Al
alba, cuando aún los rayos del sol no habían alcanzado a sobrepasar
la línea que dibuja el horizonte, el hombre de rala barba gris y
blanca, de nariz puntiaguda, y de ojos oscuros y atentos, más
tembloroso de lo que su edad podría hacer presuponer a cualquiera
que lo mirase con la mirada escrutadora de un relatista joven, pero
menos paciente de lo que su edad pronosticara a cualquiera que,
inteligentemente, lo observase, tomó una decisión definitiva, como
toda decisión requiere para ser tal, con arrogancia.
La
tarde anterior, cuando visitara la ciudad junto a su hijo mayor para
visitar a su viejo amigo el doctor Fernández, aún no tenía ni idea
de lo que decidiría a la mañana siguiente. El doctor, directo,
apático, insensible, experimentado, le anunció:
- Luis,
tienes un cáncer de médula. No es operable. Se ha extendido por
todo el cuerpo. Por el cerebro también. Eso explica tus continuos
dolores de cabeza.
- ¿No
hay nada que hacer? -preguntó.
- No.
Solo aliviar los dolores. Iremos subiendo las dosis de calmantes
hasta que llegues a perder la conciencia. Después todo acabará.
- ¡Ah!
-llegó a susurrar Luis-.
- ¿Y
de cuánto tiempo dispongo hasta que ello llegue? -insistió Luis.
- Eso
depende. Tal vez de un mes, tal vez de dos. Tal vez menos. Aquí
tienes unas recetas. - - Dispón tú de las tomas según los dolores.
Pero si llegas a necesitar más de tres pastillas al día, ponte en
contacto conmigo, porque habrá que ingresarte. Ten cuidado que son
muy fuertes. Cuando se te acaben, ven a por más.
- Ya,
Juan -dijo Luis-. Siempre has sido tan escueto... que asustas
-sonrió-.
Cuando
Luis salió de la consulta, su hijo lo estaba esperando en el coche
aparcado en doble fila.
- ¿Qué
tal? ¿Qué te ha dicho Juan?
- Nada
-dijo el viejo-. Todo igual. Que tengo demasiados años. Y que
vuelva cuando lo necesite.
- ¿Y
de los resultados de las pruebas? ¿No te ha dicho nada?
- No,
nada. Que todo está bien -mintió el viejo-.
Después
de un prolongado silencio el hombre más joven preguntó:
- ¿Quieres
tomar una cerveza en lo del Servando?
- No,
déjalo. No tengo ganas -dijo Luis-. Mejor llévame a casa. Estoy
cansado y tengo pendientes aún algunas faenas.
- ¿Algunas
faenas? ¿En qué estás ahora? ¿Alguna nueva novela?
- Sí,
eso es. Tengo en la cabeza un capítulo difícil y creo que ya sé
cómo puedo empezar a resolverlo.
- Bueno,
está bien. Vamos a casa.
Cuando
el viejo se despidió de su hijo, cuando logró encontrar la llave de
la puerta de la casa, cuando hizo girar el pestillo, cuando entró en
el interior del hogar vacío no pudo evitar que sus ojos brillaran
por el absceso repentino de alguna lágrima. Verdaderamente la
noticia no le había sorprendido, entraba dentro de lo previsible, es
más, desde hacía algunos meses llevaba sospechando que algo no iba
bien: los dolores en los brazos, en los hombros, en las piernas, los
dolores de cabeza,... Pero Luis acababa de comprender algo definitivo
y sorprendente, acabada de descubrir que no estaba preparado para
morir, que no quería morir, que no entendía por qué habría de
morirse ahora, que aún tenía ganas de vivir, que la vida le había
parecido absurdamente corta. Nunca antes había pensado en la muerte.
