser como él,
que siempre quise ser como él.
Antes
de salir del hospital un señor, que decía ser psicólogo, me ha
dicho insistentemente que hoy iba comenzar una nueva vida. Iluso. ¿Y
qué hacer con la vieja y con la memoria? ¿Acaso se puede apagar?
¿Desconectar? ¿Cómo olvidar su pelo negro tapándole su cara
ensangrentada aplastada contra el volante del coche?
No
obstante, esta mañana de mayo es verdaderamente espléndida. Le dije
a mi hermano que no quería ver a nadie cuando saliera del hospital.
Que yo podría dirigirme solo al apartamento que él me había
alquilado y al que había llevado algunas de mis cosas, las
imprescindibles, decía, porque yo le había dicho que no quería
volver de momento a mi anterior piso, al que había compartido con
“la mujer que se murió”, como desde muy pronto, desde después
del accidente, comencé a decir para referirme a mi mujer... a Inés.
“La mujer que se murió”. Observaba la sintaxis simple de este
sintagma nominal que contenía solo un sujeto, con su artículo y con
su sustantivo, y una oración adjetiva, con su pronombre de relativo
y su verbo, frío, despatologizado, si se pudiera decir así,... “se
murió”; ese pronombre “que” que sustituye a “la mujer”,
distante. Tal vez, sin saberlo, quisiera alejarme de ella, olvidarla
pronto, como si así pudiera evitar sentir su ausencia. Pero yo sabía
que “la mujer” esa de la oración era Inés, era mi Inés. Y
sobre todo sabía que no se murió, sino “que se me murió”. Este
dativo ético, este complemento indirecto “me” que atravesaba
directamente el centro de mi corazón y que yo me empeñaba en no
construir cuando me refería a ella, estaba sin embargo presente en
su ausencia, porque yo sabía que Inés era “la mujer que se me
murió”, la mujer que no pude conservar, que no supe proteger, que
no me podía dejar vivir mi nueva vida sin ella, como ese psicólogo
pretendía.
Había
oído a mi hermano decir a mis padres: “¿Qué cosa peor le puede
pasar?” Y por ello todos asintieron. “Que vaya solo a su nuevo
hogar”, dijo primero mi padre. Y después mi madre: “Sí, tal vez
sea lo mejor. Siempre ha sabido lo que quería”.
“Mi
nuevo hogar”, me digo, me vuelvo a decir, me repito una y más
veces. Como si al pronunciar esas tres palabras cientos de veces,
éstas pudieran hacer que la realidad se transformase o se crease a
partir de ellas. Una vez había leído a un antropólogo, o a un
teólogo quizá, que las palabras tenían ese poder mágico de hacer
que, tras pronunciarlas, la realidad a la que pretendían referirse,
se hacía, de alguna manera, real. No sé lo que estoy pensando, no
entiendo nada de lo que ha pasado. “La mujer que se murió” no
está, pero está; aunque no la nombre ni la oiga ni la toque ni la
mire. Claro que está, pero claro, también, que no está... al menos
no está... conmigo.
Mi
hermano me ha dejado tres llaves: una de tamaño mediado, que debe
ser la del portal, otra de tamaño más grande, que debe ser la de la
puerta del apartamento, y una tercera más de tamaño menor, que no
sé qué puerta abre, tal vez la de un maletín. El llavero de
plástico azul lleva una etiqueta que dice: “2º B”.
Me
acerco al portal del edificio e introduzco la llave mediana y,
efectivamente, es la que abre el portal del bloque de apartamentos.
Una vez dentro me dirijo al único ascensor, pulso el botón de
llamada marcado con una “LL” y escucho cómo se libera un agarre
y comienza a sonar un rotor que va haciendo que la plataforma se
coloque tras la puerta a la que estoy mirando. Escucho cómo ésta se
detiene y comienza a abrirse la puerta con un leve silbido o
chirrido. Un roce metálico como de lanzas luchando por salvar o
condenar almas, pienso sin sonreír. Nunca he conseguido dominar mi
imaginación, pienso también. Cuando subo a la planta segunda
observo que en el rellano hay tres puertas -2º A, 2º C y entre
ambas, 2º B-. Introduzco la llave mayor en la puerta del centro y el
pestillo cede. Antes de abrir la puerta me repito las palabras de mi
hermano y del psicólogo: “Mi nuevo hogar”. Creo que, después de
dos meses desde el instante en que se murió la mujer, es la primera
vez que mis labios y mi cara esbozan una mueca extraña que bien
pudiera parecer una sonrisa. Pero malditas ganas de abrir la puerta y
descubrir “mi nuevo hogar”, “mi nuevo hogar”, pero es lo que
tiene no haberse muerto, seguir viviendo, pienso: hay que buscar un
lugar en el que dormir y en el que comer, un lugar en el que defecar.
