miércoles, 5 de noviembre de 2025

Desencuentros:

 

A Pedro Mairal


Mientras bajaba uno a uno los escalones del antro al que me habían conducido meses de deambular con hastío por las calles sucias, desconchadas, estrechas y desconocidas pude sentir la pudrición de aquello que estuviera mascando durante años y la necesidad de vomitarlo, sin poder hacerlo, y el asco, además, por tener que tragarlo otra vez, sintiendo que era imposible, que se agarraba a la garganta y que no llegaba a bajar nunca por más que lo empujase.

No olvidaba por qué había abandonado a mi familia, a mis amistades, mi país: deseo de prosperar, de crecer, de ser más, me mentía. Aún conservaba este empeño en lo más incierto de mis ilusiones, pero ahora, después del tiempo y de lo que sucede, siempre sucede algo, eran otras mis preocupaciones, distintas, más urgentes, más necesarias. Mis brazos y mis muslos lo anunciaban a voces, lo gritaban, me decía.

Afortunadamente el local no estaba ni muy lejos ni abarrotado. No hubiese soportado un recorrido largo desde donde me encontraba, no sé adónde, dado mi estado inflamado y abatido. Ahora recuerdo que tenía frío, no en la piel de la cara ni de las manos, más adentro, en los huesos. Temblaba cuando bajé las escaleras y entré en aquel sitio oscuro. Después del pequeño tramo, no más de tres escalones, y de soltar la barra del pasamanos con mucho tiento para no caer, pude contemplar el lugar. No era muy grande, apenas diez o doce metros de largo por cinco de ancho, algunas mesas pequeñas rodeadas de taburetes bajos, música de jazz, creo, focos de colores alumbrando no se sabía muy bien adónde. Algunas mesas estaban vacías. Fui a ocupar una de ellas cuando desde el rincón más oscuro pude observar que una pareja me miraba con interés o con atención, no sé. Ella era una mujer que había sido guapa no hacía mucho, él era un individuo con cara triste y aburrida. Creí entender que ella hacía un gesto como para indicar que me acercara. Ambos me miraron avanzar hacia ellos, sorteando, en la penumbra, los obstáculos invisibles, oscuros. Observé el movimiento lento de la cabeza de él y el escotado vestido negro de ella. Sin gentileza, él me acercó un taburete invitándome a sentarme con ellos. Al principio dudé porque lo que yo buscaba era otro tipo de relación, de contacto, y en ese lugar y con esa pareja era difícil que lo encontrase. No obstante, mis fuerzas sucumbieron y no logré imponer mi rechazo. Muy despacio acepté la propuesta de los desconocidos. No entendía bien lo que me decían o lo que hablaban entre ellos, pero parecía que discutían, sobre todo ella, que tendía a alzar la voz en aquel lugar cerrado y falto de aire, ruidoso. Después ella me agarró una mano, comenzó a acariciarla mientras me miraba de una forma que no sé explicar, creo que simulaba un deseo imposible porque en mi estado no podría haber levantado el deseo de nadie en la circunstancia que estuviera. Él, en cambio, callaba, la miraba a ella y me miraba a mí. Después, creo, que se disgustó con algo que ella dijo o hizo, no sé. Se levantó del taburete e hizo el gesto de llamar al camarero para pagar la cuenta. Entonces vi lo que, sin yo saberlo hasta entonces, iba buscando: abrió su cartera con varios billetes de cinco mil. Después de pagar la cuenta y de despedirse de la señora, que continuaba con mi mano entre las suyas, yo saqué, no sé de donde, las fuerzas para levantarme, agarrarme del brazo de aquel señor y despedirme de la señora con un casi inaudible “a ver más”. Creo que a él se le mudó la cara, como si hubiera ganado una batalla o algo así. Ella, en cambio, siguió fumando con su cara aparentemente adormecida detrás del humo de su alargada pipa. Sorteamos las mesas y los taburetes desocupados, me ayudó a subir las escaleras, salimos a la calle y este individuo de cara triste me echó su chaqueta por encima de mis hombros. Este fue el gesto más amable de ese día, hasta entonces. Después de andar unos pasos, con voz más aguda de lo que yo había previsto y que contrastaba con su rostro seco, me preguntó: “¿Adónde quiere que la lleve? ¿Qué quiere hacer?” Yo, sin medir mis palabras, contesté: “Comer. Llévame a comer, por favor”.

Ya no hablamos más hasta mucho después, hasta que tras de salir del restorán y llegar a un hostal cercano y limpio, me agarró de los hombros, me sentó en el borde de la cama y, mirándome, muy fijos sus ojos en los míos, me dijo algo que no llegué a entender del todo y que yo interpreté como: “esta noche puedo pasarla sólo con su presencia. No necesita darme más. Me siento sobradamente pagado”. Después se sentó en la única silla de la habitación sin dejar de mirarme. Yo me sentía agotada y satisfecha, notaba la barriga llena mientras de golpe me asaltó el cansancio, el sopor, y el sueño. Creo que él me ayudó a despojarme de la ropa. Recuerdo, entre sueños, que un botón de la blusa se me abrió a destiempo dejando escapar un pecho que él miró con deseo. No dijo nada, no hizo nada. Yo sonreí. Ya no recuerdo nada hasta el día siguiente. Por la mañana él no estaba en la habitación que había dejado abonada.

Nunca volví a saber ni a ver a ese hombre sin identidad y mi recuerdo de él, borroso, siempre va unido a una música de jazz, nostálgica y lejana, que, muy despacio, viene y va acompañando mis pensamientos junto a la irresistible necesidad de saldar una deuda.

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