Al principio ella se sentía muy fuerte y voluntariosa, animada, incluso, y le mostraba mucha paciencia o, al menos, eso pretendía. Le hablaba a él muy despacio. Se paraba a escucharlo. Lo miraba. Aunque su boca y sus labios no parecían los mismos. Esperaba a que sus palabras le fuesen saliendo de la garganta: deshechas, torcidas, amputadas, retomadas, lentas. Pero ella esperaba. No le hacía precipitarse. Con paciencia, le dejaba hacer, le dejaba pronunciar. Le daba importancia a lo que él le decía. Lo atendía y lo esperaba en silencio. Después le respondía despacio, pronunciando cada sílaba, cada letra, para que él no se perdiese. El diálogo iba desarrollándose o hilándose con todas las dificultades, pero seguía desanudándose, con parsimonia. Y, así, hora a hora y día a día. No obstante, poco a poco, ella fue cansándose. Primero empezó a perder la paciencia con su falta de comprensión: tenía que repetirle todo dos, tres, cuatro veces. Y repetírselo despacio, pronunciando cada sílaba. Y con las mismas palabras. Sin modificar ninguna. Y después tenía que esperar a que él le respondiera. Esperarlo con paciencia. Esperarlo a que terminara sus frases sin hacer ni decir nada. Solo esperando simulando su atención por él, por lo que tenía que decir, por lo que de hecho decía. Mas lo peor no era esa espera paciente e inútil, porque día a día y semana a semana, observaba cómo cada vez el deterioro iba en aumento: cada vez tenía más dificultades para entender lo que se le decía o para hablar si era el caso de que hablara. Lo peor era que comenzaba a no decir nada con sentido: olvidaba letras o las cambiaba por otras; en lugar de decir “quiero comer” decía “jiero jomer” o algo así; después cambiaba palabras o las olvidaba y las sustituía por las que se le venía a su cabeza. Decía, por ejemplo: “No me craigas la vieja”. Ella tardó siglos en entender lo que él quería decirle con tanta dificultad que ya no lo soportaba más, creía. Al final, llegó a la conclusión de que siempre le quería decir lo mismo. Tal vez ella se dejara llevar por la molicie o por la desesperación o por la imposibilidad de atenderlo más o por el cansancio o la humillación. Siempre entendía que le decía algo así como: “No me dejes solo” o “No te vayas”. Y ella no podía moverse de su lado. Y no podía dejar de hablarle muy despacio, para tapar su voz, para callarlo, para que no le dijera nada más o para no oír lo que él le decía a cada instante, con su voz seria y grave, con su boca y sus labios que tan bien conocía, pero que ya no conseguían decir nada inteligente o comprensible. Después dejó de decir nada. No hablaba y tampoco parecía que entendiese nada. Así estuvo días, semanas. Ella le hablaba, incluso le cantaba; él la miraba, a veces, pero no abría la boca. Pasaron semanas sin que dijera nada. Ella ya no sabía qué decirle, qué cantarle, qué hacerle. Le apretaba las manos y los brazos; le cogía la cara, y, sobre todo, le miraba a los ojos. Hasta que un día él, de repente, mirándola fijamente, dijo, con su voz grave y recia, con sus ojos inocentes, como de niño, con su boca y sus labios de siempre, como si fueran los de siempre, los suyos. Dijo: “Vete”. O, al menos, cree ella que eso fue lo que dijo. Y ya no ha vuelto a decir nada más. También ha dejado de mirarla ni quiere que ella lo mire. Cree que esta fue su forma austera, simple, directa y cansada de decirle adiós, que todo se acabó, que no podía más, cree.
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