sábado, 26 de agosto de 2023

La boda:

 

A D. Antonio Álvarez Guerrero.


Pretender la “realidad” es un deseo fundamentalmente... confuso. La frontera que demarca y separa lo que solemos considerar “real” y aquello otro que gustamos entender como “ficción o ficticio” es no solo difusa, sino que la ausencia de un contorno claro y distinto, evidente, hacen que sea sobre todo confusa. En este estado de permanente confusión se encontraba Julián, tenor, con más voluntad que dotes, pero con bello timbre. Actualmente tenía trabajo representando en un teatro de provincias una versión para a tenor y soprano de La Favola d'Orfeo, de Monteverdi. No era la primera vez que la ejecutaba junto a su pequeña compañía dramática, pero desde hacía unos días algunas arias se le atragantaban. La causa de esta situación incómoda, e imposible de prolongar -pensaba-, aunque más adecuado a la realidad debería escribir “insoportable” o, incluso, “insufrible”, bien la conocía Julián, el tenor: no eran ni su edad, ni su adicción al tabaco, ni su voluntad débil que lo incitaba a alargar las citas nocturnas con otros miembros de su compañía. No. La causa bien la conocía Julián. Estaba comprometido con Eva, la soprano que junto a él interpretaba a Eurídice. Su voz era verdaderamente deliciosa, su técnica inigualable para él o para cualquier otro miembro de la compañía, y su belleza, única. Realmente él se sentía Orfeo junto a ella, junto a su Eurídice amada, pero cuanto más se acercaba la boda comprometida más confusiones y dudas asolaban a Julián-Orfeo.

Sentado a media mañana en un velador de una cafetería a la orilla de un río y contemplando, a través del humo que ascendía desde la taza de café, el puente fluctuante que se reflejaba en superficie oscura del agua, Julián recordaba los versos de La Favola que él siempre había atacado con firmeza: “E servo fè l'Inferno a sue preghiere (“e hizo al Infierno siervo de sus ruegos”)1. Julián se sentía lleno de amor por Eva, por Eurídice, y esto siempre había posibilitado que la representación fuera no solo buena, sino incluso excelsa. Orfeo era feliz cuando cantaba: “Oggi fatt'è felice Orfeo / nel sen di lei, per cui già tanto / per queste selve / ha sospirato, e pianto” (“Hoy Orfeo ha conocido la felicidad sobre el pecho de aquella por que él tanto ha suspirado y gemido en estos bosques”). Sonreía con mirada ilusa, embelesada e ingenua cuando le cantaba al atento auditorio y mirando hacia un Sol de cartulina: “Vedesti mai di me più lieto / e fortunato amante?” (“¿Has visto alguna vez, en tu carrera entre las estrellas, un amante más alegre y feliz que yo?”). Incluso llegaba a llorar de verdad, no como si actuase, no, de verdad, en la realidad, cuando entonaba muy despacio, tanto que llegaba a desesperar a la orquesta, aquello de “Vissi già mesto e dolente (“He vivido triste y desgraciado”). “Or gioisco e quegli affanni / che sofferti / ho per tant'anni / fan più caro / il ben presente” (“Ahora me alegro y los sufrimientos que he padecido, durante tantos años, me hacen más querida la felicidad presente”).

Verdaderamente Orfeo, el semidiós eterno del mito, el que era capaz de amansar a las Furias del Averno, al que franqueaba, armado de su lira, para rescatar a su bella amada, era feliz cuando entonaba estos versos con amor entregado, con decisión convencida; pero Julián, el de carne y hueso, temía no estar a la altura del amor que le debía a la bella Eurídice o Eva, la mortal, la ingenua, la apasionada que tal vez no podría evitar mirar al rostro huidizo y oculto de su divino amado. ¿Sería él, Julián, el Orfeo de carne y hueso, el “real”, capaz de bajar a los infiernos para rescatar a su bella Eurídice? ¿Podría el amor, que Julián era capaz de sentir y de desplegar, desde sus brazos, desde sus manos, desde sus labios y desde su voz, hacia su amada Eurídice, vencer todos los obstáculos que la vida y el tiempo les tendría destinados? ¿Acaso podría el mortal Julián interponerse a todo áspid oculto, escurridizo y emponzoñado con que podría tropezarse la grácil y bella Eva?

