jueves, 18 de diciembre de 2025

Extraña noche:

 

Nunca he sido impaciente en la espera y he logrado sin esfuerzos que mis pensamientos, llevados por la imaginación –y esa cosa suya que alguien, inconsciente, quiso aislar y llamó memoria–, vuelen de imagen en imagen o de idea en idea para ir a posarse, levemente y por poco tiempo, en alguna seductora joven de ojos claros y delgados labios o en un aguerrido soldado lanzándose al abismo del combate en un campo de batalla invisible a consecuencia de la humareda o a un coleóptero, un escarabajo rinoceronte quizás, de agudas pinzas invadiendo ignorante el territorio arenoso de un rival más grande y poderoso que él. Pero esta noche, tarde aún puesto que el sol deja pasar sus últimos rayos a través de las finas cortinas atenuando la luz del interior de la habitación del hotel, un extraño nerviosismo recorre mi estómago y mi espalda, mis piernas, como si mi cuerpo comprendiese mejor que mi conciencia lo que estaba por venir o ya estaba llegando sin que yo me percatase, aunque cuando he querido sentarme en el único sillón de la habitación, he podido presentir la llamada en la puerta, al menos tres segundos antes de que sucediera. O tal vez esté equivocado y hayan sido tres los toques claros y precisos de nudillos en la cara exterior de la lámina de madera lacada. No he podido escuchar los pasos aproximándose, porque el suelo enmoquedado amortigua todo tipo de ruido sumergiendo a los huéspedes de este hotel céntrico en una burbuja de silencio acolchada, de calor casi sofocante y de un olor que impone la huída atolondrada por los pasillos, aunque sin llegar a las náuseas. Mi repentina quietud cuando voy a apoyar mi mano en el brazo forrado del sillón me anuncian con precisa claridad mi estado de alerta, así como me hace saber que mi intuición sigue estando firme y apta para cualquier aventura como la que, supongo, me espera esta noche.

Más tranquilo después de oír los tres golpes de nudillos enderezo mi cuerpo, me recoloco la chaqueta, me aliso con la palma de la mano el cabello y cruzo la habitación para abrir la puerta con decisión y con prisas disimuladas. Un perfume conocido me asalta.

Aún antes de abrirle la puerta a la mujer he tenido tiempo de imaginármela flaca y alta entre mis brazos, estrechándola fuertemente contra mi pecho y hundiendo mis manos y mis dedos entre sus nalgas por encima de su falda. Esto es lo más cerca que he imaginado poder estar de una mujer. Realmente nunca he podido encontrarme más allá de mis propios deseos. Tampoco esto tiene alguna importancia, dado que yo no la he elegido a ella, no la conocía de nada, como ella tampoco me ha elegido a mí. Una corta y rápida llamada de teléfono ha servido para concertar la cita. No es de amor de lo que yo carezco. En cuanto a ella, no sé nada, creía en ese momento, y qué más me daba.

