Un labrador de Santiponce halló, sin proponérselo, en 1914, este tesoro de incalculable valía: un extraordinario mosaico romano de forma cuadrada, de casi siete metros de lado, datado a mediados del siglo II. Es un mosaico policromo a diferencia de los blancos, negros y grises que dominan en la ciudad de Itálica, cercano, por tanto, a los hallados en el norte de África. La unión de teselas negras, grises y blancas permanece en los bordes de este mosaico que enmarcan estos coloridos Amores de Júpiter, que así se conoce la obra, entre estos motivos ajedrecísticos anclando, en consecuencia, el mosaico en la tradición local de la Bética. Si decidimos abandonar el laberinto blanquinegro y adentrarnos en el interior de la obra, vamos acercándonos a una cenefa con motivos florales, un bosque irracional -frente a la rigurosidad formal de los escaques ajedrecísticos-, con formas curvas y vertiginosas, roleos de hojas de yedra, pero que aún mantienen los colores negriblancos. Nos indica este paso o salto que estamos adentrándonos en territorios donde la razón empieza a dudar, a tantear, a mostrarse insegura, a temer posibles lugares o situaciones donde el final del camino o de las acciones comienza a vislumbrarse sin ninguna certidumbre vital. El caminante que no quiera seguir mirando el resto del mosaico haría bien en detenerse aquí, en sentarse a contemplar estas figuras florales y disfrutar con sus curvas retorcidas y vertiginosas como el niño que ríe cuando es lanzado a las alturas en una calesa rauda de una moderna montaña rusa; pero si el caminante es un aventurero que no se conforma con las formas seguras de lo predeterminado y de lo proyectado por otros más inteligentes y capaces, sino que prefiere dirigir su propia mirada hacia territorios no hollados previamente, entonces no podrá detenerse en este punto y deberá adentrarse más allá de lo cotidiano, más allá de lo permitido, deberá lanzarse hacia lo misterioso, hacia lo enigmático, porque no otra cosa es el mundo de los amores del dios de los dioses, de los amores de todo hombre que se sabe dios, porque realmente lo fue y sabe de lo que cuenta. Si el lector quiere decidirse a dar este salto, porque aún debería saltar un borde que delimita una gruesa maroma, un umbral bien visible para que nadie se engañe, porque umbrales invisibles también los hay y no son pocos ni leves, aunque algunos incautos no sean capaces de verlos a tiempo y se enreden, por ello, en las mil lianas espinosas que le impedirán en lo sucesivo seguir marchando de por vida o de por muerte, puesto que esto es lo que indefectiblemente acaba suponiendo su imposible e inconsciente intento de saltarlos, si el lector quiere decidirse, repito, a dar este salto, entonces pasará a la región de lo policromado, de lo seductor, de lo agradable a la vista, a los sentidos, de lo sensual, de lo misterioso, de lo peligroso. Solo los iniciados en el difícil arte del amor deberían dar el salto, dada la dimensión de la aventura, y aún estos, deberían antes meditar acerca de la vida que querrían recorrer, dado que en ésta el tiempo y la memoria no conocen el retroceso, la vuelta a la casilla de salida, ni el cierre de ojos ni el grito desesperado o liberador. Si el espectador decide entonces sobrepasar este umbral perfectamente delimitado por esa maroma gruesa, allá él, pero vaya como advertencia que dicha maroma nunca será definitivamente sobrepasada dado que se encuentra enredándolo todo en el resto del viaje que conduce a los más siniestros momentos de estos amores brutales de Júpiter. Esta maroma revuelta enmarca cada uno de los tondos o medadolles ilustrados que cuentan una historia, un momento, un instante de amor apasionado y animal. No deja de ser bella esta maroma trenzada que aún guarda algún orden racional que sirve de apeadero en que el espectador puede detenerse un instante a coger aire o a beber agua fresca antes de emprender de nuevo su viaje a lo desconocido.
El mosaico está compuesto por nueve medallones principales, tres a cada lado y uno en el centro. Son los principales por su tamaño y por las imágenes que en ellos se exponen. Pero además de estos nueve, hay otros ocho medallones, más pequeños y con motivos florales, uniendo más que separando, a las imágenes principales. Esto es, entre escena y escena, el espectador debe atravesar un bosque, amable, dado el nivel de pavor que describen las escenas amatorias de Júpiter, pero sin por ello olvidar que son bosques desconocidos, al margen, por tanto, de la civilización, salvajes, enigmáticos, peligrosos, mortales tal vez.
