“Hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje”.
Luis Cernuda, Ocnos.
Hace una semana, o dos, te dio por recordar:
Tal vez la causa fuese el olor del mar, el olor del mar de tu infancia. O el color del aire y la luz del día.
De pronto, tras la resaca de una ola, te viste reflejado en la arena de la playa. Eras entonces un niño de cuatro, cinco años. Muy delgado. El pelo rizado. Mofletes. Sonrisa permanente. Recuerdas que en la fina arena mojada de la orilla, durante la bajamar, tus pies se hundían hasta los tobillos. Tú corrías hacia tu madre, con su bañador negro, como su pelo. Estaba agachada a unos cincuenta metros de ti, junto a unas rocas y buscaba algo. Cuando llegaste hasta ella, comprendiste que solo estaba aguardando. Tenía las manos juntas, formando un cuenco, dentro del agua. Al acercarte se puso de pie y te enseñó lo que contenían sus manos: un camarón vivo, que de un salto cayó al agua. Tú te asustaste, pero ella, recuerdas, te dijo: “No tenga miedo, no hace nada. Mira. Pon las manos así, como si fueras a coger agua. Acércalas muy despacio a las rocas y espera. Pronto un camarón se acercará a ellas. Cuando lo tengas en el cuenco de tus manos, solo tienes que levantarlas y sacarlas del agua. Pero ten cuidado que saltan mucho porque quieren escaparse”. Crees que te pasaste toda la tarde pescando y liberando camarones.
Madre, pensaste, tú me enseñaste a soñar: Desde hace una semana o dos sueño que un lazo, o tal vez sea un cordón, sale de tu piel y llega hasta la mía, nos conecta de nuevo y mi pensamiento se une con el tuyo y mi sueño es tu sueño. Y así me quedaría siempre: contigo, madre, pero en ti. Mi mano sobre tu mano. Mirando las cosas nuevas a través de tus ojos sabios. A través de tus manos y de tus ojos, de tus sueños y de tu mirada, yo empecé a comprender, madre, pensaste. ¿Y si tu corazón latiese de nuevo para los dos?, preguntaste.
En tu recuerdo de ahora no es el tuyo el corazón que escuchas, es el suyo, el de tu madre, que también es la mía, el que late también para que tú puedas vivir.
¿Cómo, si no, he podido vivir los últimos veinte años, madre?, te preguntas. En mi sueño, madre, desde tu frente brotaba un cordón umbilical transparente, como el cuerpo de los camarones, y llegaba, retorciéndose por el aire, y superando todos los obstáculos, las sillas, los marcos de fotografías, las cajitas de madera, la vajilla, llegaba hasta mi frente, y así era como nos conectábamos, como nos uníamos en un sueño imposible, en un abrazo incorpóreo y vital.
De esta unión que olía a mar, y sabía a mar -seguías contándote como se cuentan los silencios-, nacían decenas de flores, que iban cubriendo con sus pétalos tus brazos de madre y los míos, que embellecían lo que tus ojos y mis ojos miraban, y que adornaban tus palabras en tu dulce nombrar el mundo. Madre, no quisiera que este sueño tuviese un despertar, dijiste. Tal vez no sea yo quien viva a partir de tu corazón de madre, tal vez seas tú quien aún sigues viva a partir de mi recuerdo del mar, de las nubes blancas, del color del cielo, del olor a mar y de los camarones traslúcidos que saltaban de mis manos para lograr escapar de mis manos de niño. Los sueños, sentenciaste, deben tener la utilidad de impedir el olvido cuando la memoria empieza a perderse por los extraños senderos de lo cotidiano y de lo urgente. Como si nunca hubiera nacido, madre, deseaste. Como si siempre hubiera vivido dentro de ti.
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