Crucé la frontera en silencio y mirando hacia atrás. Al pasar al otro lado comprendí que me estaba marchando sin despedirme de nadie, ni de mis conocidos ni de mi familia, y esto me mantenía en una incertidumbre incómoda, en una suerte de congoja que no sabía o no podía domeñar. Nunca había sentido nada igual. Yo era un hombre frío y cabal, o eso creía, serio y de firmes convicciones, pero... en ese justo momento, sintí por primera vez, creo, algo parecido al miedo.
Después de meditarlo unos minutos concluyó que:
No era verdaderamente miedo, que tal vez fuese más aproximado a la verdad llamarlo duda o vacilación -dijo-. Seguí avanzando por la vereda que me alejaba del país sabiendo que ni la duda ni la vacilación tenían nada que ver con mi deseo de volver a ver a mis padres y hermanos, y a mi novia Mercedes. Entonces no sabía que no volvería a verlos nunca. A veces, la ignorancia es un consuelo para el espíritu, -concluyó-.
Sesenta años después de aquella noche, el viejo Pedro Tinajas Nervudo, apodado el Tinajero por sus convecinos de Carrascalejos, recordaba con la voz temblorosa y sin rencor ni remordimiento aquel momento de despegue, o de desenganche, como él decía, de su pasado español. Después de muchas vicisitudes acabó instalándose en la ciudad francesa de Tourcoing, junto a la frontera de Bélgica, donde residió el resto de sus días.
Antes, yo, su nieto, le había preguntado:
Abuelo, ¿has sentido alguna vez miedo?
Él preguntó levantando los ojos hacia mí:
¿Miedo?
Después de un prologando silencio recordó lo de su paso de la frontera en su salida de España. Para sumirse después en otro prolongado silencio.
El abuelo Pedro siempre fue un hombre de pocas palabras y de mirada insistente, más no insolente, insistente por interés, no por soberbia. Lo cual no le evitó nunca pocos problemas, aunque en alguna ocasión, tal vez, le salvase la vida.
Más tarde le volví a preguntar:
Abuelo, ¿tampoco sentiste miedo en el bombardeo de París?
¿El bombardeo de París, dices? Sí, recuerdo. Eso fue a principios de verano del año 40. Lo sé porque nuestra guerra ya había concluido y el dictador ya estaba colocado en su lugar de privilegio. No fue hasta ese verano que no comprendí que tardaría muchos años en regresar al pueblo y en volver a ver a Mercedes. Nunca volví. Y nunca la vi más. Yo le envié algunas cartas. Pero nunca recibí, en aquellos años, ninguna de ella. La única que me llegó de ella fue después de la guerra, en el 46, en la que me pedía que no le escribiera más, que su vida ya era otra y que era feliz, escribió.
¿Qué recuerdas, abuelo, del bombardeo de París?
¿De París?, sí. Sonaban de noche las sirenas. El principio del verano en el norte de Francia es hermoso. Los días largos tienen unas tardes de aire limpio y de olor a heno. Las noches eran hermosas. Los españoles solíamos reunirnos en un bistró al otro lado del Sena, cerca del Square Viviani y su vieja acacia. Después de las sirenas los aviones sobrevolaban la ciudad y lanzaban sus bombas. Todo lo invadían. Muchos eran los que corrían, otros nos quedábamos quietos, esperando, aguardando a que acabaran las explosiones para seguir en lo que estábamos, que no era nada, lo de siempre, juegos de cartas, tabaco, unos vasos de vino, canciones, risas, sobre todo risas. Así, creíamos, evitábamos pensar. Era una forma de apagar nuestra nostalgia, creo.
Sí, abuelo, pero entonces ¿sentiste miedo?
¿Miedo? No creo, eso no era miedo. No podíamos enfrentarnos a los bombarderos. No puedes sentir miedo ante lo que no puedes oponer resistencia alguna. El miedo, creo, tiene que ver con la posibilidad de vencer. Si no la tienes, no puedes más que seguir adelante y esto anula el miedo.
Sigue contándome, abuelo. En otra ocasión me dijiste que fuiste detenido por los soldados alemanes.
No. Eso no fue así. Nunca fuimos detenidos. Es verdad que nos cercaron en Lozère. Allí cayeron muchos españoles. Fue un verdadero baño de sangre. Nos masacraron. Algunos conseguimos escapar porque quedamos fuera del cerco. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos casi todos rodeados. Después... ruido, carreras, sangre, gritos de dolor y muerte. Tampoco entonces sentí miedo. Recuerdo que solo quería escapar, salir de allí como fuera, de aquella trampa de cadáveres y fuego.
De repente, el abuelo Pedro cerró los puños y dijo:
Pero sí. Tienes razón. Una noche pasé miedo. Fue en Burdeos. Al poco de cruzar la frontera. Una noche en que tenía que cruzar el Garona por el Pont de Pierre. Iba solo. Hacía mucho frío. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y un pitillo entre los labios. En medio del puente, una voz llamó mi atención. "Hey vous! Où vas-tu?". La voz había salido de una sombra que dejaba una farola con los cristales rotos. Un soldado francés se acercó a mitad de la vía. Entonces pude verlo. Era grande y de barba rala. Parecía bebido. "Voyons! Documentation". Yo no llevaba documentación alguna. Me quedé petrificado en la acera. Solo tenía tres posibilidades: o me arrojaba al río, imposible; o salía corriendo hacia la otra orilla, imposible también porque no sabía cuántos soldados más había ni dónde, o me enfrentaba al soldado. Me acerqué a él sin sacar las manos de los bolsillos de la chaqueta y encogiendo los hombros, como para hacerme más pequeño. "¿Perdón?", le dije. El soldado esperó a que me acercase a él con los hombros encogidos. "Documentation!", repitió. "Disculpe, señor", le dije. "No comprendo su idioma. Soy español". "Espagnol?", volvió a preguntar el soldado. Me miró con una sonrisa asimétrica en la cara. Sus ojos miraban sin centrar mucho la atención en los míos. Yo no dejaba de mirarlo. En ese momento, creo, sentí miedo. No sabía lo que iba a hacer ni lo que podía pasar. No dejaba de mirarlo. Él dio un corto paso hacia un lado. Y yo le dije: "¡Buenas noches, señor!", y comencé a andar en dirección a la otra orilla. Ya no miré hacia atrás. Me esperaba cualquier cosa: una voz, un grito, un disparo,... Pero nada de eso ocurrió. Conforme me iba alejando de aquel punto la imagen de Merceditas fue acompañando a la sangre que volvía a brotarme por las piernas, por las sienes, por las manos, por la cara. Creo que me entró calor, aunque no llegué a sacar las manos de los bolsillos, tal vez, porque no quería moverme más que lo necesario para escapar de aquel lugar. Sí, esa noche pasé verdadero miedo, quizá porque no sabía qué me podía pasar ni qué podía hacer, sabiendo también que algo tenía que hacer.