- ¡Mire! Aquí tenía cuatro o
cinco añitos. Está tomada... en la primavera de 1983. Cuatro años,
entonces.
- Ya. Era lindo, aunque... parece
asustado.
- Sí. Está en el parque de
María Luisa, en Sevilla, con las palomas. Le daban un miedo... Por
eso parece tan asustado. Pepito siempre fue un niño muy sensible.
¡Si usted lo hubiese visto...! Cuando abría el paquete de
arvejones y veía cómo todas las palomas se le venían hacia él,
tiraba el paquete y todo lo que tuviera en las manos y salía
corriendo en busca de su padre, mi hermano. Pepito siempre fue un
niño muy inseguro y tímido.
- De niño parecía rubio, ¿no?
- Sí, era muy rubito. Después...
le cambió el pelo: castaño y lacio. Y muy limpio.
- Mire ésta otra. Aquí tenía
doce años; verano de 1991. ¿Ve usted el pelo? Ya lo tiene
distinto, ¿ve?
- Sí. Es verdad. Estaba muy
delgado y tenía una mirada... no sé cómo decirle...
- ¿Bobalicona?
- No, no es eso. Parece como si
no mirase, o como si mirase hacia otro lado. Como si no estuviese
pendiente de lo que debería o de lo que se esperase que estuviera
pendiente. No sé si me explico.
- Bueno, ustedes los periodistas
siempre ven cosas donde no hay nada y se andan por las ramas. Yo le
digo que Pepito, entonces, era un niño muy bueno; muy tímido, pero
muy bueno.
- No me malinterprete, señora.
No querría ofenderla. No quise decir que su sobrino fuese un ser...
extraño. Es solo que en esta fotografía parece que se encuentra
aparte del grupo de sus amigos. Distante. Están todos juntos y
todos parecen reír por algo, por lo que alguien dijera o por lo que
pasara momentos antes, pero..., en cambio, su sobrino parece estar
en otro sitio. Está separado del grupo, pero además parece estar
pensando en otra cosa, parece estar lejos.
- Bueno..., Pepito siempre
quiso... viajar. Le gustaban esos programas de la tele en que salían
países lejanos y paisajes raros. Siempre estaba con la monserga esa
de que un día se marcharía lejos y de que pasarían meses antes de
que volviéramos a verlo.
- Mírelo aquí con veinte años.
Era guapo, ¿verdad?
- Verdad. Se le ve alto y fuerte.
- Sí. Entonces le dio por hacer
deporte. Sobre todo bicicleta. Mire, aquí hay una fotografía en
que se lo ve pedaleando. Salió en la revista del Ayuntamiento.
También corría e iba al gimnasio. No fumaba, no bebía. Solo sabía
hacer ejercicio y ayudar. Era muy tímido, pero siempre que podía
ayudaba a cualquiera. Aunque no lo conociera. Él estaba ahí,
dispuesto a echar una mano. Era un sol. Esto debe usted escribirlo
en su artículo. Pepito, entonces, era un sol. Después...
- ¿Después?
- Nada. Después la conoció a
ella.
- ¿Se refiere usted a Eugenia?
- Sí, a Eugenia.
- ¿Qué edad tenía entonces?
- Mire, aquí hay una fotografía
donde se les ve a los dos. Está fechada. Dice: “Para mi tita
Rocío. Pepe y Eugenia. 20 de agosto de 2000.” Veintiún años
tenía. ¡Qué lindos están!
- Ella era entonces algo...
flacucha, ¿no?
- Sí. Ella no es que fuera fea.
Es que, la pobre, venía de una familia con muchos problemas. Cuando
la conoció estaba, la pobre, canija, canija. Él la traía muchas
veces aquí, a mi casa, y aquí se quedaban a merendar o a cenar. Yo
creo que ella lo quería mucho. Mi hermano siempre dudó de su amor.
Pero mi hermano se equivocaba. Yo creo que ella estaba loca por él,
la pobre.
- Verdaderamente, él estaba
espléndido: alto, fuerte, guapo. Pero, disculpe, yo le sigo viendo
esa mirada, no sé, ausente, ida, como si su cabeza estuviese lejos.