El tondo central representa a la figura principal, a Júpiter transfigurado en el cíclope Polifemo con su ojo central en la frente, que ve menos o más que cualquier otro mortal o dios, que ve lo distinto, la otra cara de las cosas, lo irracional quizá, lo oculto. Está tocando una flauta de pan. Por esto y por su doblez algunos espectadores han querido ver en este Polifemo al dios Pan, al dios que como un fauno vive en los bosques y que representa al misterio de la sexualidad masculina, dios de gran potencia sexual, de deseo insaciable por naturaleza, feroz, adulador cuando quiere, violento cuando le apetece, ciego e irracional siempre; escondido con su siringa entre las fuentes ocultas de los bosques. El viajero debe cuidarse de encontrarse con él si no quiere verse sometido a sus voluntades más bestiales; pero el espectador de este mosaico no podrá más que enfrentrarse cara a cara con él puesto que ocupa el centro de este extraordinario cuadro.
Este cíclope Polifemo, de mirada torcida y de gesto precipitado, adulando con su flauta de pan a todo aquel que se le acerque, está perdidamente enamorado de la nereida Galatea, ejemplo de pureza y de bondad, de caridad, de amabilidad, que con su voz melodiosa consuela y alegra los ánimos de su padre Nereo y de todos los padres amadores de sus bellas y buenas y generosas hijas. La bestia Polifemo se ha enamorado o encaprichado u obsesionado de la bella Galatea. Pobrecita, la joven. Quién pudiera ayudarla o avisarla o advertirle del peligro que corre solo por el hecho de haber nacido bella. Afortunadamente, la enferma pero fuerte Juno, esposa de Júpiter, no se dejará seducir esta vez por la siringa del maldito Polifemo, su esposo transformado en bestia panóptica que todo lo contempla y que todo lo conoce.
Rodeando a este medallón central encontramos otros ocho más donde se muestran escenas de variadas vejaciones innecesarias o de perversas humillaciones y traiciones por parte de una inteligencia divina en la ajetreada vida amorosa del dios de los dioses. En la línea oriental del mosaico encontramos a la izquierda el rostro delicado de Leda, a la derecha el rostro indolente o psicopático de Júpiter y en el centro la figura de un cisne. El perverso y seductor donjuanesco Júpiter, qué motivos tendría el dios de los dioses para tener que recurrir a estas trampas de metamorfosis varias es algo que nunca nadie, ni historiador ni filósofo ni poeta, pudo explicar nunca, el perverso y donjuanesco Júpiter, pues, decidió astutamente, pero sin ninguna inteligencia, transformarse en cisne, para que a los ojos de la inocente Leda, se mostrase como una delicada y dócil ave a punto de ser capturada por un águila veloz, cómplice del traidor. Leda espantará al águila y acogerá en su seno al inocente y delicado cisne, de níveas plumas y de ojos tristes. El cisne finalmente, en el silencio y la oscuridad de la noche violará a la joven inexperta preñándola con su semen no por divino menos ponzoñoso. Para mayor desgracia de la princesa y joven espartana esa noche la, ahora sí, divina Leda, había yacido previamente junto a su joven esposo Tindáreo. Leda quedó embarazada de ambos varones y sendos hijos le nacieron: el uno del amor y el otro de la traición, pero cómo amar más al uno que al otro si ambos son hijos suyos, cómo elegir entre dos hijos, qué decisión más propia de dioses que de hombres, debió tomar el resto de sus días la desgraciada y humillada Leda de piel blanca como las plumas de un cisne y de labios de amapola. ¡Cuántas Ledas aún recorren con lentitud y parsimonia, con sabiduría antigua, las calles de nuestras grises ciudades actuales! Va por todas ellas mi más sincero respeto a sus decisiones y experiencias retorcidas como los tallos de yedra de este espeluznante mosaico italicense. Más tarde, dicen algunos, los cisnes, cómplices necesarios de este atropello animal, fueron condenados a tener que cantar en el momento de su muerte.
