domingo, 1 de diciembre de 2024

Culpas:

 

Para que no se me olvide, necesito recordar y escribir lo que me ocurrió la primera vez que vine a Murcia. Llevaba varias semanas de trabajo intenso en el que me jugaba mucho dinero. Cómo decirlo, las cosas no me iban nada bien y, para colmo, Mara, la buena de Mara, mi esposa adorada, me acababa de confesar una aventura amorosa, un desliz, dijo, con un compañero de su trabajo.

  • Ha sido algo sin importancia ‒afirmó‒. Ni hubo, ni hay, ni habrá nada entre nosotros ‒añadió también.

    En fin... Cosas... La vida. Cuando llegué a Murcia para cerrar unos tratos estaba en un día verdaderamente deplorable. Como no podía ser de otra manera, los negocios finalmente no salieron como yo hubiera deseado y al día siguiente partiría derrotado de nuevo hacia Sevilla, pero esa noche... esa noche no podía hacer otra cosa que concluirla en un bar cercano al hotel.

El garito estaba lleno, aunque no abarrotado. Me acerqué a la barra y, desde la distancia, por encima de la cabeza de una señora muy delgada que había medio acodada en la barra, le hacía gestos a la linda camarera para que me atendiese.

Ocupada en sus cosas con otros clientes no prestaba atención a mis gestos. La mujer canija que ocupaba la barra, murmurando entre dientes, se levantó del taburete, se colgó su bolso en el hombro y salió del bar. Sólo pude verle su espalda huesuda y su perfil de ambiciosa nariz, su barbilla, apenas sus ojos. Me pareció bonita, aunque no era joven o no lo parecía.

Acodado, ahora sí, en la barra pude llamar a la camarera morena que la atendía. Un güisqui, por favor le pedí. Ella, sin prisas, pero con maestría, fue colocando ante mí un posavasos, un vaso corto con hielo y, después, me preguntó:

  • ¿Qué güisqui desea usted?

  • Me da igual. ¿Cuál tiene? pregunté.

  • Tengo varios dijo.

  • Mire, ponga el que quiera.

  • ¿Le va bien un Jack Daniel's?.

  • Un Jack Daniel's va estupendo dije, agachando la mirada hacia el vaso con hielo mientras giraba mi anillo de bodas en el dedo anular.

    Pude sentir su mirada en mi rostro.

Mientras se giraba para alcanzar la botella la observé detenidamente: era alta y delgada, esbelta. También la observé mientras me servía el bourbon: era muy bella, sus ojos y su pelo, negros, su piel muy morena. Por el acento, parecía colombiana o peruana o de algún sitio de por allá.

Después del primero me sirvió un segundo bourbon. Yo intentaba hablar con ella, pero ella estaba muy atereada con otros clientes. Sabía cómo tratarlos. Poco a poco el bar fue vaciándose y cuando ya iba por el cuarto bourbon ella sacó tiempo para acercarse a mí. Tal vez notase que necesitaba consuelo. O qué sé yo.

Me preguntó:

  • ¿Qué le ocurre, caballero?, ¿se encuentra mál?, ¿o son solo problemas?

  • ¿Problemas? Sí, problemas. Y no pequeños.

  • ¿De negocios? volvió a preguntar.

  • Sí, de negocios también. Pero éstos son los menores.

  • ¿Entonces? ¿Problemas de amor? preguntó insinuando con sus labios una leve sonrisa. Yo volví a girar mi anillo de bodas sin responder nada.

Fue entonces cuando ella empezó a hablar y a contarme una historia extraña.

Primero me preguntó si me había fijado en la señora que ocupaba mi taburete cuando yo llegué.

Le mentí diciéndole que levemente, que apenas me había fijado. Es verdad que sólo le había podido ver su espalda y su perfil, pero claro que me había fijado en ellos y en su extrema delgadez, en su cabello castaño recogido en un moño tirante, en su amplia frente, en su ambiciosa nariz y en sus ajadas manos cuando con ellas se colgaba el bolso en el hombro.

La camarera empezó a hablarme de aquella mujer. Dijo que era una cliente habitual, que auque no frecuentaba el bar a diario, se la veía de vez en cuando por el lugar, que siempre acudía sola y que gustaba de hablar o de hablarse a sí misma, que sus gestos eran nerviosos y que a veces lloraba.

La camarera siguió contándome que, con el mechero clipper entre sus dedos, como si de este emanase un extraño poder, comenzaba a recordar. En ese momento la camarera modificó su voz como intentando imitar con un susurro la voz de aquella señora, "cómo comprobó una vez más, como lo venía haciendo desde hacía semanas, cómo el aire estancado invadía toda la estancia. Cómo lo encontraba en el salón y en la cocina, también en los baños, pero sobre todo ese aire viciado y sucio, polvoriento y seco, lo encontraba en el dormitario, que alguna vez fue el suyo".

