domingo, 1 de diciembre de 2024

Cosas de familia:

 

(Breve réplica a Mircea Cărtărescu, a quien nunca le perdonaré lo que me hizo fumar una noche.)


Quizá esta situación, por la que vengo pasando desde hace tantos años que ya me he ido olvidando de cuántos, como si fuera algo por lo que tuviera que pasar inevitablemente, o este pueda ser solo mi deseo, creo, sea consecuencia de haber tenido que crear a mi madre.

A veces he llegado a sospechar, ignoro el motivo, que podía distinguir, sin ningún problema, mis invenciones o mis sueños de esa cosa velada, si no directamente oculta, cuando los párpados están cerrados y completamente ignorada cuando abiertos, y que, con arrogancia, solemos llamar «realidad», pero cada vez tengo por más seguro que esto es otra más de mis ilusiones o alucinaciones o sueños, dado que ahora, en este momento preciso o en este día o mes o lugar, no estoy seguro, nunca estoy seguro de casi nada, tuve que inventarme a mi madre para cubrir el hueco que ella dejara cuando decidió callarse y se calló, extraño voto de silencio, justo en el instante en que yo precisamente necesitaba más que nada su voz, justo cuando yo, iluso, creía que el tiempo no existía o que ya habría un momento más adelante para hablar con ella o para dejar que ella me contara o para que ella se atreviera, finalmente, a hablarme de si el hijo, que creo que ella perdió y que no soy yo, esto lo puedo afirmar con seguridad, existió de verdad, que no fue una invención mía ni tampoco de ella, de la madre que me inventé, o de que miraba sin decir nada, quiero decir si lo perdió en «realidad», o no, si fue fruto de su invención o, con más certeza, creo, de la mía, puesto que a veces, muy pocas veces o una sola vez, decía, o creía yo que ella decía, que ese hijo suyo, mi hermano pues, había muerto antes de nacer yo, pero a veces también parecía que seguía estando vivo cuando yo apenas llegaba a los cinco años o cinco años y medio, o, aún inocentemente, cuando hablaba con el hombre a quien yo creía mi padre, con él ella sí que hablaba, aunque no de esto, y cambiaba mi nombre por el suyo, por el de mi hermano, quien no llegó casi a poseerlo, o quizá fuera mi padre quien se confundiera, cuando él le hablaba de los asuntos de su trabajo aunque ella no le preguntara, y ella le contaba a él acerca de la casa o de algún vecino, pero no de él, de su otro hijo, y no porque yo no quisiera o no lo quisiera él, sino porque esto era cosa de mi madre, cosa exclusiva de ella, porque era su hijo y de nadie más, porque ambos habían compartido solo el lecho y las ganas de amar, y, también, a sus otros hijos, mayores que yo, y más ignorantes que yo incluso, o silentes más bien, respecto a su hijo perdido o desaparecido o muerto, porque, como a mí, también a ellos les daría miedo preguntar, insinuar siquiera una pregunta simple como la de ¿qué pasó, madre?, y por ello, tal vez ellos no, pero yo sí, tuve que crearme una madre apócrifa que me contara, que me dijera, que me hablara, en torno a la que yo gravitara como si fuera no mi madre, mi sol, que no lo era, sino una extraña figura artificial, oculta y silenciada para todos, porque, está claro, que sin respuestas, sin algunas respuestas, no se puede vivir, aunque sean respuestas ficticias, falsas, como falso, aunque cada vez menos, como falso, repito, era el abrazo que a esta imagen le daba cada vez que sentía miedo por desaparecer o por morir o, más cotidianamente, por cruzar el patio de la casa de noche hacia mi habitación, como desapareció o murió mi hermano muerto, dejando a mi madre, la verdadera, muda para siempre y, por ello, lejana, ausente, y a mí solitario, cansado, perdido.

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