- Bueno. Puede ser. Si usted ve
eso en la fotografía, pues eso será.
- ¿Cómo diría usted que le iba
con Eugenia? ¿Diría usted que era feliz?
- ¿Feliz, dice? ... ¿Feliz? No
sé. Yo lo veía contento, alegre. Sí. Diría que estaba feliz. Lo
que pasa es..., ...
- Diga. ¿Qué es lo que pasaba?
- No lo sé...
- ¿Qué quería decirme? ¿Estaba
feliz?
- Quería decirle solo que Pepito
siempre fue muy casero. Mi hermano estaba siempre trabajando. Todo
el día de viaje con el camión, haciendo portes. Y claro, el
pobrecito estaba todo el día conmigo. Ya sabe usted que casi no
llegó a conocer a su madre, que la pobrecita falleció a los pocos
meses de nacer él. Un cáncer que se la llevó. Prácticamente yo
crié a mi Pepito. Mi hermano todo el día fuera y yo todo el día
en casa. Aquí no estábamos más que el chiquillo y yo.
- ¿Y...?
- Pues eso, joven. Que cuando
conoció a Eugenia, ella empezó a llevárselo poco a poco. Comenzó
a salir todos los días. A veces incluso no volvía a casa hasta el
día siguiente. Ella empezó por llevarlo junto a sus amigos y
después junto a su familia y a su gente. Yo creo que a él no le
gustaban mucho esos... ambientes, pero, claro, la quería tanto a
ella, que, digo yo, que no supo decirle que no, que no supo
mantenerse firme y fue poco a poco cediendo y cediendo... Creo que
fue entonces, ahora que ha pasado lo que ya ha pasado..., cuando
Pepito empezó a dejar de estar alegre... No sé... Ahora creo que
no, que mi sobrino no era feliz. Pero entonces nadie podía ver
esto. Nadie. Ni siquiera él, tal vez.
- Pero su noviazgo fue... cómo
decirle... normal, ¿no?
- Sí, claro. Ya le he dicho que
mi sobrino era encantador, algo tímido y muy sensible, pero un
muchacho maravilloso y muy generoso. Un atleta, además. Mire esta
fotografía. Es del año 2006. Unas semanas antes de casarse. ¿Lo
ve usted bien? ¡Esplendoroso!
- Sí. Es verdad.
- Cuando llegaba del trabajo, si
había tenido algún asuntillo con algún compañero, cogía la
bicicleta y se marchaba a dar pedales. Horas se llevaba. Volvía
nuevo. “Hoy he llegado hasta la cueva de milperdones, treinta
kilómetros de ida y otros treinta de vuelta”, me decía. Se
duchaba y se ponía a contarme sus salidas. Ya ve usted lo que a mí
me podían interesar sus paseos en bici, pero me los contaba con
tanto detalle que nada más que por verlo disfrutar, ya merecía la
pena. Tenía las piernas duras como el tronco de un castaño.
- ¿Y Eugenia? ¿Era feliz
entonces?
- ¡Sí...! Yo creo que no tenía
motivos para no serlo. Un novio tan apuesto y tan pendiente de
ella... ¡Claro que era feliz! Además él le regalaba muchas
cositas. Usted ya me entiende. Ya le he dicho que ella era más bien
pobrecilla, pero como él trabajaba y lo ganaba tan bien... pues le
compraba, eso, muchas cositas. Y a ella le encantaban, claro.
- Claro, claro.
- Todo cambió después de la
boda.
- ¿Cuándo se casaron?
- En el 2007, el 8 de abril,
domingo. Un día soleado. Qué guapos estaban. Ella también, pero
él... él era un sol. Todos los amigos los querían tanto...
- ¿Qué pasó después de la
boda? ¿Qué cambió?
- ¿Qué cambió, pregunta? ¿Qué
cambió? ¡Todo! Pepito casi dejó de venir a verme. No le importaba
que yo estuviese sola todo el día. A los pocos meses, él dejó de
salir en bicicleta y de practicar cualquier otro deporte. Creo que a
ella no le gustaba mucho que se fuera solo tantas horas o algo así.