Maldita sea, es lo que tiene vivir, es lo que tiene ser un cuerpo. Es
lo que tienen estar vivo, aunque uno no quiera vivir, y tener que
seguir viviendo.
Tengo
un nudo en la garganta cuando abro la puerta. No quiero volver a
llorar, pero no puedo tragar la saliva y temo que pueda romperme en
el umbral de “mi nuevo hogar” sin “la mujer que se murió”.
Consigo calmarme antes de encender la luz y después observo. Es un
pequeño apartamento de solo dos estancias: un saloncito muy blanco,
con una cocina a la izquierda separada por una barra americana y un
cuarto de baño al otro extremo. Al frente de la puerta de entrada un
gran ventanal. Apenas si tiene muebles: una mesa de metal y cristal,
tres sillas, un sofá cama, un mueble con dos puertas que soporta un
televisor, un taburete alto junto a la barra americana, y poco más.
También un estrecho armario con estantes en el rincón izquierdo,
junto al cuarto de baño. ¡Qué lógica tan extraña la del dueño
del apartamento! ¿Para qué habrá puesto tres sillas? Cada vez
entiendo menos qué estoy haciendo en este lugar y sin “la mujer
que se murió”.
II
Me
paso las horas sentado en una de las sillas y mirando por el gran
ventanal. Desde el segundo piso se ve la calle. Nunca está muy
transitada, pero es lo único que me hace sentir que tal vez esté
construyendo mi nuevo hogar, pienso. A veces también pienso que esto
es imposible, que no voy a poder sobrevivir a la muerte de “la
mujer que se murió”, creo. A veces también lloro, pero no por
ella, sino por mí. Lloro porque ella se murió y yo no, creo.
Maldita suerte la mía, porque ella ya no puede sentir. De pronto
creo que me he convertido en alguien muy ruín o muy depravado, sin
sentimientos, como siempre fue mi hermano mayor. Finalmente, creía,
había conseguido ser como él. Deben ser los deseos, que siempre se
acaban cumpliendo.
Los
primeros días no me daba cuenta de lo silencioso que era el
apartamento, pero al poco comencé a marearme por esta ausencia de
ruido, pero por más que intentase oír algo, no conseguía escuchar
nada procedende de los apartamentos contiguos. Ni desde el 2ºA ni
desde el 2º C. Mas después de una semana en el edificio empecé a
sospechar que ninguno de los apartamentos anexos estaba vacío, que
alguien los habitaba, aunque quienes fuera que fuesen, tenían buen
cuidado de no molestar, pensaba. Después de esos primeros días ya
no sospechaba nada. Estaba seguro de que alguien los ocupaba, pero
nunca veía a nadie. A veces creía oír a alguien en el descansillo,
abría rápidamente mi puerta, pero no había nadie.
El
pasado lunes me vestí muy temprano, porque quería bajar a comprar
algo de comida. Hacía una semana que estaba en el apartamento y que
no había salido para nada de él, ni siquiera para comprar algo de
comida. Mi hermano me había dejado unas cajas de galletas, unos
huevos y un poco de aceite. Había sido suficiente para ir tirando,
pero ya debía bajar. Compraría algo de pan y más huevos.
Cuando
fui a salir al rellano me encontré con un niño de unos seis años
frente a la puerta de mi derecha, el 2º A. Era rubio y de ojos muy
claros. Al verme sonrió y dijo: “Hola”. Después abrió la
puerta de su apartamento y se introdujo en él. Pero no llegó a
cerrar la puerta. La dejó entreabierta como si quisiera observarme
bien sin que yo lo supiera.
Una
hora después volví a mi apartamento con una pequeña bolsa en mis
manos. Nada más subir a mi rellano y esperar a que se abrieran las
puertas del ascensor, mi mirada se fue hacia la puerta del 2º A.
