Para que no se me olvide,
necesito recordar y escribir lo que me ocurrió la primera vez que
vine a Murcia. Llevaba varias semanas de trabajo intenso en el que me
jugaba mucho dinero. Cómo decirlo, las cosas no me iban nada bien y,
para colmo, Mara, la buena de Mara, mi esposa adorada, me acababa de
confesar una aventura amorosa, un desliz, dijo, con un compañero de
su trabajo.
Ha sido algo sin
importancia ‒afirmó‒.
Ni hubo, ni hay, ni habrá nada entre nosotros ‒añadió
también‒.
En fin... Cosas... La
vida. Cuando llegué a Murcia para cerrar unos tratos estaba en un
día verdaderamente deplorable. Como no podía ser de otra manera,
los negocios finalmente no salieron como yo hubiera deseado y al día
siguiente partiría derrotado de nuevo hacia Sevilla, pero esa
noche... esa noche no podía hacer otra cosa que concluirla en un
bar cercano al hotel.
El garito estaba lleno,
aunque no abarrotado. Me acerqué a la barra y, desde la distancia,
por encima de la cabeza de una señora muy delgada que había medio
acodada en la barra, le hacía gestos a la linda camarera para que me
atendiese.
Ocupada en sus cosas con
otros clientes no prestaba atención a mis gestos. La mujer canija
que ocupaba la barra, murmurando entre dientes, se levantó del
taburete, se colgó su bolso en el hombro y salió del bar. Sólo
pude verle su espalda huesuda y su perfil de ambiciosa nariz, su
barbilla, apenas sus ojos. Me pareció bonita, aunque no era joven o
no lo parecía.
Acodado, ahora sí, en la
barra pude llamar a la camarera morena que la atendía. Un güisqui,
por favor ‒le pedí‒.
Ella, sin prisas, pero con maestría, fue colocando ante mí un
posavasos, un vaso corto con hielo y, después, me preguntó:
¿Qué güisqui
desea usted?
Me da igual. ¿Cuál
tiene? ‒pregunté‒.
Tengo varios ‒dijo‒.
Mire, ponga el que
quiera.
¿Le va bien un Jack
Daniel's?.
Un Jack Daniel's va
estupendo ‒dije,
agachando la mirada hacia el vaso con hielo mientras giraba mi
anillo de bodas en el dedo anular‒.
Pude sentir su mirada en
mi rostro.
Mientras se giraba para
alcanzar la botella la observé detenidamente: era alta y delgada,
esbelta. También la observé mientras me servía el bourbon: era muy
bella, sus ojos y su pelo, negros, su piel muy morena. Por el
acento, parecía colombiana o peruana o de algún sitio de por allá.
Después del primero me
sirvió un segundo bourbon. Yo intentaba hablar con ella, pero ella
estaba muy atereada con otros clientes. Sabía cómo tratarlos. Poco
a poco el bar fue vaciándose y cuando ya iba por el cuarto bourbon
ella sacó tiempo para acercarse a mí. Tal vez notase que necesitaba
consuelo. O qué sé yo.
Me preguntó:
¿Qué le ocurre,
caballero?, ¿se encuentra mál?, ¿o son solo problemas?
¿Problemas? Sí,
problemas. Y no pequeños.
¿De negocios?
‒volvió a preguntar.
Sí, de negocios
también. Pero éstos son los menores.
¿Entonces?
¿Problemas de amor? ‒preguntó
insinuando con sus labios una leve sonrisa. Yo volví a girar mi
anillo de bodas sin responder nada.
Fue entonces cuando ella
empezó a hablar y a contarme una historia extraña.
Primero me preguntó si
me había fijado en la señora que ocupaba mi taburete cuando yo
llegué.
Le mentí diciéndole que
levemente, que apenas me había fijado. Es verdad que sólo le había
podido ver su espalda y su perfil, pero claro que me había fijado en
ellos y en su extrema delgadez, en su cabello castaño recogido en un
moño tirante, en su amplia frente, en su ambiciosa nariz y en sus
ajadas manos cuando con ellas se colgaba el bolso en el hombro.
La camarera empezó a
hablarme de aquella mujer. Dijo que era una cliente habitual, que
auque no frecuentaba el bar a diario, se la veía de vez en cuando
por el lugar, que siempre acudía sola y que gustaba de hablar o de
hablarse a sí misma, que sus gestos eran nerviosos y que a veces
lloraba.
La camarera siguió
contándome que, con el mechero clipper entre sus dedos, como si de
este emanase un extraño poder, comenzaba a recordar. En ese momento
la camarera modificó su voz como intentando imitar con un susurro la
voz de aquella señora, "cómo comprobó una vez más, como
lo venía haciendo desde hacía semanas, cómo el aire estancado
invadía toda la estancia. Cómo lo encontraba en el salón y en la
cocina, también en los baños, pero sobre todo ese aire viciado y
sucio, polvoriento y seco, lo encontraba en el dormitario, que alguna
vez fue el suyo".
Esto fue lo primero que
la camarera me contó aquel día en ese pub nocturno de Murcia.