Cuando giro el pomo y abro la puerta algo se estremece en mi interior, como el retorno a un lugar desgraciado y conocido tiempo atrás, y me golpea como si verdaderamente un puño hubiera sido estampado en mi rostro y mi cabeza, y me hubiese abatido dejándome al borde de la inconsciencia. En principio no he creído en la certeza de lo que parecía, después lo he llegado a dudar y me lo he negado sin dejar de observarla, mas finalmente decido que no es ella quien yo estoy creyendo, que a veces la realidad escoge caminos extraños y sus azares parecen dirigidos maliciosamente por mentes enfermas. Delante de mí se encuentra una limpia, clara y generosa frente. Sus ojos no parecen reconocerme. Tampoco me miran como si escondieran algo. Son claros y directos. Su mirada, firme, ni oculta ni muestra nada. Simplemente la mujer mira, recorre la habitación que parece no reconocer. Quiero apartar la mirada de su rostro, pero no puedo hacerlo porque una poderosa fuerza magnética me obliga a no separarme de él, como si quisiese desvelar el secreto oculto que esconde. Su peinado es distinto que el que yo recuerdo: más alto y delicado, con el cabello proyectándose hacia los lados y hacia atrás, pero sin atreverse a caer del todo, basculando levemente. Los pliegues de sus ojos se extienden hasta sus sienes. Sus pupilas brillan en la noche que se acerca tal si comprendieran por primera vez el mundo en que han decidido habitar. Sus labios son delgados como si hubiesen sido pintados por una mano maestra conduciendo con extremo cuidado un pincel de microscópicas cerdas. Estos labios serios y austeros son el símbolo preciso del engaño prometido durante la corta llamada telefónica, pienso: no prometen lo que verdaderamente están dispuestos a dar. Su falda, no demasiado corta, me permite reconocer unas pantorrillas finas e intuir un esqueleto delgado y ligero, pero no por ello débil. Sus tobillos son más infantiles que la edad que proyectan sus ojos. Sus rodillas son de niña, pienso, sus hombros delicados como lazos de pan recién cocido. Su nariz es un perfecto triángulo equilátero si no fuera por una leve curva en el puente, marcando, junto a su amplia frente, una fuerte y decidida personalidad varonil. Sus orejas, delicadas y quebradizas como alas de mariposa, ocultan el nacimiento de una mandíbula que avanza y se redondea suavemente en un mentón delicado y fino como la punta de la lanza que definitivamente acaba de clavarse en mi corazón. Sobre todo cuando miro su perfil. Y sobre todo también cuando observo la curva casi abrupta que se forma desde su mentón hasta el borde de su delgado labio inferior. Sus pómulos estiran la piel de su cara borrando cualquier esbozo de arruga que pudiera suponérsele.

Esta noche habrá de transcurir en esta habitación de hotel, separados de la oscuridad por una leve y tenue cortina, observando en los cristales el reflejo de ella desnuda sobre la cama y haciendo el amor hasta el agotamiento, con la sensación o la conciencia de no ser del todo infiel a mi esposa ausente.

Por la mañana, líneas amarillas formadas por el sol de otoño, invadirán la cama deshecha en la que ella solo habrá dejado el olor de su perfume y la confusión de un sueño que seré incapaz de recordar.

martes, 9 de diciembre de 2025

Si tú me olvidas, me quedaré muerto:

 

A Isabel y a Pepe.


Yo sé que existo
porque tú me imaginas.
Soy alto porque tú me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita...

(Ángel González)


He querido darle una nueva oportunidad a los versos "Pero si tú me olvidas / quedaré muerto...". Quiero decir, si te recuerdo y mientras te recuerde, aunque sea en mis sueños o en mi imaginación, tú seguirás viva.



«Todos tenemos sueños recurrentes decía el que parecía más viejo de los dos mientras se pellizcaba la palma de una mano con los dedos de la otra. Pero esto no es importante seguía diciendo».


El otro hombre, enmudecido, contribuyó con su atención a la prolongada expansión del silencio por el lugar. Sabía, quizás, que después de este largo silencio, como de otros anteriores de los que había podido participar, el viejo comenzaría a decir a borbotones todo aquello que de otra manera no hubiera podido expulsar de su boca. Sus ojos acuosos no parecían corresponderse con un rostro que comenzaba a adquirir un ligero tono púrpura.

Después, como deseábamos, el más viejo de los dos, de nuevo, siguió hablando:


«Los sueños recurrentes son siempre iguales entre sí, pero los nuevos, los sueños nuevos, son únicos,... y, en realidad, son misterios por resolver».


Silencio.


«Y ¿cuál ha sido su sueño de esta noche, Don Manuel? ¿Podría contármelo? preguntó el otro. El más joven de los dos sabía que el viejo podría contarlo sin dificultad, si fuera el caso de que lo llegara a recordar. El problema, lo sabía bién, era que tal vez ya no lo recordase con claridad o que el sueño se hubiera visto contaminado de otras imágenes apócrifas, exteriores al propio sueño, ensuciándolo. Esto hubiera impedido al viejo su descripción».


Manuel, despacio, empezó a narrar y yo, allí presente, situado detrás de ambos ancianos, pude escuchar todo el relato. Lo he transcrito tal cual lo oí. Las contradicciones o saltos en el mismo no son míos, sino del propio relato y del relatador. A mí me pareció un sueño necesario, por ello lo cuento y lo escribo, pero ustedes, lectores, podrán juzgar esto una vez leído.


«Lo primero que recuerdo, comenzó diciendo Manuel, es un leve y ligero perfume de incierto origen. Yo diría que era un perfume triste, como el que queda atrapado en los cajones de una cómoda vieja y cerrada por muchos años, y, de pronto, fuera liberado cuando alguien, sin intención, sin esfuerzo incluso, sin generosidad, sin ganas, decide hurgar en el interior de esos cajones. Este perfume fue expandiéndose y llegándome lentamente, como si vieniera a mí desde muy lejos, como anunciándose, como queriendo llamar levemente mi atención, dijo Manuel, sorprendido. El lugar era cualquiera, indescisfrable desde el primer momento: tal vez la habitación superior de una casona deshabitada o un taller mecánico abandonado y cubierto de polvo o un sótano con un minúculo tragaluz que filtrara un delicado rayo de sol,...; después pude reconocer una calle, pero esto fue después, una ronda o tal vez un bulevar, con naranjos plantados en su paseo central, frecuentado en otro tiempo pasado, creo, e incluso, después, más adelante en el sueño y en su lógica absurda, llegué a distinguir una calle más, actual, de hoy, muy ancha y abierta, al borde de un río; pero esto fue, como digo, más tarde.


»Desde muy lejos, desde el fondo oscuro de la noche, fue aproximándose el rostro claro, fantasmal, de una mujer. Conocía a esa mujer, sabía quién era, pero no era el rostro que yo recordaba. Sin duda era el rostro de Sofía, su cara angulosa, adusta, y su recta y pausada manera de andar viniendo hacia mí, pero al mismo tiempo alejándose de mí. No tenía ninguna duda de que era ella, aunque su rostro no era el de entonces, el que yo tan bien conocía de treinta años atrás, sino el que quizás tendría ahora, el que no he llegado a ver nunca más que en este sueño. Era un rostro bello aún —dijo—, como fuera el de entonces. Bellos eran también sus pasos cuando se aproximaban hacia mí, quise creer o tal vez creí en el sueño, durante el sueño. Pude sentir cómo depositó su mirada sobre mis ojos, pude sentir su peso cayendo de golpe sobre mí, pero yo no llegué a ver sus ojos, porque no quise o no supe o no pude mirarlos de frente. Se colocó a mi costado y agarró mi mano con la suya. Era una mano descarnada y fría. Comenzamos a caminar por ese bulevar primero que había creído reconocer. Era éste un deambular sin rumbo, un no saber adónde ni por qué. Después empecé a sentir cómo me subía el deseo de ella o por ella. Irresistible. Impetuoso. Cuando detuvimos nuestro andar y apretó con tantas fuerzas mi mano que me obligó a girarme hacia ella, acercó sus labios a los míos, fríos y secos, y este beso que nació en ese instante se prolongó en el tiempo, igual que hace un momento, en esta vida real, se prolongara el silencio, y se expandiera por este lugar, como antes en ese otro tiempo del sueño. Después de este beso generoso, lento y triste nos encontramos de nuevo andando, pero ahora con rapidez, corriendo diría, en la otra calle, la actual al borde del río. Corríamos y tropezábamos sin rumbo igualmente. Estuve a punto de caer en varias ocasiones. Mi respiración, asmática, me pedía parar. Nada de palabras, nada de miradas entre ella y yo. En este sueño silencioso yo la sentía a ella, a Sofía, la de ahora, o la de entonces —seguía diciendo Manuel, el más viejo—, entregada como nunca había llegado a estarlo con nadie, como yo siempre había imaginado en secreto. En un momento de reposo, sofocados, junto a una pared rugosa y oscura, nos detuvimos frente a frente, yo observaba cómo ella levantaba sus codos por encima de su cabeza, con las manos anudadas en su nuca, como sujetándose el cabello. Era esta una imagen plenamente sexual —confesó Manuel—.