Esto fue lo primero que la camarera me contó aquel día en ese pub nocturno de Murcia. También me dijo que a ella le gustaba medio sentarse en el taburete y con los codos apoyados en la barra. También que a aquella mujer le gustaba el bourbon, que por ello me lo sirvió a mí, porque entre los dos observaba una extraña relación. Creo que ella dijo "concomitancia".

Después afirmó que yo debía de ser un individuo raro, dado que me había percatado de su presencia, de la presencia de la señora, cuando nadie lo hacía.

  • Ella siempre pasa desapercibida dijo.

Siguió contándome que no era tan mayor como podría parecer. Que no sobrepasaba los cuarenta años, aunque aparentaba no menos de sesenta.

  • Aunque muy delgada, conservaba rasgos que hacían pensar que en otro momento había sido bella. Miraba las cosas pasando su vista delicadamente por encima de ellas dijo la camarera, pero sin permanecer mucho tiempo sobre sus figuras.

    Ella creía que este era el rasgo más característico de su inteligencia. Después, mirándome fijamente a los ojos y, susurrando, pero con la suficiente voz como para que yo pudiese escucharla sin esfuerzo, por encima de la música de jazz que sonaba en el interior del sótano que era aquel local, empezo a citarme, según dijo, frases que aquella señora solía proferir: "el aire estancado invadía todo el dormitorio que una vez fue el mío". "Siempre me supe culpable".

  • Pero no pronunciaba esta última frase como una justificación aclaró, sino, simplemente, como una descripción. Es decir, su probablemente enorme sentido de culpabilidad, no era una justificación de lo que pudiera haber hecho o no, sino más bien, una descripción de su vida.

    O, al menos, así lo interpretaba ella.

  • ¿Culpable de qué? pregunté.

    Creo que fue entonces cuando ella se percató de que yo había sido atrapado por su red de palabras. Creo también que su reacción, fijando una vez más su mirada en mi vaso y en mis labios, fue más un sobresalto de sorpresa que la reacción propia de quien quisiera contar algo; no obstante, decidió seguir hablando.

  • Culpable de todo, ‒dijo, como si ella misma fuera la señora que un rato antes había abandonado el bar, y enmudeció unos segundos que se me hicieron muy largos. Esperó a que diera un trago de dos buches hasta casi apurar mi copa y siguió: "De todo. De la muerte de mi madre, de la enfermedad de mi hermana, del rostro triste y desesperanzado de mi padre, de mi soledad, de mi desilusión, de mis putas ganas de vivir".

    Y diciendo esto la camarera esbozó con sus labios una sonrisa hacia mí como si hubiera sido la señora quien hubiera mirado hacia un camarero vulgar a quien le pidiese otra de lo mismo, aunque sus ojos mantenían la misma expresión de infinita amargura o de desgracia profunda y antigua, como tal vez la camarera no pudiese imitar. Pensé que cuando a alguien se le pega la desgracia, ésta lo acompaña para siempre, que cuando el espíritu de la desgracia penetra en una mujer, sobre todo en una mujer, su vida se pudre lentamente y se maldice, quedando a merced de la misma desgracia para siempre.

"Nunca dejé de obsesionarme creyendo que este sentido de culpa, tan enraizado en los hombres y mujeres de mi generación, era resultado de una educación lubrificada por una religión inhumana que afirmaba la idea de que la vida era un valle de lágrimas y que todo empezó el día en que por el mero hecho de haber nacido acabaron todas las ilusiones futuras de creer y crecer creyendo que la vida podía ser un paraíso", creo que pensé estúpidamente después de escuchar con atención a la camarera morena pronunciar con cadencia las palabras que atribuía a la mujer desconocida. Ella continuaba citando: "Siempre me sentí culpable, incluso antes de crecer en el colegio religioso en que mi padre, solitario, viudo y desencantado con todo, delegó mi educación". Y otros retales de sus monólogos. "Si el alma existe, y es eterna, como me enseñaron, sin duda, la mía debió de ser muy mala en una etapa anterior y por ello el castigo en esta vida es inevitable y desborda la posibilidad de soportarlo", ‒dijo también.

Sus monólogos eran inconexos. Saltaba de un lugar a otro sin lógica sucesión.