En la cara norte del mosaico vemos de nuevo al Júpiter psicopático anterior al otro extremo de la sacerdotisa y joven Ío y entre ambos, retozando feliz, a una vaca pastando en un prado más bucólico e idealizado que natural. El astuto y depravado Júpiter, enamorado u obsesionado o encaprichado una vez más de otra joven, a espaldas de su celosa esposa Juno, decide ocultarse y esconderse en los sueños nocturnos de la bella Ío. Inocente Ío no conoce lo que le ocurre. De noche, mientras duerme, como miles de serpientes, comienzan a asaltarla escenas e imágenes lujuriosas que ella no puede controlar ni evitar. Afloran en ella irremediablemente, hasta los bordes mismos de su despertar, al punto en que la desgraciada y poseída Ío empieza a sentir miedo de sus sueños, de sí misma, de su condición de mujer ligera quizá y suelta tal vez. No pudiendo soportar más esta angustia en que se encuentra atrapada, decide confesarle a su querido y amantísimo padre Ínaco las voluptuosas imágenes que acompañan sus sueños inconfesables en una doncella joven y pura como ella. Su padre, dudando como todo padre amoroso y preocupado por la situación inesperada y no contemplada de su querida hija, decide acudir a pedir consejo al templo donde se encuentra el oráculo, que de algo podrá informarle o indicarle. El funesto y durísimo oráculo advierte al inexperto padre de que debe inmediatamente expulsar de la casa familiar a la deshonesta Ío de largos cabellos y de mirada triste, a la inocente Ío de largos miembros y de corta inteligencia. De no hacerlo así su mal podría arrastrar a toda la casa y a toda su estirpe. Ínaco, temeroso y padre a la vez, decidió no acabar con la vida de su hija, pero cedió a la idea de ocultarla, de encerrarla en nocturno habitáculo para que nadie la viese o para que ella no viese a nadie. Pero los lamentos de Ío no pudieron ocultarse a los oídos y a los ojos del siniestro Júpiter que, más astuto que inteligente de nuevo, osó escabullirse entre los centinelas y, de noche, mientras ella creía que soñaba, junto a ella yació. Nunca unos besos fueron dados con tanto sigilo, con tanto cuidado y con tanta levedad como para no alterar el sueño de la ahora diosa del amor inocente. Más tarde, Júpiter ya descansando de su heróica faena, fue sorprendido por su malhumorada Juno, pero el psicópata dios de los dioses ya había conseguido transfigurar a la joven y delicada Ío en una vaca grande, de grandes ubres que disfrutaba sosegada dedicando sus días inútiles a la ingesta de kilos y kilos de pasto seco y de espinosos yerbajos silvestres. ¡Pobre Ío, de esbelta y delicada doncella en ternera torpe y gorda transformada! ¡Cuántas íos pueblan nuestras calles desposeídas de su belleza original y de su iniciativa femenil y ancestral por otros menos divinos, pero más ególatras, enfermos tejedores de maliciosas e inútiles aventuras más animalescas que amorosas!
En la cara sur de este necesario mosaico, necesario para todos aquellos viajeros o aventureros que osaran en algún momento de su oscuro futuro sobrepasar las lindes de lo cotidiano, salirse del trillado sendero de los hombres corrientes y adentrarse en la espesura natural y salvaje del sexo y del amor no reglamentado socialmente, en esta cara sur, repito, encontramos al escanciador y copero príncipe Ganímedes, amante masculino de Júpiter. Con su delicado y femenino cuerpo desnudo atrapando las miradas de hombres y mujeres. Nuevamente el pervertido Júpiter, obsesionado o encaprichado o enamorado, de este joven experto en darlo todo, generoso hasta lo insoportable, lo seduce o lo captura y lo hace suyo, vinculándolo con él y con su vicio de por vida. Siempre dispuesto y atento Ganímedes a rellenarle la copa de vino a cualquiera aunque no se lo pidiese, lo vemos ahora dando de beber a una enorme águila que no es otra que el mismo Júpiter metamorfoseado. Magníficas plumas de diversos colores voluptuosos muestra este pájaro de amenazante pico, y endurecidas y fuertes garras. Júpiter tuvo que raptar al príncipe en su juventud y someterlo, con una dura educación destinada a convertirlo en el más fiel, leal y delicado amante, anulando absolutamente su voluntad con la ayuda de Baco y de su licor tan exquisito como traidor. Sólo así pudieron los terribles pedagogos de Júpiter adoctrinar, torcer y vencer la naturaleza salvaje del príncipe troyano. ¡Qué advertencia para los futuros discentes en manos de los astutos, más no inteligentes, docentes poderosos, desvergonzados e ideologizados que llenan demasiadas aulas desde entonces! ¡Pobres efebos en manos y dedos manchados de viejos con bocas llenas de almenas y mirada maldita y roja de ambición por la juventud perdida y el vino ingerido!
Pero quizá la cara más dura, por irracional, de este depravado mosaico italicense sea su cara oeste. En ella encontramos a la princesa Dánae, hija del rey argivo Acrisio. Este no podía seguir soportando que su esposa Eurídice, temible amante inocente, sólo le diese hijas y ningún hijo. Enérgico se dirigió al templo y consultó al oráculo, quien sentenció que el rey Acrisio sería muerto por el hijo de su hija. Vengó, en consecuencia lógica y racional, su maldición de no tener hijos en su hija Dánae a quien condenó a no tener más que hijas y matando a cada nieto recién nacido que esta le diera. Pero no conforme con esta orden hecha ley, decidió encerrar a Dánae en una mazmorra secreta, oscura e insalobre, para que a nadie viese y para que nadie la viera, alejándola así, joven, bella, inocente y maravillosa, de todos los humanos de toda clase y condición. Es decir, la condenó a morir en vida, a sepultarla en vida. Entonces es cuando entra en escena el pervertido, diabólico y maldito Júpiter. Disfrazado, ahora sin ropajes, pero haciéndose pasar por joven atento y virtuoso, decide transfigurarse en lluvia dorada y tan delicada que sus gotas mágicas logran penetrar en la mazmorra o cueva de la desdichada y solitaria princesa Dánae, logran también penetrar en la vagina de la ahora diosa de la fertilidad inocente y preñola de un hijo de prometedores y sonrosados carrillos, y bucles rubios y esponjosos. Dánae ocultó su embarazo a los centinelas y a su malhumorado y amedrentado padre. El hijo nació y Perseo fue nombrado. Júpiter debía sonreír desde la altura de su olímpico edén, cuando el maldito padre Acrisio comprendió el desafío de su hija y mandó abandonar a madre e hijo en maltrecha embarcación en mitad de un mar de desolación, de soledad y de muerte. ¡Cuántas dánaes, aún hoy, recorren las calles de nuestros barrios con su hijo a cuestas, abandonadas por todos, por sus familias, por sus padres bienintencionados, pero absolutamente confundidos por las risas histéricas y la propaganda torcida del pervertido, traidor, malintencionado y ruín de los mortales Júpiter, dios de dioses! ¡Cuántos hijos de amores inexistentes habrán todavía de nacer para directamente sufrir una vida más propia de animales que de hombres, si es el caso de llegar a sobrevivir al nacimiento, alimentándose con cuentos que permitan soportar una vida merecida pero robada desde la cuna; con cuentos como el que le dice esta joven Dánae: tú también eres, mi niño, hijo del amor!
Rodeando en sus vértices al medallón central que representa al flautista Pan-Polifemo encontramos aún cuatro tondos de forma casi cuadrada, pero de límites irregulares, como irregular es todo lo que este policromado mosaico italicense describe. Representan estos medallones, empezando por la ladera que da al este, al verano -naturaleza femenina decorada de doradas espigas de cereales- y al otoño -naturaleza masculina con nacientes hojas de vid-, y al invierno -naturaleza femenina cubierta de ramajos secos y juncos- y a la primavera -naturaleza femenina también, pero coronada de flores de colores- los tondos que dan al oeste. Parecen indicar el tiempo que transcurre desde los inicios, desde siempre y por siempre. Siempre fue así y será. Sirva de advertencia del iniciado autor de este sabio mosaico para indicar que siempre será así, que no hay nada que hacer, pobres y tristes mortales; que los senderos del amor desbordado son siempre inciertos, perversos, traidores, apasionados, malhadados, mentirosos, traidores, humillantes, pero que son, igualmente, con la misma certeza y fuerza, inevitables, necesarios, imposibles de eludir por mucho que se empeñe uno en no penetrar en este bosque de salvaje naturaleza apasionada, que la vida o el día a día lo acaba imponiendo o estableciendo, que la razón no puede más que sucumbir a la arrolladora fuerza vital y sexual de los júpiteres y de sus secuaces, y que más vale conocer sus trampas, trucos y maneras que intentar evitarlas o esquivarlas desde la ignorancia, la racionalidad o la costumbre, porque verdaderamente los amores de Júpiter no son diferentes de los amores de todos y sus transfiguraciones no son distintas de las nuestras cuando mostramos caras o ejercemos roles de no sabemos qué o quién para intentar conseguir qué o cómo. Porque finalmente, este mosaico no es más que un canto a la vida tal cual esta se muestra en todas sus vertientes amatorias: lucha, agonía, poder y vencer o ser vencido.
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