Julián, el falso Orfeo, se sentía abatido frente a la taza de café. Recordaba la sesión de la tarde anterior. Fue la primera vez que le llegó a temblar la voz, revelando así su falsedad como un vulgar Orfeo triste, como un Orfeo mortal y mentiroso, cuando enfrentó los versos: “N'anchò sicuro / à più profondi abissi / e, intemerito il cor / del Re de l'ombre / meco trarròtti / a riveder le stelle. / O se ciò negherammi / empio destino, / rimarrò teco / in compagnia di morte”. (“No temeré descender a los más profundos abismos y, tras ablandar el corazón del Rey de las sombras, yo te llevaré a que vuelvas a ver las estrellas. Y si un destino cruel me lo niega, me quedaré contigo en compañía de la muerte”).

Los compañeros se miraron entre sí, preguntándose qué le pasa a Julián, cuando, extrañados, escuchaban los lamentables trémolos que difícilmente brotaban de la garganta de Orfeo sobre todo cuando pretendían decir “meco trarròtti / a riveder le stelle” (“yo te llevaré a que vuelvas a ver las estrellas”), pero más sorprendidos quedaron cuando Orfeo no fue capaz de decir siquiera “rimarrò teco / in compagnia di morte” (“me quedaré contigo en compañía de la muerte”).

No estaba este carnal Orfeo a la altura de su divina Eurídice. Se lamentaba Julián en silencio frente a la taza de café y frente al espejo que esta misma era en esa mañana de sol tibio y cielo blanco. Julián estaba tan apesadumbrado, tan reflexivo y tan vulnerable que no dejaba de contemplar la posibilidad de romper el compromiso con Eva y de mandar la boda al rincón de los recuerdos no vividos.

A veces, en el teatro, los libretistas recurren a describir la sorpresa con un repentino “All'improvviso”, “De repente”. Y así fue, como si en la plaza se representase una escena teatral. Helios se abrió paso entre las nubes inundando de luz el lugar en el que se encontraba Julián y desde una calle lateral apareció, con los rizos al aire, con el rostro limpio y claro, y los labios rojos, la bella Eva. Con decisión, sin miedo a nada, “ni al Averno” -pensó Julián-, se dirigió al aún no del todo vencido héroe esperando que éste la estrechara entre sus brazos uniendo sus labios a los de Orfeo enamorado, aunque de mirada triste.

Un simple gesto puede modificar el destino o valer más que cien reflexiones sesudas. Cuando Julián recibió el beso de Eva, cuando lo enfrentó con amor y deseo, volvió a sentirse el inmortal Orfeo que tal vez siempre fuese, y dijo en voz alta y clara, para que su Eurídice de cabellos rojos pudiera oírlo: “Esta noche bajaré sin temor a los Infiernos para rescatarte, mi bella Eva. Y no habrá ni Furia, ni inmortal que pueda impedirlo. Plutón rehuirá mi mirada, mi querida Eurídice”. “Vedesti mai di me più lieto / e fortunato amante?” (“¿Has visto alguna vez un amante más alegre y feliz que yo?”).

1 Libreto de Alessandro Striggio, el joven.

Alonso Cano: San Francisco de Borja (1624):

 

Soy Francisco de Borja y Aragón. III General de la Compañía de Jesús, IV Duque de Gandía, I Marqués de Llombay, Grande de España y Virrey de Cataluña. Nieto de Don Alonso de Aragón, Virrey de Aragón e hijo ilegítimo del Rey Fernando II de Aragón. Bisnieto de Rodrigo de Borja, más conocido como Papa Alejandro VI.

Estudié en Zaragoza con el matemático y filósofo Gaspar Lax. Me formé en la Corte de Don Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.

Fui amigo personal de la Reina Doña Juana I de Castilla.

Mi padre, Don Juan de Borja, me concedió el título de barón de Llombay mientras que el Emperador me nombró Gentilhombre de la Casa de Borgoña.

En 1529 casé con Doña Leonor de Castro, dama de la Emperatriz Doña Isabel. Esta noble y bella señora, sin igual en toda corte europea, me nombró Caballerizo Mayor suyo y elevó mi baronía de Llombay a Marquesado.

