A la caída de la tarde y a principios de noviembre a Vicente le gusta contemplar el mar desde el porche de su casa de madera, una cabaña más bien, sobre el acantilado de rocas que destacan en la escollera por su color gris oscuro, por sus riscos, por el vértigo que producen las olas allá abajo, por el viento, por el graznido de las gaviotas. Quizás crea que ese viento húmedo y frío de noviembre, sobre todo justo antes de la puesta del sol, lo lavase y lo purificase o lo desprendiese del recuerdo grasiento de Magdalena, la madre de la niña, o de la joven, que trasteaba en el interior de la cabaña, en la cocina tal vez, preparando algo de comer u ordenando cacharros o fregándolos.
“Magda” –gritó Vicente–. “Sal. Mira esto”.
No sabiendo muy bien por qué, esa tarde deseaba compartir el atardecer con Magda, la única hija de Magdalena, su esposa muerta. “Mira –no le dijo, aunque lo hubiera querido–. Cuando observas el mar, y quizá sólo cuando lo observas al atardecer desde un acantilado como este, es posible sospechar que tal vez un dios o un demonio o un extraño demiurgo esté detrás de este sinsentido que nos rodea y nos llena y nos crea o nos forma o nos invita a un laberíntico juego de deseos y necesidades sin límites, desconocidas, ignoradas a veces, incluso –hubiera seguido diciendo– innecesarias las más de las veces, sin que esto sea una contradicción, aunque esto no lo queramos o podamos siquiera imaginar”. Pero no le dijo nada tal vez, quien podría saber lo que ocurría en la cabeza de nadie, porque cuando Magda salió del interior de la cabaña, el horizonte ya se había tragado al sol, y la gran Luna Llena comenzaba a iluminar el suelo.
– ¿Qué quería, padre? –preguntó Magda.
– Nada –le respondió Vicente–. Que no me llames “padre”. Cuando estemos solos no me llames “padre”.
– Pero…
– No quiero y basta.
Y diciendo esto, el no padre se introdujo en la cabaña para ponerse un abrigo y salir, ágil, hacia la taberna, a algo más de un kilómetro a través de los riscos, y a unos cinco minutos antes de llegar al pueblo. No es que a Vicente el gustara aquel lugar, pero era el único al que acudir sin necesidad de entrar en el pueblo y cruzarse con vecinos a los que no quería ver ni hablar ni oír. Allí, en la taberna, podía beber tres o cuatro vasos de lo que fuera sin dar explicaciones y hablar con desconocidos, viajeros de paso quizá, de los que no quería verdaderamente saber nada. Al entrar y sentir el calor acogedor del lugar y el ruido de las charlas y las risas, el dueño del local le servía sin preguntar un primer vaso de güisqui que Vicente bebía paladeándolo lentamente, disfrutándolo, escribiría si los relatores tuviésemos el poder divino, o demoníaco, de conocer el interior de los personajes que tenemos el atrevimiento de describir, de descifrar más bien, en este juego laberíntico que es esto de contar historias que no nos pertenecen y de la que nada sabemos más allá de lo que de hecho vemos u oímos. Pero ¡qué remedio! Los hechos por sí mismos, nunca dicen nada y nada cuentan. Todo es, siempre y solo, interpretación.
Después del segundo güisqui Vicente solía volverse hablador y confiado. Se lanzaba a hablar de todo y con todos, dando lecciones siempre, que así se mostraba de arrogante entonces: de política, de fútbol, de pesca o de lo que fuera. Alguien podría afirmar que le gustaba escucharse si no conociera verdaderamente a Vicente y su silencio casi permanente en la casa de madera.
