viernes, 24 de enero de 2025

Un instante:

 

Te ves mirando a través del cristal de la ventana. Hace frío. Siempre llegas tarde al colegio. Con el dedo índice dibujas cuadrados y círculos en el cristal empañado. Después, cuando ya no te queda más espacio, lo borras todo con la manga del chaleco y te desplazas a otro cristal. Cuando ya no quedan más cristales en los que dibujar, miras hacia la calle y ves a algún vecino avanzar muy despacio y a otras madres y niños muy abrigados. No piensas nada cuando los miras. Nunca has pensado nada, ni imaginado siguiera, te dices. Ahora sabes que siempre tuviste una tendencia natural y espontánea hacia el dulce y suave dejar pasar el tiempo, aunque ya no la practiques. Tu forma natural de ser siempre fue la molicie o la apatía hacia todo y todos. Siempre te creiste estar situado al margen. Hasta que un día, descubriste que esto era una enorme falsedad, que también eras un niño como los otros. Fue ese mismo día en que murió tu madre.

Te lo dijo tu tío Miguel, recuerdas. Llegó muy temprano a casa, amaneciendo. Abrió el portal de la calle, subió las escaleras y antes de entrar tocó en la puerta con los nudillos, como no queriendo molestar. Después entró con su llave, que era la llave de su hermana, de tu madre, se acercó a ti, te agarró de los hombros y te dijo muy serio: «Mamá ha muerto, Paquito». Y tú supiste entonces, en ese momento, que había algo que sí que te importaba, por lo que sí hubieras peleado. Pero, como siempre, siempre llegas tarde a todo.

Tu hermano mayor, Falito, era quien te llevaba al colegio desde hacía unas semanas. Tu madre no estaba en casa porque decía tu tío que estaba malita en el hospital, que ya pronto se repondría y que volvería a casa. Tú te aprovechabas de que ella no estuviera para quedarte unos minutos más en la cama, remoloneando y volviéndote a dormir. Es verdad que ella no estaba para arroparte, pero eso ya lo sabías hacer tú solo. Falito preparaba tu desayuno y el suyo. El tuyo siempre estaba frío. Él decía que eso era porque tú tardabas mucho tiempo en levantarte, que a ver si creías que el colegio te esperaría a tí y que él no podía tampoco llegar tarde al trabajo, que don Vicente, su jefe, no iba a esperarlo ni un minuto para abrir el taller. Entonces creías que no te acordabas de tu madre, pero no era verdad, tú lo sabías. No podías quitártela de la cabeza. Esto lo olvidabas sobre todo cuando salías de la casa y te marchabas calle abajo, hacia el colegio, con la maleta en una mano y con la otra metida en el bolsillo de la chaqueta. Entonces te acordabas de ella, de tu madre, pero no porque tuvieras que llevar tú la maleta y llevar la mano fuera del bolsillo de la chaqueta. No te acordabas de tu madre porque ella te llevase la maleta con una mano y con la otra te calentase la tuya. Pero eso lo sabes ahora que ella ha muerto, te engañas. Te acordabas de ella sin acordarte, porque entre ella y tú no había distancia. Eso creías. Que erais uno. Por eso no te acordabas de ella, como cualquiera que no se acuerda de que tiene dos brazos o dos manos o dos ojos, por eso, porque los tiene. Y los tiene siempre consigo.

Ahora meditas y piensas largo rato. Tal vez recuerdes. Desde ese instante, confirmas, desde el momento en que el tío Miguel entró en la casa con las llaves de mamá, nunca has vuelto a llegar tarde a ningún sitio ni a ninguna cita.


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