Después empezó a beber. Un día vino a verme y él solito se
bebió, enterita, una botella de brandy que tenía yo ahí, en ese
mueble bar, desde hacía años, ya sabe, por si algún día a
alguien le apetecía una copa. No terminaba de beberse una copa,
cuando ya estaba sirviéndose otra. “¿Qué te pasa, Pepito? ¿Qué
te pasa?”, le pregunté. Pero él no decía nada. Se sonreía y me
miraba, pero no decía nada. Y yo sabía que algo malo le estaba
pasando. Después dijo algo extraño: “Tita. ¡Qué bueno sería
desvanecerse. Diluirse y desaparecer en el aire! Dejar de ser sin
que nadie notase la ausencia”... Debía estar muy borracho, el
pobre... Unos días después fui a verla a ella cuando sabía que él
no estaba en casa y le hablé. Me acerqué hasta allá con sigilo,
con más miedo que esperanza y... ¡había cambiado tanto! Estaba,
no sé, más... rellenita... y muy pintada. Me dijo que no tenía
mucho tiempo, que tenía que salir, que había quedado con alguien
por un asunto de trabajo o algo así. Yo le dije que no le llevaría
mucho tiempo, que solo quería preguntarle qué le estaba pasando a
mi Pepito. Y ella me miró y me dijo. “¿A “su” Pepito? Pues
si es “su” Pepito, lléveselo. Se lo devuelvo”. ¿Qué se
habría creído, la muy canalla? Eso me dijo: que me lo devolvía,
que si era mío que me lo llevase. Y, entonces, yo le pregunté que
dónde estaba, que si ella no lo quería que yo sí que lo quería y
que si me decía dónde estaba, que me lo llevaría ahorita mismo.
- ¿Y qué respondió ella?
- ¿Ella? Nada. Que no estaba en
casa y que no sabía cuándo volvería, que a ver si había suerte y
no volvía nunca. ¡La muy canalla! ¿Cómo se puede ser tan
ignorante y tan idiota como para no ver al tesoro que tenía a su
vera? Cuando se marchó me quedé observándola caminar de espaldas.
Iba por el centro de la calle moviendo el culo de lado a lado. Todos
la miraban. ¡Qué vergüenza! ¡Que vergüenza para mi Pepito, para
su padre y para mí!
- ¿Y después? … ¿Ya no
volvieron a verse?
- ¿Se refiere usted a Eugenia y
a mí? No, ya no volvimos a vernos. Después ya sabe usted lo que
pasó mejor que yo.
- Sí. Ya. Lo del...
- Sí, lo del asesinato, según
dicen. Dicen que una noche él llegó muy borracho, que lo habían
visto beber en el bar ese de la carretera y que, sin mediar palabra,
le asestó diecisiete puñaladas a ella mientras dormía. Dicen que
ni siquiera la despertó, que no había ningún indicio de
violencia. Diecisiete puñaladas limpias. La primera ya fue mortal.
El pobrecito. ¡Qué mal lo estaría pasando para llegar a eso! Tan
solo... y tan incomprendido. Tan sin nadie, mi niño. Después,
dicen, que bajó al salón y que se colgó del cuello junto a la
lámpara. De una viga de castaño que hay en el centro del techo. Mi
niño, como un pingajo. Dice la policía que parecía que había
llorado. ¡Claro, cómo no, mi niño!
- ¿Y de la nota? ¿No puede
usted decirme nada?
- ¿De la nota?... ¡Ah, sí, de
la nota! Parece que dejó una nota escrita en un trocito de papel
que encontraron en un bolsillo de su pantalón. Pero yo no la
entiendo. Mi niño era tan tímido y tan sensible. ¿Qué habría
querido decir? Nadie puede saberlo ya.
- ¿Qué habría querido decir?
¿No lo sabe? ¿De verdad que no lo sabe?
- …
- ¿Recuerda usted qué decía la
nota de su sobrino? ¿Lo recuerda?
- Sí.
- ¿Y qué es lo que decía?
- Decía... “...donde habite el
olvido”.
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