Seguía entreabierta. Me dirigí a ella y acerqué la oreja a la
puerta. En ese instante se abrió de par en par y frente a mí estaba
otra vez el mismo niño rubio que, con una voz muy dulce, me
preguntó: “¿No quieres pasar?”. Tenía una manera sabia de
mirar. Yo me interesé: “¿Estás solo?” Él sonrió. Desde el
descansillo pude ver su apartamento. Era igual que el mío, igual de
blanco y con los mismos objetos y decoración, y en la misma
disposición. Por el gran ventanal entraba una espléndida luz
blanca. Me llamó la atención el orden y la ausencia total de
juguetes en el salón. No era experto en niños pequeños, pero
siempre me los había imaginado más desordenados y traviesos. Le
dije: “Tal vez en otro momento. Cuando estén tus padres”. Le
pregunté: “¿No están tus padres?” Él dijo: “¿Mis padres?
No sé qué quieres decir.” Después ambos escuchamos el pestillo
de la puerta del 2º C. Alguien debía estar escuchando nuestra
conversación. Saqué mi llave del bolsillo y me dirigí a mi
apartamento. Dentro volvía a reinar el silencio y, así sentí su
enorme peso y densidad por primera vez desde el día en que “la
mujer se murió”.
No
obstante, algo me había inquietado, primero muy levemente, pero
después, poco a poco, esta inquietud fue in crescendo: ¿quién
era ese niño y por qué estaba solo? ¿Qué padres dejarían a un
niño de seis años, o cinco, solo en un apartamento y sin juguetes?
¿Qué podría hacer un niño de esa edad tantas horas? Pero lo que
más me inquietaba era el ruido del pestillo de la otra puerta, de la
de mi izquierda. ¿Quién habitaría ese apartamento?
No
pude desembarazarme de esta desazón en toda la tarde y no pude pegar
ojo por la noche. De vez en cuando acercaba la oreja a la pared de la
cocina para ver si podía oír al niño o a sus padres, pero nada
oía; o a la pared del cuarto de baño para ver si podía oír a los
otros vecinos, pero tampoco podía oír nada. Llegué a salir al
rellano en mitad de la noche y a oscuras para acercarme a las puertas
de mis vecinos. La noche era fría y nada pude llegar a escuchar.
Por
la mañana volví a salir a comprar algo de comida. Parece que me
estaban volviendo las ganas de vivir o, al menos, de comer. Es lo que
tiene una noche en blanco, que te abre el apetito. Antes de llamar al
ascensor, éste se puso en marcha. Ascendía. Se detuvo en mi planta
y yo me aparté de la puerta para dejar paso. Cuando se abrió la
puerta pude ver a tres individuos: un hombre con la tez muy blanca,
grandes gafas negras tapándole los ojos y un pañuelo tapándole la
garganta y la boca. Iba agarrado a dos jóvenes verdaderamente
bellas: una rubia con unos labios rojos muy seductores y otra de
cabellos negros y de ojos profundos, igualmente seductores y
atractivos. Esta segunda joven me recordó ligeramente a “la mujer
que se murió”, a mi Inés, pero era más joven que ella. Les dije:
“buenos días” y ellas, a dos voces, respondieron: “buenos
días”. Los tres se dirigieron a la puerta de su apartamento; la
rubia sacó de un pequeñito bolso una llave y giró el cerrojo.
Mientras entraban, la morena me miró, me guiñó un ojo y me dijo:
“Hasta pronto”. Antes de entrar en el ascensor pude ver de nuevo
cómo la puerta del 2º A estaba entreabierta y tuve de nuevo la
sensación de que el niño, o tal vez fueran sus padres, estuvieran
observándolo todo, escuchándolo todo.
Cuando
volví de la compra en el rellano no se oía nada y nadie estaba. Me
acerqué al 2º A y llamé con los nudillos dando tres golpes. No
tuve que esperar nada porque la puerta se abrió al instante. Frente
a mí estaba de nuevo el niño rubio de ojos claros. Me dijo: “Hola.
¿Por fin vienes? ¿Quieres pasar ya?” Observé desde el umbral el
interior del apartamento y volví a percibir el orden blanco que lo
dominaba todo, la soledad y la limpieza de la habitación. Pregunté:
“¿Estás solo?” El niño volvió a decir: “¿Cómo solo? No te
entiendo”. “¿Quiero decir que si no están tus padres contigo?”
“¿Mis padres, dices? Yo no tengo padres” y torció el gesto de
la cara formando con sus labios y sus ojos una sonrisa verdaderamente
maravillosa. Finalmente, logré decir: “Mejor paso en otro momento,
cuando estén ellos o alguien mayor, ¿ok?” El niño de ojos claros
dijo: “Cuando estés dispuesto. Te estamos esperando”. Entonces
le alargué un cochecito de plástico que había comprado para él.
Él lo tomó con entusiasmo, pero sin aspavientos. “Gracias”,
dijo. “Jugaré ahora con él en la barra de la cocina”, y se
introdujo en el salón sin cerrar la puerta.
