“El
odio nunca puede ser bueno”.
Baruch
de Spinoza, Ética, IV, prop. XLV.
En
la infausta tarde de aquel 20 de agosto de 1672 una extraña y fría
bruma húmeda comenzó a extenderse rápidamente, muy baja y espesa,
pegajosa, inundando las calles aún desiertas de La Haya. Un hombre
de piel olivácea y de ojos oscuros y profundos, que frisaba los
cuarenta años, se encontraba acodado y meditabundo, sereno, sobre
una lisa mesa de haya en la cálida buhardilla de Paviljoensgracht
en que habitaban su alma... y su cuerpo. Escrutaba con atención a
través de los cristales de una de las dos ventanas de la habitación
el espectáculo que no podía imaginar iba a comenzar a desarrollarse
en unos instantes en las empedradas y aún solitarias calles de la
capital de las Provincias Unidas.
Dios,
cuánto daría por conocer las reflexiones de este pestilente
marrano, hijo y padre del demonio, pero magnífico urdidor de
conceptos y de ideas, de relaciones imposibles, por indeseables más
que por impensables. Dios qué estaría ingeniando la bestia inmunda
que era su razón, y, Dios, cómo podía mantener la calma ante los
monstruosos acontecimientos que se estaban tejiendo aquella tarde en
los alrededores del Buitenhoff,
la enorme fortaleza que sirve de prisión del Estado.
Ahora
todos podemos reconocer que aquello fue evitable, pero entonces...
entonces solo el impío era capaz de adivinar que aquello ya se
estaba llevando a cabo, que ya estaba diseñado y previsto,
inevitable, como todo lo que ocurre en el mundo, por mucho que los
hombres, arrogantes, pretendan encontrar consuelo en la seductora y
embaucadora voz de “libertad”. Ignorantes, decía con una medio
sonrisa, más trágica que alegre, aquellos que no conocen las causas
que provocan los acontecimientos y por ello dicen sentirse libres.
Qué
pasaría por la cabeza de este inaceptablemente amable judío no lo
podremos saber nunca, pero tal vez el lector pueda compartir conmigo
el desconcierto y la desazón, el vértigo que producen de un lado
los acontecimientos que voy a esbozar, y de otro la reacción,
extraña por inhumana, tal vez por divina, de este mal llamado
Bendito, aunque más bien fuera bendecido por el mismísimo Satanás.
Nada
más difícil que intentar explicar ahora, cinco años después de
aquellos terribles acontecimientos, las causas que desencadenaron
aquella explosión de barbarie, aquella triste experiencia que debió
suponer para el marrano ver con sus propios ojos a qué infierno
puede llegar el ser humano que se deja arrastrar por lo más inmundo
de sus pasiones. Porque eso es lo que sucedió aquella tarde: que un
pueblo imbecilizado y envilecido, y responsable tanto de su
envilecimiento como de su imbecilidad, fue conducido, intencionada y
maliciosamente por los orangistas, por los que se autoproclamaban
defensores del Estado, por los injustamente denominados libertadores
del yugo español, a aquel lugar infernal que fue la fortaleza del
Buitenhoff para excarcelar y asesinar a Cornelio y a Jan, los
hermanos de Witt, liberales, los que, desde sus posiciones de
inspector de diques, el uno, y Gran Pensionario Consejero, el otro,
amparaban la libertad del comercio en un régimen político cimentado
sobre la razón y lejos del temor.
Ahora
es fácil afirmar que tal vez si Cornelio no hubiese añadido por
orgullo o por soberbia o por contumacia inútil una V. C. (vi
coactus, obligado por la fuerza) junto a su firma suscribiendo el
acta de restablecimiento del Estatuderato en favor del desalmado
Guillermo de Orange, nada de aquello se hubiera desarrollado como
aconteció. O tal vez si Jan no hubiese esperado hasta días antes
para dimitir de su cargo de Gran Pensionario y hubiera cedido el
poder al partido Stadshoudergezinden como aquéllos esperaban,
todo se hubiese desarrollado de una manera más amable y humana,
pero... claro, ¡son tantos los senderos posibles, tantas las
decisiones por las que apostar y tan enorme la impotencia e
ignorancia humanas...! O tal vez, si los agitadores orangistas no
hubiesen estado tan bien pagados o no se hubiesen tomado tan en serio
sus tareas o no se hubiesen camuflado tan diestramente entre la
turba, la chusma no hubiese reaccionado como lo hizo; o tal vez si el
pueblo de La Haya no se hubiese dejado manejar como si fuera un
cuchillo y un martillo a la vez, la mentira, la difamación, la
falsedad, la desleadtad y el patrioterismo no hubieran triunfado
aquella nefasta tarde de agosto.
En
torno a las seis de la tarde la turba comenzó a gritar: “¡Mueran
los traidores!” y no supo percatarse de que los verdaderos
traidores eran quienes alentaban esos mismos gritos. Bien pudiera
estudiarse la historia humana por la historia de sus horrores. ¿Acaso
los hombres, cegados por la ignorancia, no somos capaces de
distinguir un águila de un buitre, un león de una hiena, una
mariposa de un gusano? ¿Qué queda del gusano en la mariposa?
¿Podría volar la mariposa si antes no se hubiera visto obligada a
reptar?