  • Después ‒decía la camarera‒, empezaba a hablar de su apartamento, pero no del que ocupaba actualmente, sino de un apartamento anterior que debió de ocupar en algún otro momento de su pasado y en algún lugar de Andalucía (supuse esto por el calor al que en algún momento se refirió). Decía que se había enamorado ingenuamente, que se había entregado con pasión y decisión al amor, que se había casado y que, aunque no había concebido, su vida, entonces, fue feliz. Que incluso llegó a olvidar su otra vida anterior ajena al matrimonio, esa donde la culpabilidad afloraba por doquier y en la que la amargura y la desgracia la invadían. Su piso de entonces debía de ser humilde, pero felizmente bello: las ventanas abiertas casi continuamente, menos en los meses duros y secos del verano y en las horas de más calor, renovaban el aire limpio y fresco, llegado del mar. Recordaba cada objeto de su apartamento, los nombraba caóticamente, cada cuadro, el color de las cortinas del salón, la vajilla, los vasos gruesos y anchos, las sábanas de los armarios y la delicadeza con que se posaban lentamente sobre el colchón de su cama,... recordaba también la dulzura de los gestos y de las palabras de su marido. Atento a todo lo que ella dijera, risueño, contagiaba su alegría incluso a ella. "A punto estuvo de despegarme la desgracia de mi piel", ‒dijo, aunque no parecía que lo dijera con convicción. "Pero la desgracia triunfa siempre y la única culpable de ello fui yo". "Un desliz inocente, una aventura pasajera, sin intenciones, que vino silenciosa, sin ser notada, una noche breve y un día algo más prolongado,... Mi marido que no puede evitar conocerla, que pregunta, que indaga, y yo que confieso, como si nada estuviera en juego, porque verdaderamente nada lo estaba. Su decisión de marcharse, el piso que se queda solo y ancho, y que comienza a desconcharse". "Con él se me fue la poca alegría que respiraban las estancias", ‒dijo, con una seriedad densa. "Todas las habitaciones, el salón, la cocina, los baños fueron entristeciendose, sobre todo el dormitorio". "Siempre, desde entonces, cerrado, con el aire viciado y estancado como las ventanas de mi alma", ‒creí escucharla decir. "Y la desgracia que se vuelve a imponer, aplastante, inevitable como la misma muerte, necesaria". Ya no podía más ‒recitaba‒ cuando, con el clipper entre los dedos decidió oler por última vez el aire podrido de su habitación, su propio olor corporal, su propio aliento y el de su alma. No llegó a pensar que el colchón de viscoelástica con gel frío en su interior pudiera arder con tanta facilidad... "Y allí acabó mi vida feliz, apenas tres años de felicidad en los casi cuarenta que ahora tengo". Todo este párrafo de frases sin mucha conexión aparente lo pronunció la camarera de un tirón.

  • ¡Qué poco dura lo bueno!, ‒dijo apurando de un trago mi propia copa y envolviéndose en un pesado silencio.

  • Después de estas reflexiones ‒siguió diciendo la camarera‒, y de esperar aún unos minutos, siempre se marchaba sin mirar atrás, sin mirar hacia nadie. Creo, también, que se marchaba sin comprender nada de lo que vivía o de lo que le ocurría ‒concluyó‒.

    Yo, en cambio, a partir de esa noche, no pude dejar de pensar en aquella mujer, en su espalda muy delgada y algo encorvada. En su pelo recogido en un moño muy tirante que dejaba ver unas orejas algo separadas y más bien grandes, pero bellas, sin duda.

  • Nadie sabe su nombre ‒añadió‒. Tal vez la contemplación de la desgracia sea un espectáculo imposible de eludir.


Después de aquella noche, al día siguiente volví a Sevilla y no me pregunten por qué, pero cuando hablé con Mara ya había olvidado su aventura amorosa. Solo quise hablarle de mis pésimos negocios, de que tendríamos que ajustarnos el cinturón, de que esta situación sería pasajera y de que ya era hora de empezar a hacer proyectos para cuando superásemos el bache.


Unos meses después volví a Murcia. Ya los negocios habían recuperado su ritmo en alza. Por la mañana disponía de unas horas antes de volverme a Sevilla y decidí pasarme y tomar una cerveza por el bar de aquella noche. Cuando llegué la persiana estaba a medio bajar. El bar estaba cerrado, pero había alguien en su interior. Pude asomarme por debajo de la persiana y vi a dos señores barriendo y limpiando la barra. Logré entrar y les preguntés por la colombiana morena que trabajaba allí. Ellos me respondieron que allí no trabajaba ninguna colombiana. Les dije que hacía unos meses había estado acodado en esa misma barra, señalándola, y había hablado con una camarera colombiana morena, de ojos negros, y muy guapa.

Entonces uno de ellos, el más alto, dijo:

  • ¡Ah, claro! Usted está hablando de Leila, la peruana. Pelo y ojos muy negros. Muy morena.¿Te acuerdas, Raúl? La peruana que trabajó aquí una noche hace unos meses y que al día siguiente se marchó y no volvió a aparecer.

  • Claro, debe ser ella. Respondió el otro. Estaba aquí de paso.

  • ¿Pero, cómo, dicen ustedes que solo trabajó aquí una noche? Entonces... ¿ella no conocía a nadie de por aquí, de esta zona, de este barrio? ¿A una mujer de aspecto cansado, con el pelo recogido en un moño muy tirante y que hablaba sola?

  • ¿Y a quién iba a conocer aquella joven ‒preguntó el más bajo‒? De ella, lo único que sabemos, además de que era muy linda, es que gustaba de inventarse y de contar historias.

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