A Isabel y a Pepe.
Yo
sé que existo
porque tú me
imaginas.
Soy alto porque tú me
crees
alto, y limpio porque tú me
miras
con buenos ojos,
con
mirada limpia.
Tu pensamiento me
hace
inteligente, y en tu
sencilla
ternura, yo soy también
sencillo
y bondadoso.
Pero
si tú me olvidas
quedaré muerto sin
que nadie
lo sepa. Verán viva
mi
carne, pero será otro hombre
-oscuro,
torpe, malo- el que la habita...
(Ángel González)
He querido darle una nueva oportunidad a los versos "Pero si tú me olvidas / quedaré muerto...". Quiero decir, si te recuerdo y mientras te recuerde, aunque sea en mis sueños o en mi imaginación, tú seguirás viva.
«Todos tenemos sueños recurrentes —decía el que parecía más viejo de los dos mientras se pellizcaba la palma de una mano con los dedos de la otra—. Pero esto no es importante —seguía diciendo».
El otro hombre, enmudecido, contribuyó con su atención a la prolongada expansión del silencio por el lugar. Sabía, quizás, que después de este largo silencio, como de otros anteriores de los que había podido participar, el viejo comenzaría a decir a borbotones todo aquello que de otra manera no hubiera podido expulsar de su boca. Sus ojos acuosos no parecían corresponderse con un rostro que comenzaba a adquirir un ligero tono púrpura.
Después, como deseábamos, el más viejo de los dos, de nuevo, siguió hablando:
«Los sueños recurrentes son siempre iguales entre sí, pero los nuevos, los sueños nuevos, son únicos,... y, en realidad, son misterios por resolver».
Silencio.
«Y ¿cuál ha sido su sueño de esta noche, Don Manuel? ¿Podría contármelo? —preguntó el otro. El más joven de los dos sabía que el viejo podría contarlo sin dificultad, si fuera el caso de que lo llegara a recordar. El problema, lo sabía bién, era que tal vez ya no lo recordase con claridad o que el sueño se hubiera visto contaminado de otras imágenes apócrifas, exteriores al propio sueño, ensuciándolo. Esto hubiera impedido al viejo su descripción».
Manuel, despacio, empezó a narrar y yo, allí presente, situado detrás de ambos ancianos, pude escuchar todo el relato. Lo he transcrito tal cual lo oí. Las contradicciones o saltos en el mismo no son míos, sino del propio relato y del relatador. A mí me pareció un sueño necesario, por ello lo cuento y lo escribo, pero ustedes, lectores, podrán juzgar esto una vez leído.
«Lo primero que recuerdo, comenzó diciendo Manuel, es un leve y ligero perfume de incierto origen. Yo diría que era un perfume triste, como el que queda atrapado en los cajones de una cómoda vieja y cerrada por muchos años, y, de pronto, fuera liberado cuando alguien, sin intención, sin esfuerzo incluso, sin generosidad, sin ganas, decide hurgar en el interior de esos cajones. Este perfume fue expandiéndose y llegándome lentamente, como si vieniera a mí desde muy lejos, como anunciándose, como queriendo llamar levemente mi atención, —dijo Manuel, sorprendido—. El lugar era cualquiera, indescisfrable desde el primer momento: tal vez la habitación superior de una casona deshabitada o un taller mecánico abandonado y cubierto de polvo o un sótano con un minúculo tragaluz que filtrara un delicado rayo de sol,...; después pude reconocer una calle, pero esto fue después, una ronda o tal vez un bulevar, con naranjos plantados en su paseo central, frecuentado en otro tiempo pasado, creo, e incluso, después, más adelante en el sueño y en su lógica absurda, llegué a distinguir una calle más, actual, de hoy, muy ancha y abierta, al borde de un río; pero esto fue, como digo, más tarde.
»Desde muy lejos, desde el fondo oscuro de la noche, fue aproximándose el rostro claro, fantasmal, de una mujer. Conocía a esa mujer, sabía quién era, pero no era el rostro que yo recordaba. Sin duda era el rostro de Sofía, su cara angulosa, adusta, y su recta y pausada manera de andar viniendo hacia mí, pero al mismo tiempo alejándose de mí. No tenía ninguna duda de que era ella, aunque su rostro no era el de entonces, el que yo tan bien conocía de treinta años atrás, sino el que quizás tendría ahora, el que no he llegado a ver nunca más que en este sueño. Era un rostro bello aún —dijo—, como fuera el de entonces. Bellos eran también sus pasos cuando se aproximaban hacia mí, quise creer o tal vez creí en el sueño, durante el sueño. Pude sentir cómo depositó su mirada sobre mis ojos, pude sentir su peso cayendo de golpe sobre mí, pero yo no llegué a ver sus ojos, porque no quise o no supe o no pude mirarlos de frente. Se colocó a mi costado y agarró mi mano con la suya. Era una mano descarnada y fría. Comenzamos a caminar por ese bulevar primero que había creído reconocer. Era éste un deambular sin rumbo, un no saber adónde ni por qué. Después empecé a sentir cómo me subía el deseo de ella o por ella. Irresistible. Impetuoso. Cuando detuvimos nuestro andar y apretó con tantas fuerzas mi mano que me obligó a girarme hacia ella, acercó sus labios a los míos, fríos y secos, y este beso que nació en ese instante se prolongó en el tiempo, igual que hace un momento, en esta vida real, se prolongara el silencio, y se expandiera por este lugar, como antes en ese otro tiempo del sueño. Después de este beso generoso, lento y triste nos encontramos de nuevo andando, pero ahora con rapidez, corriendo diría, en la otra calle, la actual al borde del río. Corríamos y tropezábamos sin rumbo igualmente. Estuve a punto de caer en varias ocasiones. Mi respiración, asmática, me pedía parar. Nada de palabras, nada de miradas entre ella y yo. En este sueño silencioso yo la sentía a ella, a Sofía, la de ahora, o la de entonces —seguía diciendo Manuel, el más viejo—, entregada como nunca había llegado a estarlo con nadie, como yo siempre había imaginado en secreto. En un momento de reposo, sofocados, junto a una pared rugosa y oscura, nos detuvimos frente a frente, yo observaba cómo ella levantaba sus codos por encima de su cabeza, con las manos anudadas en su nuca, como sujetándose el cabello. Era esta una imagen plenamente sexual —confesó Manuel—.
»Después de esta entrega amorosa, Sofía, su rostro, el que debía ser ahora, se desvaneció en la noche, como se desvanecieron también la calle al borde del río, sus manos, la noche misma, sus brazos levantados, sus ojos, su vestido negro y, con ellos, también mis manos y yo mismo en el sueño o, tal vez, el que yo fuera entonces, el que hubiera querido ser, el que de hecho sea.
»Solo quedó quieto, paralizado en el aire frío de la madrugada, el leve y lejano, triste perfume, el perfume etéreo y dulce de mi amor».

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