El
populacho descontrolado y furioso se mostraba alegre. ¿Qué razón
diabólica puede permitir que la alegría surja del furor y de la
sinrazón, del odio, de la masacre, del rencor y de la muerte? La
chusma también es responsable de sus actos y culpable de su
ignorancia.
Lo
demás... historia: algunos empezaron por rodear el carruaje en que
los hermanos intentaban escapar de la turba, otros empezaron a
insultar (las palabras, tan nobles y bellas a veces, también son
útiles para destruir); después el odio comenzaba a manifestarse en
los golpes. A Cornelio le abrieron el cráneo con un travesaño de
hierro. Aún intentaba decirle algo a su hermano antes de caer de
rodillas cuando un reguero negro comenzó a brotarle por las orejas.
Unos lo agarraron de los pies y comenzaron a arrastrarlo por las
calles de la ciudad entre el júbilo y el alborozo de la algarada;
otros se dirigieron entonces hacia el Gran Pensionario que
estupefacto preguntaba “¿Dónde está mi hermano?” Jan pudo aún
lanzar un grito de terror cuando vio que conducían a Cornelio hacia
una improvisada horca. Después ya solo pudo taparse el rostro con
las manos mientra oía cómo uno de aquellos miserables proclamaba a
gritos: “¿Quieres cerrar los ojos? Yo te los cerraré
definitivamente, traidor” mientras clavaba un hacha en su frente.
Algún
lector quizá crea que la fiesta macabra habría concluido en ese
instante de irracional ceguera; pero no, no hacía más que comenzar.
La turba no estaba dispuesta a concluir tan rápidamente. Cegada por
el odio o por el amor, por la euforia o por una extraña pasión de
muerte, por la visión de la sangre o por el hedor de la mugre, la
chusma en rebeldía la emprendío con los cadáveres: palos,
puñaladas, estocadas dejaron los cuerpos ahorcados cabeza abajo como
harapos de mendigos, como telas deshilachadas y viejas. La sangre
vertida se seca con orgías y la carne muerta despierta la valentía
de los cobardes. Éstos comenzaban a despedazar los cadáveres y
otros a distribuir los restos entre una multitud hambrienta por la
modesta cantidad de diez sueldos el trozo. Conforme la carne iba
escaseando los trozos iban reduciendo su tamaño, pero todos querían
probar un bocado. El olor de la carnicería se iba expandiendo por la
sanguinaria entonces ciudad de La Haya, invadiendo todas las calles,
todos los portales y colándose por todas las ventanas y rendijas de
la ciudad como una espesa y terrible bruma.
También
debió penetrar ese olor dulzón por las ventanas de la buhardilla de
Paviljoensgracht en que habitaban el alma y el cuerpo de ese
individuo solitario y de piel olivácea que reflexionaba sobre estos
acontecimientos acodado sobre una pobre mesa de haya. Siempre había
defendido la serenidad, la cautela en todos los momentos y actos de
su vida repleta de situaciones trágicas y difíciles, pero esa
noche... esa noche no pudo más. Con enérgica decisión giró sobre
sí mismo, salió de su buhardilla y quiso abandonar la casa de su
casero para salir a enfrentarse con la fuerza de la razón a la
multitud enfurecida. Van der Spick, el dueño de la casa y amigo
personal le impidió la salida. Primero le suplicó que abandonase
dicha empresa, que era inútil, pero después utilizó la más
persuasiva de las argumentaciones: lo encerró en su habitación
hasta que la infernal barcacoa había concluido. El insensato
pretendía colgar en el lugar de los asesinatos una proclama con las
palabras ultimi barbarorum (los últimos bárbaros). No sabía
el ingenuo filósofo que los bárbaros no son tropa pequeña ni
agotada.
Unos
años antes había dejado escrito para regocijo de su amigo Jan de
Witt: “El fin del Estado no consiste en transformar a los hombres
de seres racionales en animales o autómatas, sino más bien en hacer
que su espíritu y su cuerpo puedan desarrollar sus fuerzas sin
trabas, para que usen libremente de su razón y para que no se
combatan con cólera, odio o astucia, ni se sientan enemigos entre
sí. El fin del Estado es en realidad la libertad”.
¿Por
qué Dios ha permitido que el alma más virtuosa y libre de su tiempo
naciese en el cuerpo de un impío tan atroz? ¿Cómo puede surgir la
más elevada de las virtudes, la inteligencia más sutil y la alegría
más intensa, en un gusano tan inmundo y necio como debió serlo este
ateo que llegó a afirmar que “no intentamos,
queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino
que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos,
queremos, apetecemos y deseamos”,
añadiendo el truan: “ y llamamos malo a lo que aborrecemos”?
1Sello
personal de Baruch de Spinoza. En él pueden distinguirse una B, una
D y una S invertida, mayúsculas, correspondientes a su nombre y
apellido. En el centro una rosa florecida con su tallo espinoso, y
en el centro inferior la expresión latina “CAUTE” (ten cautela
o sea cauteloso o ponga usted cautela).
2Este
manuscrito fue encontrado oculto entre las páginas de una primera
edición de la Ética de
Spinoza en la biblioteca de la iglesia de Middelburg donde C.
Tuinman ofició como ministro de la Iglesia Reformada. A él se debe
el siguiente epitafio:
A
B. D. S.
Escupe
en este sepulcro. Aquí yace Spinoza.
¡Estuviera
aquí enterrada su doctrina!
Este
hedor ya no produciría ninguna pestilencia en las almas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario