viernes, 24 de enero de 2025

Una venganza:

 

- Me preguntaba una cosa... ¿Alguna vez ha hecho algo bueno en su vida?

Wolfer Joe le miró a los ojos y le contestó, retirando los labios de los dientes:

- Sí. Una vez. Traicioné a una mujer.

A la señal del verdugo, unos hombres tiraron de las cuerdas del cajón de embalaje”. (Dorothy M. Johnson: La última bravata. 1957)


Todos en aquel lugar conocían la vuelta de Evelio Valdés. Este había pasado en prisión los últimos diez años y todos rumoreaban en el pueblo que nada más salir volvería a cobrarse la justicia que no le dimos, porque todos en el pueblo habían participado entonces en aquel linchamiento con el que lograron encerrar a Evelio. Todos también sabían que él no era el único culpable, quizá el que menos, del homicidio de su padrastro, y que otros varios se libraron de la prisión con más motivos y aún hoy campaban por las tabernas sin temor alguno. Pero Evelio era el odiado y temido por todos.

Desde niño todos pudimos ver cómo Evelio llevaba la maldad dentro de sí. Disfrutaba cuando pateaba a los perros o a los gatos, cuando abofeteaba a otros niños más pequeños y muchos vimos repetidamente cómo, muy despacio, iba cerrando el puño en alto de su mano derecha conteniendo un canario cantor hasta reventarlo.

Evelio siguió descendiendo por esa senda grasienta y negra que lo condujo a lugares de delincuencia, de tráfico, de broncas y de gestos duros, de dinero fácil, de abultados gastos y de desenfreno permanente. Evelio Valdés siempre estaba metido en algún lío y hacía tiempo que la policía lo contemplaba de cerca. Lo peor de él era que parecía que disfrutaba con el daño que hacía. Y le daba igual a quién. Tal vez por ello, todos quisieron vengarse de él, lo denunciaron en cuanto pudieron y le echaron el muerto del homicidio de su padrasto Ponce, el rata.

Diez años después de aquello todos temían la vuelta de Evelio Valdés al pueblo, porque todos temían su venganza y todos también sabían que su golpe mortal y sádico caería, y caería sobre cualquiera, porque cualquiera éramos todos.

Algunos dicen que lo vieron subirse al tren en la capital. Otros dice que alquiló un coche deportivo. Otros, los menos, coincidían en que tal vez hubiese cambiado de opinión en la cárcel y se hubiese ido en dirección opuesta al pueblo. Pero lo cierto es que en el primer día después de su liberación nadie pudo ver a Evelio Valdés caminar por las calles polvorientas del pueblo. Aún así, nadie, al caer la noche, estaba tranquilo, porque cuanto más tarde se hacía, más amenazante se mostraba su vuelta.

Pasó el primer día y el segundo y el siguiente al segundo y el siguiente, y nadie pudo distinguir la silueta delgada de Evelio dibujarse en el centro de la calle principal. Algunos, los más, empezaban a decir, bromeando de temor: «Evelio se ha marchado lejos, está viejo, le han dado lo suyo en la prisión, no se atreverá a volver». Pero otros, los menos, pensaban en silencio que a más demora, más peligrosa la vuelta.

A la séptima noche, cuando la sombra de Evelio comenzaba a borrarse del horizonte del poblado, y cuando muchos estaban gritando y riendo en la taberna Central y la música sonaba a todo volumen, Evelio Valdés, mostrando sus dientes y mordiendo un palillo abrió las puertas del bar. Todos se giraron y el ruido cesó de repente. Alguien calló la música y todos los allí presentes pudimos escuchar los pasos de Evelio cruzar la estancia, acercarse a la barra y al propio Evelio Valdés decir, como si no hubieran transcurrido diez años desde la última vez:

  • Tomás, ponme algo de beber. Lo que quieras.

Después Evelio se giró, apoyó los codos en la barra y fue mirando, uno a uno, a todos los rostros de los allí presentes. Evelio dijo:

  • Que continúe la fiesta. ¿Por qué habéis callado la música? ¿Acaso no es motivo de alegría mi vuelta?

Y, así, la taberna recuperó lentamente el ruido, pero las voces de los allí presentes se hicieron más comedidas de lo que lo eran antes de su llegada.


Una furcia de marcadas pecas y amenazante escote se le acercó y le propuso:

  • Evelio, ¿quieres invitarme a una copa?

Pero Evelio no le contestó. Ella siguió diciendo:

  • ¿No te acuerdas de mí? Soy la Charo. Me dijiste que te esperara bajo el álamo grande.

Evelio siguió sin decir nada. Tampoco la miró. Fue a sentarse a una mesa en un rincón. No tuvo que apartar a nadie, porque todos iban dejando libre el lugar que ocupaban a su paso. Poco a poco el bar fue desalojándose hasta que en él solo quedaron la furcia, el barman Tomás y el propio Evelio. La noche había concluido.


Pasaron varios días y Evelio no se cobraba su venganza. Muchos en el pueblo comenzaron a relajarse. Algunos opinaban de él diciendo: «No puede hacer nada», «Ha cambiado», «Lo han cambiado en la cárcel», «Siempre fue un cobarde», «¿Quién le teme ahora?». Evelio ni decía ni hacía nada. Solo sonreía, a veces, mostrando los dientes. Aunque nadie lo reconocía, esta su sonrisa, seguía dando miedo a todos.


Aunque nada hiciera, nadie quería a Evelio en el pueblo. Muchos murmuraban entre dientes: «Está esperando algo o preparándolo». Hasta que todos, ya cansados de él y de esta situación insoportable, actuaron como uno solo. La historia volvió a repetirse, pero ahora como farsa cruel, a partir del momento en que Evelio entró en la taberna y antes de que pudiera decirle a Tomás que le sirviera algo, mientras se acercaba a la barra, el idiota de Fran, el Picao, se interpuso a su paso, se enfrentó a él y le dijo:

  • Ya no asustas, Evelio. Queremos que te vayas de aquí.

Evelio bordeó al Picao y siguió hasta la barra. El Picao, por detrás, le puso la mano izquierda en el hombro, hizo que Evelio se girara y le lanzó un puñetazo al rostro con tanta fuerza que estrelló el cuerpo de Evelio en la barra del bar. Después comenzó la pelea en la que muchos participaron golpeando y pateando a Evelio. Finalmente, entre varios, decidieron sacarlo a la calle central y colgarlo de la rama del álamo grande.

Evelio, maltrecho y herido, seguía sin decir nada.

Aún antes de colgarlo definitivamente, alguien, casi implorando, se dirigió a Evelio preguntándole:

  • ¿Pero es que no vas a decir nada?

Evelio lo miró con desprecio, primero a él y después a todos los demás, mostrando sus dientes y esbozando con dolor una leve sonrisa. En este momento supe que la venganza de Evelio Valdés con su vuelta ya se había consumado.

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