Después
me dirigí a mi apartamento y ya no volví a salir de él hasta el
miércoles. Tampoco volví a ver o a escuchar nada ni a nadie a
través de las paredes o de las puertas del rellano. Pero el
miércoles... por la tarde, me pareció oír que el niño de mi
derecha lloraba. Cuando intentaba oír el llanto a través de la
pared de la cocina o de la puerta en el descansillo, el llanto o el
lamento dejaba de producirse y el silencio ominoso volvía a
invadirlo todo. No podía dejarlo estar por más tiempo. Debía
acudir a la policía y denunciar que un niño vivía solo, abandonado
por sus padres o por quienquiera que tuviese su custodia. Después
también me pareció oír otro lamento, pero este procedente del
apartamento del otro lado. Mas igualmente el ruído dejaba de
producirse cuando intentaba acercar mi oreja a la pared del cuarto de
baño. ¿Qué estaba pasando en estos apartamentos aledaños? Parecía
una forma extraña de lucha o de diálogo y yo me encontraba en el
centro de la disputa, pero sin entender nada y sin poder hacer nada,
pensaba o creía.
A
la mañana siguiente, jueves, 12 de mayo, me dirigí muy temprano a
la comisaría de policía más cercana.
- ¿Qué
desea usted?
- Quiero
poner una denuncia, señor agente.
- Entonces
debe usted sentarse en la sala de espera y en un momento lo
llamarán.
Nadie
en la sala de espera. Después de una hora se acerca una agente y
pregunta:
- ¿Es
usted quien quiere poner una denuncia?
- Sí,
soy yo.
- Acompáñeme,
por favor.
Me
dirijo tras la policía a otra estancia de la comisaría y una vez
allí, frente a una pantalla de ordenador, la agente pregunta:
- ¿Qué
desea usted denunciar?
- Que
junto a mi apartamento vive un niño de unos seis años. Vive solo.
Quiero decir, sin sus padres o abuelos o hermanos mayores.
- ¿Y
cómo sabe usted que vive solo?
- Porque
en su apartamento no hay nadie más que él.
- ¿Ha
entrado usted en el apartamento para comprobarlo? -preguntó la
policía.
- No,
no he entrado.
- ¿Entonces?
¿Cómo sabe que está solo?
- Bueno,
pensé que...
- Cuando
usted lo vio, ¿estaba triste o llorando? ¿Tenía alguna herida?
¿Algún hematoma?
- No,
la verdad. El niño parece bien, y está siempre muy sonriente.
- ¿Entonces?
-volvió a preguntar la agente. ¿No serán figuraciones suyas?
- Bueno,
tal vez tenga usted razón, pero ayer por la tarde me pareció
escucharlo llorar.
- ¿Llorar?
¿Se sorprende usted de que un niño de unos seis años llore?
- Bueno,
no es eso, pero... La verdad, no sé qué decirle.
- Venga,
buen hombre. Vuelva usted a su casa y relájese. Con toda
probabilidad el niño estará bien. Pero no se preocupe que ahora
voy a enviar a una pareja de agentes para que le echen un vistazo al
edificio. Martín, Espinosa, ¿por qué no os acercais al edificio
de este señor a echar un ojo por allí?
- ¿Y
dónde vive este señor? -preguntó el más alto.
- En
la calle No me olvides, número 1. En la planta segunda.
- ¿En
el número 1 de No me olvides? ¿No es ahí donde vives tú,
Espinosa?
- Sí,
yo vivo ahí, ¿por qué?
- ¿Sabes
algo de los inquilinos de la segunda planta?
- ¿Estás
de coña, Martín? Yo vivo en el tercero B y la segunda planta está
vacía. Hace meses que ahí no vive nadie, afirmó el agente.
Cuando
salí de la comisaría me encontraba perplejo. ¿Cómo que no vivía
nadie en la sengunda planta? ¿Y el niño? ¿Y el extraño trío? ¿Y
yo mismo? Ese agente debía haberse confundido de portal.
Esa
misma noche intentaría verificar y demostrar que efectivamente un
niño solo vivía en el 2º A y una pareja de jóvenes con un
individuo extraño en el 2º C.
III
La
tarde del jueves la pasé pegando la oreja a las paredes y a las
puertas, pero no lograba oír nada. Por la noche volví a escuchar el
llanto del niño y el lamento del otro lado. Salí al rellano. El
niño tenía la puerta de su apartamento entreabierta, pero de nuevo
no se escuchaba nada en su interior. En cambio la puerta del 2º C
estaba cerrada, pero en su interior se escuchaba algo o alguien.