Desde el otro extremo de la barra un individuo lo observaba con atención, como queriendo intervenir en medio de la perorata, como queriendo inerrumpirlo. Sus manos gruesas no soltaban el vaso después de dar un corto y rápido buche de lo que fuera que bebiese. Quiero decir que depositaba el vaso en la barra sin hacer ruido, pero sin soltarlo hasta que minutos después volvía a acercarse el vaso a los labios para absorber el licor con un sorbo justamente premeditado. Sus manos toscas no casaban bien con sus movimientos medidos. Escuchaba a Vicente sin atreverse a entrar en la conversación. No era nuevo en el pueblo y alguno creía conocerlo sin saber decir exactamente de qué. Tal vez fuese un arriero que iba y venía de pueblo en pueblo y que estuviese en la zona por algún tiempo impreciso. Vicente lo miró y cruzó unas palabras con este hombre de mediana edad, modales rústicos, aunque de aspecto hidalgo, incluso caballeresco si no fuese porque sus ropajes estaban sucios y gastados.
Después del tercer o cuarto vaso de güisqui Vicente volvía a colgarse el abrigo, se ataba la bufanda al cuello, el gorro en la cabeza y salía de la taberna tambaleándose rumbo a casa. Unos veinte minutos necesitaba para el camino de vuelta. A su regreso Magda solía estar en la cocina terminando de hacer lo que fuese que hiciera y cuando Vicente entraba en la cabaña se cumplía cada noche el mismo ritual:
– ¿Aún levantada?, Magda. Es muy tarde. Acuéstate ya que mañana habrá otro día.
– Sí, padre. Ya termino y recojo. Acuéstese usted.
– Te he dicho que no me llames “padre”.
– Pero padre.
– Basta, Magda. No quiero volvertelo a decír.
Este es el misterio de los rituales cotidianos, rutinas dicen algunos en el pueblo, que se repiten y bien están cuando se repiten. Pero los demonios acechan tras las nuevas maneras, tras las sorpresas que, aunque haya quienes no quieran verlas, haylas. Y la sorpresa vino a la siguiente noche desde el otro extremo de la barra, desde el individuo, tal vez arriero, pero seguro interesado en saber una vez y otra más del lenguaraz Vicente que nacía cada noche después del segundo vaso de güisqui. Sobre todo tras el encuentro que el arriero hubo en el mercado a la mañana con Magda mientras ésta compraba algo de fruta y otras viandas.
– ¿Quién es? –preguntó señalándola.
– Es Magda, la hija de Vicente, el pescador de la casa de los riscos –respondió el vendedor sin malicia.
Y esa misma noche estaba este individuo rústico, desconfiado, curioso y de gruesas manos toscas observando, oculto en las sombras, desde el exterior de la taberna la llegada de Vicente.
Como todas las noches éste llegó saliendo de entre los riscos, atravesándolos, y desde el mar como un Poseidón viejo y cansado. Entró en la taberna como siempre hacía: despojándose del abrigo, de la bufanda y del gorro de lana mientras el dueño del local le servía el primer vaso de güisqui.
El falso arriero, astuto, esperó a que se lo terminase de beber y a que el tabernero le sirviera el segundo vaso, tal vez para asegurarse de que el incauto de Vicente iba a seguir la rutina de todas sus noches. Bien estudiado que lo había el arriero.
Cuando el segundo vaso estaba servido, el avieso individuo del que este narrador no conoce siquiera el hecho de su nombre, ya iba saltando piedras en dirección a la cabaña de madera.
Pero como quiera que los dioses o los demonios del mar, del cielo o de la tierra están la mayor de las veces desatentos, pero también a veces, muy pocas, en alguna extraña ocasión, se distraen ellos alterando los aconteceres mundanos, vino a ocurrir que Vicente se bebió de un trago el segundo güisqui y colocó la palma de su mano derecha sobre el aro de la boca del vaso indicándole, de esta manera, al tabernero que no le sirviera más, que no quería otra copa, que ya estaba bien para esa noche. Tal vez se acordase de Magda, si no su de hija, que no era, sí de su soledad en la cocina, o tal vez se acordase de su esposa, de la madre de Magda, a quien tanto amó y aún seguía amándola, sobre todo en las noches de Luna Llena y en este mes de noviembre de aciago recuerdo, porque fueron en estos días de principios de otoño cuando Magdalena cayó por el acantilado al mar y nunca más pudo vérsela. Nadie en la zona, ni los policías que estuvieron investigando la extraña caída, al atardecer, al borde de la noche, ni este ignorante narrador, supo bien de lo sucedido; tal vez solo Vicente lo supiera, pero nunca dijo nada, enmudecido primero durante meses, hasta que la niña comenzó a intentar decir algo y él se volvió para hablarle, como queriendo infundir en esa pequeña el poder del conocimiento a través de las palabras, también de la palabra que no quería enseñarle y que, de hecho, no le enseñó, pero que ella aprendió sola, se preguntaba y se amargaba Vicente pensando en cómo aquéllo habría sido posible.