Nunca antes se había preocupado por ella. Había visto morir a sus
padres hacía ya muchos años, había visto morir a su mujer incluso
y a no pocos amigos y conocidos. Pero jamás se había preguntado por
su propia muerte. Ahora comprendía que tal vez había estado
evitándola desde siempre ya por miedo ya por inconsciencia ya por
sabiduría, llegó a pensar, mintiéndose. Pero ahora la idea de su
muerte se había hecho ominosa, enorme, absoluta, ocupando toda su
atención, adquiriendo un peso enorme, como una losa imposible de
soportar, de evitar o de apartar.
Había
comenzado a sospechar de su presencia la mañana de hace
aproximadamente un mes en que se despertó sobresaltado por un sueño.
No le pareció una pesadilla, pero cuando se incorporó en la cama su
corazón galopaba, y su frente y espalda sudaban a chorros. Las
sábanas estaban empapadas. En el sueño se veía a sí mismo de
joven, al alba, bajando del porche de su casa de las afueras de la
ciudad y sintiendo el frío y la humedad de la yerba en las plantas
de sus pies descalzos. Junto a la casa había aparecido una hermosa
yegua negra, fuerte y alta, sudorosa. Debía haber galopado algunos
kilómetros. Estaba sola. No parecía tener dueño. No estaba
marcada. Relinchaba como si le llamara o como si le advirtiese de
algo. Nunca había sabido interpretar sus sueños, pensó. Realmente
no solía recordar sus sueños. En los setenta años de vida no
recordaba haber soñado más de tres o tal vez cuatro sueños. Pero
nunca, hasta hace un mes, había soñado con caballo alguno. Desde
entonces este sueño se había hecho recurrente. La yegua negra
sudorosa, caminando agitada alrededor de la casa, el frío del alba,
la humedad de la yerba. Se acercaba al animal con la mano extendida
para tocarlo. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, cuando estaba a
punto de acariciar su brillante cuello y sus crines,... se despertaba
agitado y sudoroso como si él mismo fuese el caballo, como si él
mismo hubiese galopado kilómetros de distancia durante la noche.
Ahora
parecía todo muy claro: estos sueños eran el anuncio de la muerte
que venía galopando a gran velocidad a buscarle a su casa y que
finalmente lo alcanzaba sin que él pudiera ocultarse o evitarla.
“La
muerta es injusta”, recordó sus pensamientos de anoche cuando
volvió a su casa desde la consulta de su amigo el doctor. “La
muerte es injusta, porque no tiene en cuenta la singularidad de
nadie. Te alcanza cuando menos lo esperas y lo deseas, dejándolo
todo por concluir”, pensó.
Ni
siquiera él, quien siempre había presumido de no dejar nada para
mañana, había podido cerrar todos los capítulos de su vida pasada.
Había sido feliz, se decía. Se había casado con una bella mujer.
Había tenido con ella tres hijos, que también se habían abierto
paso en sus vidas. Seis nietos. Es cierto que su esposa había
fallecido diez años atrás y es cierto también que había añorado
su presencia y que la había llorado durante algunas noches en que la
soledad se espesaba como si fuera una niebla o bruma de las que bajan
en esta parte de la región en las mañanas de los primeros días del
invierno. Pero también es cierto que ya hacía años que había
dejado de amarla. O al menos que cuando murió no la amaba como en
otros días lejanos, cuando ambos compartían una lozanía
desaparecida hacía tiempo.
“Desde
muy joven era ya lo que habría de ser toda su vida”, pensó: una
persona capaz y jovial, una persona con un gran sentido del deber que
se aplicaba con decisión y fortaleza a hacer todo aquello que debía
hacer con la diligencia y el bien hacer que la tarea requiriese, sin
dejar nada para otro día si esto no era necesario.
Pero
en esta noche pasada había sentido cómo todas las personas que
había conocido, incluidos sus hijos y nietos, incluida su mujer y
todos sus amigos, habían ido pasando por su vida sin dejar huella
alguna. Se sentía desgraciado. Pero no más que otros, porque en el
fondo consideraba que esto era un mal muy extendido, que la soberbia
es el mal de nuestro tiempo.