Llamé a esta puerta y el ruído del interior cesó. Abrió la joven
rubia. Me miró con sus ojos claros y me susurró con sus labios
rojos: “¿Ya vienes?”
Pude
ver el espaldar de una silla ocupada por alguien, tal vez el hombre
de gafas negras y pañuelo en la garganta, que abría a los lados sus
brazos. Su mano izquierda estaba sujeta por la joven de pelo negro.
Esta me miró con sus hermosos ojos negros como diciendo: “Hola,
querido. Ven aquí”. La mano derecha de este hombre estaba junto al
niño rubio que sujetaba el coche de plástico que yo le había
regalado en una mano y en la otra una larga espada. Con su voz
meliflua se dirigió a mí: “Aun no es tu momento. Vuélvete a tu
lugar.” La joven rubia cerró la puerta tras de mí y el ruido del
interior cesó.
Hoy
es viernes, 13 de mayo. No he salido en todo el día. No he visto ni
oído a nadie: ni al niño ni a las jóvenes ni al hombre, ni ningún
llanto o lamento. Pero la inquietud no me deja en paz, necesito
saber. Salgo al rellano y me acerco a la puerta del 2º A. No consigo
oír nada. Llamo con tres golpes de nudillos. Nada. Después me
dirijo a la puerta del 2º C. Llamo también con tres golpes. Espero.
Nada se oye en su interior. Decido sacar la llave de mi apartamento.
La introduzco en la cerradura del 2º C. Giro la llave, el pestillo
se desliza y se abre la puerta de par en par. El interior del
apartamento es igual que el del niño que había visto desde el
descansillo días antes e, igualmente, una réplica exacta del mío.
Entro y cierro la puerta.
En
la cocina no hay ni comida ni cacharros usados. El frigorífico está
vacío. En el baño tampoco hay ningún cosmético ni jabones ni
dentríficos ni esponjas o toallas.
Parece
que el agente de policía tenía razón y que nadie habitara el
apartamento. Pero yo estoy convencido de lo que he visto: de las dos
bellísimas jóvenes que escoltaban al tipo de las gafas negras y del
pañuelo en el boca.
Me
dirijo al mueble del rincón del salón. Está cerrado con llave.
Introduzco en él mi tercera llave, la más pequeña, y, sorpresa
-¿cómo pudo haberlo previsto mi hermano?-: aquí sí que hay
algunas cosas: antifaces de cuero negro, látigos, púas, pinchos,
esposas, raspadores, puntas de flecha metálicas, cuchillas de acero
de diversos tamaños, marcadores de hierro fundido,... Una panoplia
de artículos de tortura y dolor.
Caí
de espaldas en la silla -o tal vez era un potro-: tras la puerta del
apartamento cerrada escucho algunas voces. Unas correas se deslizan
sujetando mis muñecas y mis pies. Estaba atrapado en el apartamento
de unas jóvenes sádicas que ahora sí que podían explicarme sin
palabras el rostro demacrado y blanco del joven al que viera salir
del ascensor acompañado o escoltado por sus dos ángeles o demonios.
Después
pude oír en el rellano y con gran claridad las voces de tres
individuos que estaban saliendo del ascensor. Oí también el giro de
la cerradura y cómo entraban en el apartamento a mis espaldas.
La
joven rúbia de ojos claros y labios rojos dijo: “¡Por fín has
llegado!”. Después la morena de ojos profundos y que era como “la
mujer que se murió” pero más joven, dirigiéndose al mueble de
artículos y objetos diversos dijo: “sabía que no tardarías en
rendirte a nuestros encantos”. “No te preocupes -dijo sonriendo-;
no te dolerá”. El niño, en cambio, ahora con sus ojos tristes,
con su coche de plástico en una mano y su espada flamígera en la
otra, preguntó: “¿Por qué no te dejaste venir conmigo?”
La
joven rubia, mientras me besa en los labios, pregunta: “¿De quién
es la culpa cuando gobierna la desgracia?” La mujer de pelo negro,
con la cara de Inés, afirma: “Ya era hora, cariño”, mientras
comienza a dibujar con una cuchilla de acero líneas curvas en la
piel de mi rostro y de mi cuello”. Contra mi pronóstico dejo de
sentir miedo y dolor. Recuerdo una vez más la voz de mi hermano
mayor hablando con mis padres muertos todos hace más de cinco años:
“¿Qué cosa peor le puede pasar?”
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