También me dijo que a ella le gustaba medio sentarse en el taburete
y con los codos apoyados en la barra. También que a aquella mujer le
gustaba el bourbon, que por ello me lo sirvió a mí, porque entre
los dos observaba una extraña relación. Creo que ella dijo
"concomitancia".
Después afirmó que yo
debía de ser un individuo raro, dado que me había percatado de su
presencia, de la presencia de la señora, cuando nadie lo hacía.
Siguió contándome que
no era tan mayor como podría parecer. Que no sobrepasaba los
cuarenta años, aunque aparentaba no menos de sesenta.
Aunque muy delgada,
conservaba rasgos que hacían pensar que en otro momento había sido
bella. Miraba las cosas pasando su vista delicadamente por encima de
ellas ‒dijo la
camarera‒, pero sin
permanecer mucho tiempo sobre sus figuras.
Ella creía que este era
el rasgo más característico de su inteligencia. Después,
mirándome fijamente a los ojos y, susurrando, pero con la
suficiente voz como para que yo pudiese escucharla sin esfuerzo, por
encima de la música de jazz que sonaba en el interior del sótano
que era aquel local, empezo a citarme, según dijo, frases que
aquella señora solía proferir: "el aire estancado invadía
todo el dormitorio que una vez fue el mío". "Siempre
me supe culpable".
Pero no pronunciaba
esta última frase como una justificación ‒aclaró‒,
sino, simplemente, como una descripción. Es decir, su probablemente
enorme sentido de culpabilidad, no era una justificación de lo que
pudiera haber hecho o no, sino más bien, una descripción de su
vida.
O, al menos, así lo
interpretaba ella.
¿Culpable de qué?
‒pregunté‒.
Creo que fue entonces
cuando ella se percató de que yo había sido atrapado por su red de
palabras. Creo también que su reacción, fijando una vez más su
mirada en mi vaso y en mis labios, fue más un sobresalto de
sorpresa que la reacción propia de quien quisiera contar algo; no
obstante, decidió seguir hablando.
Culpable de todo, ‒dijo,
como si ella misma fuera la señora que un rato antes había
abandonado el bar, y enmudeció unos segundos que se me hicieron muy
largos. Esperó a que diera un trago de dos buches hasta casi apurar
mi copa y siguió: "De
todo. De la muerte de mi madre, de la enfermedad de mi hermana, del
rostro triste y desesperanzado de mi padre, de mi soledad, de mi
desilusión, de mis putas ganas de vivir".
Y
diciendo esto la camarera esbozó con sus labios una sonrisa hacia
mí como si hubiera sido la señora quien hubiera mirado hacia un
camarero vulgar a quien le pidiese otra de lo mismo, aunque sus ojos
mantenían la misma expresión de infinita amargura o de desgracia
profunda y antigua, como tal vez la camarera no pudiese imitar.
Pensé que cuando a alguien se le pega la desgracia, ésta lo
acompaña para siempre, que cuando el espíritu de la desgracia
penetra en una mujer, sobre todo en una mujer, su vida se pudre
lentamente y se maldice, quedando a merced de la misma desgracia
para siempre.
"Nunca
dejé de obsesionarme creyendo que este sentido de culpa, tan
enraizado en los hombres y mujeres de mi generación, era resultado
de una educación lubrificada por una religión inhumana que afirmaba
la idea de que la vida era un valle de lágrimas y que todo empezó
el día en que por el mero hecho de haber nacido acabaron todas las
ilusiones futuras de creer y crecer creyendo que la vida podía ser
un paraíso", creo que pensé estúpidamente después de
escuchar con atención a la camarera morena pronunciar con cadencia
las palabras que atribuía a la mujer desconocida. Ella continuaba
citando: "Siempre me sentí culpable, incluso antes de crecer
en el colegio religioso en que mi padre, solitario, viudo y
desencantado con todo, delegó mi educación". Y otros
retales de sus monólogos. "Si el alma existe, y es eterna,
como me enseñaron, sin duda, la mía debió de ser muy mala en una
etapa anterior y por ello el castigo en esta vida es inevitable y
desborda la posibilidad de soportarlo", ‒dijo también.
Sus
monólogos eran inconexos. Saltaba de un lugar a otro sin lógica
sucesión.
Después
‒decía la camarera‒, empezaba a hablar de su apartamento, pero
no del que ocupaba actualmente, sino de un apartamento anterior que
debió de ocupar en algún otro momento de su pasado y en algún
lugar de Andalucía (supuse esto por el calor al que en algún
momento se refirió). Decía que se había enamorado ingenuamente,
que se había entregado con pasión y decisión al amor, que se
había casado y que, aunque no había concebido, su vida, entonces,
fue feliz. Que incluso llegó a olvidar su otra vida anterior ajena
al matrimonio, esa donde la culpabilidad afloraba por doquier y en
la que la amargura y la desgracia la invadían. Su piso de entonces
debía de ser humilde, pero felizmente bello: las ventanas abiertas
casi continuamente, menos en los meses duros y secos del verano y en
las horas de más calor, renovaban el aire limpio y fresco, llegado
del mar. Recordaba cada objeto de su apartamento, los nombraba
caóticamente, cada cuadro, el color de las cortinas del salón, la
vajilla, los vasos gruesos y anchos, las sábanas de los armarios y
la delicadeza con que se posaban lentamente sobre el colchón de su
cama,... recordaba también la dulzura de los gestos y de las
palabras de su marido. Atento a todo lo que ella dijera, risueño,
contagiaba su alegría incluso a ella. "A
punto estuvo de despegarme la desgracia de mi piel",
‒dijo, aunque no parecía que lo dijera con convicción. "Pero
la desgracia triunfa siempre y la única culpable de ello fui yo".
