domingo, 12 de enero de 2020


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El odio nunca puede ser bueno”.
Baruch de Spinoza, Ética, IV, prop. XLV.

En la infausta tarde de aquel 20 de agosto de 1672 una extraña y fría bruma húmeda comenzó a extenderse rápidamente, muy baja y espesa, pegajosa, inundando las calles aún desiertas de La Haya. Un hombre de piel olivácea y de ojos oscuros y profundos, que frisaba los cuarenta años, se encontraba acodado y meditabundo, sereno, sobre una lisa mesa de haya en la cálida buhardilla de Paviljoensgracht en que habitaban su alma... y su cuerpo. Escrutaba con atención a través de los cristales de una de las dos ventanas de la habitación el espectáculo que no podía imaginar iba a comenzar a desarrollarse en unos instantes en las empedradas y aún solitarias calles de la capital de las Provincias Unidas.
Dios, cuánto daría por conocer las reflexiones de este pestilente marrano, hijo y padre del demonio, pero magnífico urdidor de conceptos y de ideas, de relaciones imposibles, por indeseables más que por impensables. Dios qué estaría ingeniando la bestia inmunda que era su razón, y, Dios, cómo podía mantener la calma ante los monstruosos acontecimientos que se estaban tejiendo aquella tarde en los alrededores del Buitenhoff, la enorme fortaleza que sirve de prisión del Estado.
Ahora todos podemos reconocer que aquello fue evitable, pero entonces... entonces solo el impío era capaz de adivinar que aquello ya se estaba llevando a cabo, que ya estaba diseñado y previsto, inevitable, como todo lo que ocurre en el mundo, por mucho que los hombres, arrogantes, pretendan encontrar consuelo en la seductora y embaucadora voz de “libertad”. Ignorantes, decía con una medio sonrisa, más trágica que alegre, aquellos que no conocen las causas que provocan los acontecimientos y por ello dicen sentirse libres.
Qué pasaría por la cabeza de este inaceptablemente amable judío no lo podremos saber nunca, pero tal vez el lector pueda compartir conmigo el desconcierto y la desazón, el vértigo que producen de un lado los acontecimientos que voy a esbozar, y de otro la reacción, extraña por inhumana, tal vez por divina, de este mal llamado Bendito, aunque más bien fuera bendecido por el mismísimo Satanás.
Nada más difícil que intentar explicar ahora, cinco años después de aquellos terribles acontecimientos, las causas que desencadenaron aquella explosión de barbarie, aquella triste experiencia que debió suponer para el marrano ver con sus propios ojos a qué infierno puede llegar el ser humano que se deja arrastrar por lo más inmundo de sus pasiones. Porque eso es lo que sucedió aquella tarde: que un pueblo imbecilizado y envilecido, y responsable tanto de su envilecimiento como de su imbecilidad, fue conducido, intencionada y maliciosamente por los orangistas, por los que se autoproclamaban defensores del Estado, por los injustamente denominados libertadores del yugo español, a aquel lugar infernal que fue la fortaleza del Buitenhoff para excarcelar y asesinar a Cornelio y a Jan, los hermanos de Witt, liberales, los que, desde sus posiciones de inspector de diques, el uno, y Gran Pensionario Consejero, el otro, amparaban la libertad del comercio en un régimen político cimentado sobre la razón y lejos del temor.
Ahora es fácil afirmar que tal vez si Cornelio no hubiese añadido por orgullo o por soberbia o por contumacia inútil una V. C. (vi coactus, obligado por la fuerza) junto a su firma suscribiendo el acta de restablecimiento del Estatuderato en favor del desalmado Guillermo de Orange, nada de aquello se hubiera desarrollado como aconteció. O tal vez si Jan no hubiese esperado hasta días antes para dimitir de su cargo de Gran Pensionario y hubiera cedido el poder al partido Stadshoudergezinden como aquéllos esperaban, todo se hubiese desarrollado de una manera más amable y humana, pero... claro, ¡son tantos los senderos posibles, tantas las decisiones por las que apostar y tan enorme la impotencia e ignorancia humanas...! O tal vez, si los agitadores orangistas no hubiesen estado tan bien pagados o no se hubiesen tomado tan en serio sus tareas o no se hubiesen camuflado tan diestramente entre la turba, la chusma no hubiese reaccionado como lo hizo; o tal vez si el pueblo de La Haya no se hubiese dejado manejar como si fuera un cuchillo y un martillo a la vez, la mentira, la difamación, la falsedad, la desleadtad y el patrioterismo no hubieran triunfado aquella nefasta tarde de agosto.
En torno a las seis de la tarde la turba comenzó a gritar: “¡Mueran los traidores!” y no supo percatarse de que los verdaderos traidores eran quienes alentaban esos mismos gritos. Bien pudiera estudiarse la historia humana por la historia de sus horrores. ¿Acaso los hombres, cegados por la ignorancia, no somos capaces de distinguir un águila de un buitre, un león de una hiena, una mariposa de un gusano? ¿Qué queda del gusano en la mariposa? ¿Podría volar la mariposa si antes no se hubiera visto obligada a reptar?