»Después de esta entrega amorosa, Sofía, su rostro, el que debía ser ahora, se desvaneció en la noche, como se desvanecieron también la calle al borde del río, sus manos, la noche misma, sus brazos levantados, sus ojos, su vestido negro y, con ellos, también mis manos y yo mismo en el sueño o, tal vez, el que yo fuera entonces, el que hubiera querido ser, el que de hecho sea.


»Solo quedó quieto, paralizado en el aire frío de la madrugada, el leve y lejano, triste perfume, el perfume etéreo y dulce de mi amor».

La casa de madera:

 

A la caída de la tarde y a principios de noviembre a Vicente le gusta contemplar el mar desde el porche de su casa de madera, una cabaña más bien, sobre el acantilado de rocas que destacan en la escollera por su color gris oscuro, por sus riscos, por el vértigo que producen las olas allá abajo, por el viento, por el graznido de las gaviotas. Quizás crea que ese viento húmedo y frío de noviembre, sobre todo justo antes de la puesta del sol, lo lavase y lo purificase o lo desprendiese del recuerdo grasiento de Magdalena, la madre de la niña, o de la joven, que trasteaba en el interior de la cabaña, en la cocina tal vez, preparando algo de comer u ordenando cacharros o fregándolos.

Magda” –gritó Vicente–. “Sal. Mira esto”.

No sabiendo muy bien por qué, esa tarde deseaba compartir el atardecer con Magda, la única hija de Magdalena, su esposa muerta. “Mira –no le dijo, aunque lo hubiera querido–. Cuando observas el mar, y quizá sólo cuando lo observas al atardecer desde un acantilado como este, es posible sospechar que tal vez un dios o un demonio o un extraño demiurgo esté detrás de este sinsentido que nos rodea y nos llena y nos crea o nos forma o nos invita a un laberíntico juego de deseos y necesidades sin límites, desconocidas, ignoradas a veces, incluso –hubiera seguido diciendo– innecesarias las más de las veces, sin que esto sea una contradicción, aunque esto no lo queramos o podamos siquiera imaginar”. Pero no le dijo nada tal vez, quien podría saber lo que ocurría en la cabeza de nadie, porque cuando Magda salió del interior de la cabaña, el horizonte ya se había tragado al sol, y la gran Luna Llena comenzaba a iluminar el suelo.

¿Qué quería, padre? –preguntó Magda.

Nada –le respondió Vicente–. Que no me llames “padre”. Cuando estemos solos no me llames “padre”.

Pero…

No quiero y basta.

Y diciendo esto, el no padre se introdujo en la cabaña para ponerse un abrigo y salir, ágil, hacia la taberna, a algo más de un kilómetro a través de los riscos, y a unos cinco minutos antes de llegar al pueblo. No es que a Vicente el gustara aquel lugar, pero era el único al que acudir sin necesidad de entrar en el pueblo y cruzarse con vecinos a los que no quería ver ni hablar ni oír. Allí, en la taberna, podía beber tres o cuatro vasos de lo que fuera sin dar explicaciones y hablar con desconocidos, viajeros de paso quizá, de los que no quería verdaderamente saber nada. Al entrar y sentir el calor acogedor del lugar y el ruido de las charlas y las risas, el dueño del local le servía sin preguntar un primer vaso de güisqui que Vicente bebía paladeándolo lentamente, disfrutándolo, escribiría si los relatores tuviésemos el poder divino, o demoníaco, de conocer el interior de los personajes que tenemos el atrevimiento de describir, de descifrar más bien, en este juego laberíntico que es esto de contar historias que no nos pertenecen y de la que nada sabemos más allá de lo que de hecho vemos u oímos. Pero ¡qué remedio! Los hechos por sí mismos, nunca dicen nada y nada cuentan. Todo es, siempre y solo, interpretación.

Después del segundo güisqui Vicente solía volverse hablador y confiado. Se lanzaba a hablar de todo y con todos, dando lecciones siempre, que así se mostraba de arrogante entonces: de política, de fútbol, de pesca o de lo que fuera. Alguien podría afirmar que le gustaba escucharse si no conociera verdaderamente a Vicente y su silencio casi permanente en la casa de madera.

Desde el otro extremo de la barra un individuo lo observaba con atención, como queriendo intervenir en medio de la perorata, como queriendo inerrumpirlo. Sus manos gruesas no soltaban el vaso después de dar un corto y rápido buche de lo que fuera que bebiese. Quiero decir que depositaba el vaso en la barra sin hacer ruido, pero sin soltarlo hasta que minutos después volvía a acercarse el vaso a los labios para absorber el licor con un sorbo justamente premeditado. Sus manos toscas no casaban bien con sus movimientos medidos. Escuchaba a Vicente sin atreverse a entrar en la conversación. No era nuevo en el pueblo y alguno creía conocerlo sin saber decir exactamente de qué. Tal vez fuese un arriero que iba y venía de pueblo en pueblo y que estuviese en la zona por algún tiempo impreciso. Vicente lo miró y cruzó unas palabras con este hombre de mediana edad, modales rústicos, aunque de aspecto hidalgo, incluso caballeresco si no fuese porque sus ropajes estaban sucios y gastados.

Después del tercer o cuarto vaso de güisqui Vicente volvía a colgarse el abrigo, se ataba la bufanda al cuello, el gorro en la cabeza y salía de la taberna tambaleándose rumbo a casa. Unos veinte minutos necesitaba para el camino de vuelta. A su regreso Magda solía estar en la cocina terminando de hacer lo que fuese que hiciera y cuando Vicente entraba en la cabaña se cumplía cada noche el mismo ritual:

¿Aún levantada?, Magda. Es muy tarde. Acuéstate ya que mañana habrá otro día.

Sí, padre. Ya termino y recojo. Acuéstese usted.

Te he dicho que no me llames “padre”.

Pero padre.

Basta, Magda. No quiero volvertelo a decír.

Este es el misterio de los rituales cotidianos, rutinas dicen algunos en el pueblo, que se repiten y bien están cuando se repiten. Pero los demonios acechan tras las nuevas maneras, tras las sorpresas que, aunque haya quienes no quieran verlas, haylas. Y la sorpresa vino a la siguiente noche desde el otro extremo de la barra, desde el individuo, tal vez arriero, pero seguro interesado en saber una vez y otra más del lenguaraz Vicente que nacía cada noche después del segundo vaso de güisqui. Sobre todo tras el encuentro que el arriero hubo en el mercado a la mañana con Magda mientras ésta compraba algo de fruta y otras viandas.

¿Quién es? –preguntó señalándola.

Es Magda, la hija de Vicente, el pescador de la casa de los riscos –respondió el vendedor sin malicia.

Y esa misma noche estaba este individuo rústico, desconfiado, curioso y de gruesas manos toscas observando, oculto en las sombras, desde el exterior de la taberna la llegada de Vicente.

Como todas las noches éste llegó saliendo de entre los riscos, atravesándolos, y desde el mar como un Poseidón viejo y cansado. Entró en la taberna como siempre hacía: despojándose del abrigo, de la bufanda y del gorro de lana mientras el dueño del local le servía el primer vaso de güisqui.

El falso arriero, astuto, esperó a que se lo terminase de beber y a que el tabernero le sirviera el segundo vaso, tal vez para asegurarse de que el incauto de Vicente iba a seguir la rutina de todas sus noches. Bien estudiado que lo había el arriero.

Cuando el segundo vaso estaba servido, el avieso individuo del que este narrador no conoce siquiera el hecho de su nombre, ya iba saltando piedras en dirección a la cabaña de madera.

Pero como quiera que los dioses o los demonios del mar, del cielo o de la tierra están la mayor de las veces desatentos, pero también a veces, muy pocas, en alguna extraña ocasión, se distraen ellos alterando los aconteceres mundanos, vino a ocurrir que Vicente se bebió de un trago el segundo güisqui y colocó la palma de su mano derecha sobre el aro de la boca del vaso indicándole, de esta manera, al tabernero que no le sirviera más, que no quería otra copa, que ya estaba bien para esa noche. Tal vez se acordase de Magda, si no su de hija, que no era, sí de su soledad en la cocina, o tal vez se acordase de su esposa, de la madre de Magda, a quien tanto amó y aún seguía amándola, sobre todo en las noches de Luna Llena y en este mes de noviembre de aciago recuerdo, porque fueron en estos días de principios de otoño cuando Magdalena cayó por el acantilado al mar y nunca más pudo vérsela. Nadie en la zona, ni los policías que estuvieron investigando la extraña caída, al atardecer, al borde de la noche, ni este ignorante narrador, supo bien de lo sucedido; tal vez solo Vicente lo supiera, pero nunca dijo nada, enmudecido primero durante meses, hasta que la niña comenzó a intentar decir algo y él se volvió para hablarle, como queriendo infundir en esa pequeña el poder del conocimiento a través de las palabras, también de la palabra que no quería enseñarle y que, de hecho, no le enseñó, pero que ella aprendió sola, se preguntaba y se amargaba Vicente pensando en cómo aquéllo habría sido posible.

Vicente, narraba, salió de la taberna y emprendió su camino de vuelta a la casa unos cientos de metros detrás del falso arriero y dispuesto a cumplir el ritual de todas sus noches.

El arriero, más joven, aunque no más ágil, llegó pronto a la cabaña y observó con detenimiento, paciencia e inteligencia el humo que salía de la chimenea, dio la vuelta por el perímetro exterior de la cabaña viendo la luz del interior. Ahí estaba la joven, niña aún, Magda. La observó con deleite y con deseo. Volvió al porche de entrada y dudó: ¿debía golpear la puerta con los nudillos? ¿debía intentar abrirla sin avisar? Pero la duda poco le duró: entraría forzando la puerta, pensó resoluto. ¿De qué otra manera si no? Tal vez, un silencioso y ligero empujón bastaría para abrirla sabiendo, como sabía, que en aquel lugar todos eran muy confiados. Pero no pudo ser, porque la puerta estaba trancada desde el interior. Entonces no había otra que pasar a la segunda opción: llamar dulcemente a la puerta y ver si la joven niña, confiada como su padre, creía, la abría sin cuidado.

Más no llegó a hacerlo, porque Vicente, ya cerca del porche, lo vio aproximándose a la puerta e intentar abrirla. Sospechando o adivinando tal vez, viendo simplemente que el ritual de todas las noches se rompía de pronto y que algún motivo extraño y con seguridad propio de un demonio más que de un dios, increpó así al forastero:

¡Eh! ¡Tú! ¿Quién eres y qué quieres? –gritó.

¡Ah, Vicente! Soy yo –respondió el extranjero–. ¿No te acuerdas de mí? Estuvimos anoche hablando en la taberna –saliendo del porche para que la luz de gran Luna Llena de noviembre le iluminara el rostro.

Vicente no se dejó engañar.

No te conozco, bribón –le dijo–. ¿Qué haces aquí, en mi casa y a estas horas? ¿Qué buscas? Baja de ahí –le ordenó.

Y, bajando los escalones, el improbable arriero se lanzó, cuchillo en mano, sobre el pecho de Vicente. Éste, ágil y felino a pesar de los años, esquivó el empellón y, ocultándose en las sombras del porche, desapareció en un instante.

El desconocido forastero saltó tras él, pero, sin ver dónde se había escondido, no sabía hacía dónde acudir.

En ese momento, Magda, alterada por el ruido del exterior abrió la puerta y salió de la cabaña. El arriero, tal vez asustado o indeciso o tal vez ansioso, la confundiera con el propio Vicente y por ello hundiera su puñal en el pecho de la desgraciada haciéndole derramar la sangre fuera de su cuerpo y manchando con ella las sucias y gruesas, toscas, manos del forastero.

No desclavó este individuo el puñal del pecho exánime de la niña antes de salir corriendo hacia más allá de los riscos y desaparecer.

Vicente, abrazado al cuerpo de Magda, intentaba desesperado reparar el daño, impedir que la sangre siguiese brotando hacia donde no había ningún sentido al que derramarse.

Vicente lloraba sosteniendo el cuerpo de Magda mientras la gran Luna Llena de noviembre parecía observar, escuchando desde el horizonte del mar cómo aquélla, en un susurro, preguntaba:

Pero, ¿qué sucede “padre”?