"Un desliz
inocente, una aventura pasajera, sin intenciones, que vino
silenciosa, sin ser notada, una noche breve y un día algo más
prolongado,... Mi marido que no puede evitar conocerla, que
pregunta, que indaga, y yo que confieso, como si nada estuviera en
juego, porque verdaderamente nada lo estaba. Su decisión de
marcharse, el piso que se queda solo y ancho, y que comienza a
desconcharse".
"Con él se me
fue la poca alegría que respiraban las estancias",
‒dijo, con una seriedad densa. "Todas
las habitaciones, el salón, la cocina, los baños fueron
entristeciendose, sobre todo el dormitorio".
"Siempre, desde
entonces, cerrado, con el aire viciado y estancado como las ventanas
de mi alma",
‒creí escucharla decir. "Y
la desgracia que se vuelve a imponer, aplastante, inevitable como la
misma muerte, necesaria".
Ya no podía más ‒recitaba‒ cuando, con el clipper entre los
dedos decidió oler por última vez el aire podrido de su
habitación, su propio olor corporal, su propio aliento y el de su
alma. No llegó a pensar que el colchón de viscoelástica con gel
frío en su interior pudiera arder con tanta facilidad... "Y
allí acabó mi vida feliz, apenas tres años de felicidad en los
casi cuarenta que ahora tengo".
Todo este párrafo de frases sin mucha conexión aparente lo
pronunció la camarera de un tirón.
¡Qué
poco dura lo bueno!, ‒dijo apurando de un trago mi propia copa y
envolviéndose en un pesado silencio.
Después
de estas reflexiones ‒siguió diciendo la camarera‒, y de
esperar aún unos minutos, siempre se marchaba sin mirar atrás, sin
mirar hacia nadie. Creo, también, que se marchaba sin comprender
nada de lo que vivía o de lo que le ocurría ‒concluyó‒.
Yo,
en cambio, a partir de esa noche, no pude dejar de pensar en aquella
mujer, en su espalda muy delgada y algo encorvada. En su pelo
recogido en un moño muy tirante que dejaba ver unas orejas algo
separadas y más bien grandes, pero bellas, sin duda.
Nadie sabe su nombre ‒añadió‒.
Tal vez la contemplación de la desgracia sea un espectáculo
imposible de eludir.
Después
de aquella noche, al día siguiente volví a Sevilla y no me
pregunten por qué, pero cuando hablé con Mara ya había olvidado su
aventura amorosa. Solo quise hablarle de mis pésimos negocios, de
que tendríamos que ajustarnos el cinturón, de que esta situación
sería pasajera y de que ya era hora de empezar a hacer proyectos
para cuando superásemos el bache.
Unos
meses después volví a Murcia. Ya los negocios habían recuperado su
ritmo en alza. Por la mañana disponía de unas horas antes de
volverme a Sevilla y decidí pasarme y tomar una cerveza por el bar
de aquella noche. Cuando llegué la persiana estaba a medio bajar. El
bar estaba cerrado, pero había alguien en su interior. Pude asomarme
por debajo de la persiana y vi a dos señores barriendo y limpiando
la barra. Logré entrar y les preguntés por la colombiana morena
que trabajaba allí. Ellos me respondieron que allí no trabajaba
ninguna colombiana. Les dije que hacía unos meses había estado
acodado en esa misma barra, señalándola, y había hablado con una
camarera colombiana morena, de ojos negros, y muy guapa.
Entonces
uno de ellos, el más alto, dijo:
¡Ah,
claro! Usted está hablando de Leila, la peruana. Pelo y ojos muy
negros. Muy morena.¿Te acuerdas, Raúl? La peruana que trabajó
aquí una noche hace unos meses y que al día siguiente se marchó y
no volvió a aparecer.
Claro,
debe ser ella. Respondió el otro. Estaba aquí de paso.
¿Pero,
cómo, dicen ustedes que solo trabajó aquí una noche? Entonces...
¿ella no conocía a nadie de por aquí, de esta zona, de este
barrio? ¿A una mujer de aspecto cansado, con el pelo recogido en un
moño muy tirante y que hablaba sola?
¿Y
a quién iba a conocer aquella joven ‒preguntó el más bajo‒?
De ella, lo único que sabemos, además de que era muy linda, es que
gustaba de inventarse y de contar historias.