Toda
la noche la había dedicado a tomar una decisión y a recordar
algunos momentos de su vida. Pero ni el día en que conoció a su
futura mujer, ni el que nació ninguno de sus hijos o nietos, ni
ningún otro pudo imponerse al día en que había llegado a su nuevo
destino en una villa costera del sur cuando ejercía en el cuerpo de
la Policía Nacional. Su ocupación durante un mes sería escoltar a
una enigmática mujer joven cercana a la realeza. Recordaba ese mes
como el más feliz de su vida. Si por él hubiera sido, no habría
vuelto a su rutina marital y familiar. Pero no fue por él. Ella
tampoco podía dejarse arrastrar por la resbaladiza pendiente del
amor escondido. Finalmente se habían separado después un mes de
apasionado y loco deseo amoroso.
Después
había vuelto a su casa familiar y nunca más había vuelto a saber
de aquella bella y aristocrática mujer de tez blanca y cabellos
negros. Pensó que ella era, verdaderamente, la única tarea que le
quedaba por cumplir. Por ello, tal vez, la muerte le pareciera
injusta, porque no podría despedirse de ella como él hubiera
querido desde el último día que la vio. Pasó toda la noche
recordando cada día pasado junto a ella hacía más de treinta años.
Él
sabía de la vida de ella, porque en ocasiones aparecía en la
sección de sociedad de los periódicos nacionales alguna noticia que
la mencionaba o, incluso, alguna fotografía en la que aparecía
junto a su marido o hijos.
Pensó
por primera vez en sus más de setenta años en que si verdaderamente
su vida había valido la pena era justamente por ese mes pasado en la
villa del sur escoltando y acompañando a aquella elegante y
fascinante mujer. Ella era, probablemente sin saberlo, la que
justificaba su presencia en la tierra. Y esto no podía quedar así.
Esta tarea debía completarla. Por ello decidió escribirle una
carta.
Toda
la noche la había pasado intentando escribirle unas palabras.
Conocía su dirección y enviársela no sería ningún problema, pero
temía no estar a la altura. Es decir, qué escribirle, qué contarle
o indicarle. Después de treinta años y sin apenas haberla conocido,
cómo podría recibir lo que tuviera a bien decirle. Empezó y rompió
varias cartas antes de que, al alba, escribiera la definitiva. Cogió
un sobre vacío de su escritorio, escribió el nombre y la dirección
de la mujer, escribió también su nombre en el remite (éste sin
dirección) y antes de cerrar el sobre introdujo una cuartilla
doblada por la mitad en la que finalmente había escrito: “Gracias,
amor”.
Una
vez cerrado el sobre lo colocó sobre la mesa en un sitio bien
visible para que quien entrase en la casa, probablemente uno de sus
hijos, la pudiese ver y enviar a la destinataria. Después miró por
la ventana hacia los primeros rayos del sol que comenzaban a dibujar
el horizonte. Salió al porche a recibir el amanecer y lentamente fue
tomándose, uno a uno, todos los calmantes que su amigo Juan le había
dado la tarde anterior.
Justo
antes de perder la conciencia fue invadido por una lástima enorme
por todos aquellos a los que había conocido en su vida. Pensó: “Qué
sencillo es morir”. Buscó el miedo a la muerte que apenas hacía
unas horas ocupaba toda su atención. No lo sentía. Había
desaparecido. Tal vez la muerte no era nada para quien hizo lo que
debió. Sintió también alegría por el hecho de sentir lastima por
todos, por su mujer y por sus hijos y nietos también, y por su amigo
Juan. Por fin podría morir definitivamente en la alegría y en la
lástima que se extendían más allá del horizonte de su mirada.
Hizo una suave expiración, pareció roncar y no volvió a moverse.
El sol comenzaba a iluminar su rostro.
Cuando
su hijo llegó a la casa del padre vio cómo su cara era más hermosa
que en días anteriores y tenía una expresión más feliz que cuando
estaba vivo.
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