El populacho descontrolado y furioso se mostraba alegre. ¿Qué razón diabólica puede permitir que la alegría surja del furor y de la sinrazón, del odio, de la masacre, del rencor y de la muerte? La chusma también es responsable de sus actos y culpable de su ignorancia.
Lo demás... historia: algunos empezaron por rodear el carruaje en que los hermanos intentaban escapar de la turba, otros empezaron a insultar (las palabras, tan nobles y bellas a veces, también son útiles para destruir); después el odio comenzaba a manifestarse en los golpes. A Cornelio le abrieron el cráneo con un travesaño de hierro. Aún intentaba decirle algo a su hermano antes de caer de rodillas cuando un reguero negro comenzó a brotarle por las orejas. Unos lo agarraron de los pies y comenzaron a arrastrarlo por las calles de la ciudad entre el júbilo y el alborozo de la algarada; otros se dirigieron entonces hacia el Gran Pensionario que estupefacto preguntaba “¿Dónde está mi hermano?” Jan pudo aún lanzar un grito de terror cuando vio que conducían a Cornelio hacia una improvisada horca. Después ya solo pudo taparse el rostro con las manos mientra oía cómo uno de aquellos miserables proclamaba a gritos: “¿Quieres cerrar los ojos? Yo te los cerraré definitivamente, traidor” mientras clavaba un hacha en su frente.
Algún lector quizá crea que la fiesta macabra habría concluido en ese instante de irracional ceguera; pero no, no hacía más que comenzar. La turba no estaba dispuesta a concluir tan rápidamente. Cegada por el odio o por el amor, por la euforia o por una extraña pasión de muerte, por la visión de la sangre o por el hedor de la mugre, la chusma en rebeldía la emprendío con los cadáveres: palos, puñaladas, estocadas dejaron los cuerpos ahorcados cabeza abajo como harapos de mendigos, como telas deshilachadas y viejas. La sangre vertida se seca con orgías y la carne muerta despierta la valentía de los cobardes. Éstos comenzaban a despedazar los cadáveres y otros a distribuir los restos entre una multitud hambrienta por la modesta cantidad de diez sueldos el trozo. Conforme la carne iba escaseando los trozos iban reduciendo su tamaño, pero todos querían probar un bocado. El olor de la carnicería se iba expandiendo por la sanguinaria entonces ciudad de La Haya, invadiendo todas las calles, todos los portales y colándose por todas las ventanas y rendijas de la ciudad como una espesa y terrible bruma.
También debió penetrar ese olor dulzón por las ventanas de la buhardilla de Paviljoensgracht en que habitaban el alma y el cuerpo de ese individuo solitario y de piel olivácea que reflexionaba sobre estos acontecimientos acodado sobre una pobre mesa de haya. Siempre había defendido la serenidad, la cautela en todos los momentos y actos de su vida repleta de situaciones trágicas y difíciles, pero esa noche... esa noche no pudo más. Con enérgica decisión giró sobre sí mismo, salió de su buhardilla y quiso abandonar la casa de su casero para salir a enfrentarse con la fuerza de la razón a la multitud enfurecida. Van der Spick, el dueño de la casa y amigo personal le impidió la salida. Primero le suplicó que abandonase dicha empresa, que era inútil, pero después utilizó la más persuasiva de las argumentaciones: lo encerró en su habitación hasta que la infernal barcacoa había concluido. El insensato pretendía colgar en el lugar de los asesinatos una proclama con las palabras ultimi barbarorum (los últimos bárbaros). No sabía el ingenuo filósofo que los bárbaros no son tropa pequeña ni agotada.
Unos años antes había dejado escrito para regocijo de su amigo Jan de Witt: “El fin del Estado no consiste en transformar a los hombres de seres racionales en animales o autómatas, sino más bien en hacer que su espíritu y su cuerpo puedan desarrollar sus fuerzas sin trabas, para que usen libremente de su razón y para que no se combatan con cólera, odio o astucia, ni se sientan enemigos entre sí. El fin del Estado es en realidad la libertad”.
¿Por qué Dios ha permitido que el alma más virtuosa y libre de su tiempo naciese en el cuerpo de un impío tan atroz? ¿Cómo puede surgir la más elevada de las virtudes, la inteligencia más sutil y la alegría más intensa, en un gusano tan inmundo y necio como debió serlo este ateo que llegó a afirmar que no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”, añadiendo el truan: “ y llamamos malo a lo que aborrecemos”?


1Sello personal de Baruch de Spinoza. En él pueden distinguirse una B, una D y una S invertida, mayúsculas, correspondientes a su nombre y apellido. En el centro una rosa florecida con su tallo espinoso, y en el centro inferior la expresión latina “CAUTE” (ten cautela o sea cauteloso o ponga usted cautela).
2Este manuscrito fue encontrado oculto entre las páginas de una primera edición de la Ética de Spinoza en la biblioteca de la iglesia de Middelburg donde C. Tuinman ofició como ministro de la Iglesia Reformada. A él se debe el siguiente epitafio:
A B. D. S.
Escupe en este sepulcro. Aquí yace Spinoza.
¡Estuviera aquí enterrada su doctrina!
Este hedor ya no produciría ninguna pestilencia en las almas.

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