Vicente, narraba, salió de la taberna y emprendió su camino de vuelta a la casa unos cientos de metros detrás del falso arriero y dispuesto a cumplir el ritual de todas sus noches.
El arriero, más joven, aunque no más ágil, llegó pronto a la cabaña y observó con detenimiento, paciencia e inteligencia el humo que salía de la chimenea, dio la vuelta por el perímetro exterior de la cabaña viendo la luz del interior. Ahí estaba la joven, niña aún, Magda. La observó con deleite y con deseo. Volvió al porche de entrada y dudó: ¿debía golpear la puerta con los nudillos? ¿debía intentar abrirla sin avisar? Pero la duda poco le duró: entraría forzando la puerta, pensó resoluto. ¿De qué otra manera si no? Tal vez, un silencioso y ligero empujón bastaría para abrirla sabiendo, como sabía, que en aquel lugar todos eran muy confiados. Pero no pudo ser, porque la puerta estaba trancada desde el interior. Entonces no había otra que pasar a la segunda opción: llamar dulcemente a la puerta y ver si la joven niña, confiada como su padre, creía, la abría sin cuidado.
Más no llegó a hacerlo, porque Vicente, ya cerca del porche, lo vio aproximándose a la puerta e intentar abrirla. Sospechando o adivinando tal vez, viendo simplemente que el ritual de todas las noches se rompía de pronto y que algún motivo extraño y con seguridad propio de un demonio más que de un dios, increpó así al forastero:
– ¡Eh! ¡Tú! ¿Quién eres y qué quieres? –gritó.
– ¡Ah, Vicente! Soy yo –respondió el extranjero–. ¿No te acuerdas de mí? Estuvimos anoche hablando en la taberna –saliendo del porche para que la luz de gran Luna Llena de noviembre le iluminara el rostro.
Vicente no se dejó engañar.
– No te conozco, bribón –le dijo–. ¿Qué haces aquí, en mi casa y a estas horas? ¿Qué buscas? Baja de ahí –le ordenó.
Y, bajando los escalones, el improbable arriero se lanzó, cuchillo en mano, sobre el pecho de Vicente. Éste, ágil y felino a pesar de los años, esquivó el empellón y, ocultándose en las sombras del porche, desapareció en un instante.
El desconocido forastero saltó tras él, pero, sin ver dónde se había escondido, no sabía hacía dónde acudir.
En ese momento, Magda, alterada por el ruido del exterior abrió la puerta y salió de la cabaña. El arriero, tal vez asustado o indeciso o tal vez ansioso, la confundiera con el propio Vicente y por ello hundiera su puñal en el pecho de la desgraciada haciéndole derramar la sangre fuera de su cuerpo y manchando con ella las sucias y gruesas, toscas, manos del forastero.
No desclavó este individuo el puñal del pecho exánime de la niña antes de salir corriendo hacia más allá de los riscos y desaparecer.
Vicente, abrazado al cuerpo de Magda, intentaba desesperado reparar el daño, impedir que la sangre siguiese brotando hacia donde no había ningún sentido al que derramarse.
Vicente lloraba sosteniendo el cuerpo de Magda mientras la gran Luna Llena de noviembre parecía observar, escuchando desde el horizonte del mar cómo aquélla, en un susurro, preguntaba:
– Pero, ¿qué sucede “padre”?

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