Pero la emperatriz Doña Isabel murió prematuramente el 1º de mayo de 1539 en Toledo, con tan solo 36 años de edad. Bella como pudo demostrar el singular Tiziano. Ningún otro acontecimiento en vida me ha provocado tamaña impresión. El día de su muerte fue el día de mi conversión.

Una vez muerta doña Isabel, tuve que encabezar el funeral junto a su hijo Felipe, así como organizar la comitiva que habría de escoltar el cadáver de la emperatriz hasta su tumba en la Capilla Real de Granada, junto a los abuelos de su noble marido el emperador Carlos. Al llegar a la noble ciudad de Granada tuve que descubrir el féretro antes de su depósito definitivo en el sepulcro a fin de corroborar la identidad del cadáver. Cómo una mujer tan bella y tan joven pudo descomponerse de tamaña manera. Cómo es posible que su calavera aún mantuviera el rictus de su rostro en vida, no siendo los mismos ni su piel ni sus cabellos ni su humanísima mirada. Nunca volveré a servir a señor o señora que se me pueda morir.

Por tres veces renuncié al capello cardenalicio, porque nunca me atrajeron ni los ropajes ni las lisonjas ni las riquezas ni las influencias que estos procuran. Mis batallas siempre fueron otras: obediencia, pobreza y castidad, y el estudio atento de las criaturas con que Dios nos proveyó y la ordenación de todos los asuntos religiosos de la Orden Jesuita que tuvo a bien acogerme en su seno y a la que humildemente me debo en cuerpo y en alma.

El malhumorado de Don Alonso tuvo a bien dedicarme su atención y componer un retrato de mi cuerpo delgado y serio, cincuenta y dos años después de mi muerte, y mostrando en él los cinco elementos fundamentales que lo fueron de mi vida: el señor Jesucristo en forma de sol que ilumina las almas desde el cielo; el hábito jesuita, con el ceñidor a la cintura y el manteo sobre los hombros; los tres galeros cardenalicios arrojados en el suelo de la estancia, con los que algunos pretendieron tentarme como si fuera joven pretencioso y arrogante; la calavera coronada de la bella emperatriz doña Isabel, esposa amantísima de mi señor Don Carlos, y la seriedad en la mirada que me caracterizó durante todos y cada uno de mis años de vida.

El irascible de Don Alonso no supo dibujar mi rostro dado que él no llegó a conocerme en vida. No obstante sí que supo recoger en el lienzo las tribulaciones que me asolaron en Granada tras tener que contemplar el rostro desaparecido de Doña Isabel, ni señora. Años me llevé recordando sin quererlo ese rostro de muerte y no solo mientras velaba mis sueños. ¡Dios! ¿Por qué tuviste que diseñar una vida tan fugaz? ¿Por qué tuviste a bien arrebatar la vida a la más joven y bella y sabia de las reinas de Europa? ¿Qué temías? ¿Es que la querías solo para ti? ¿Cómo una vida tan prometedora y bella puede corromperse hasta dar lugar a la más asquerosa y mugrienta y negra de las pestilencias? ¡Qué poco vale la vida ante la muerte inmensa que la rodea por todos los lados! ¡Qué brecha de luz más estrecha en la obscuridad de la noche más oscura y más eterna! ¿De qué valen las promesas, los éxitos, los esfuerzos, los honores o los linajes? Nada de todo ello importa ante la inexplicable, la intransigente y la inexorable muerte. ¿Por qué vivir? ¿Para qué? ¿Por qué amar? ¿Para qué soñar? Nadie puede librarse de tu implacable mirada y no hay más.

Cosas de barrio:

 

Es muy probable, pienso, que la Manuela, la loca del barrio, como la llamaban todos, nunca tuviese a nadie que rogase por ella o por su nombre. Y eso que no era taimada, ni fea, ni tímida y que estaba casada: Vicente se llamaba su marido. Tan oscuro que parecía negro. O tal vez solo fuera por la roña que acumulaba sobre su piel. Por las mañanas apenas se lavaba los ojos con dos dedos y se echaba un poco de agua en el pelo para alisárselo. Pero eso era Vicente y no quiero desviarme. Quiero hablar de ella, pienso, de la Manuela, de la loca. ¡Qué energía desprendía la Manuela! ¡Qué vigor animal! Muy delgada, pero muy fuerte. ¡Qué fuerza tenía la Manuela! En sus brazos y en sus piernas y en su garganta. ¡Cómo gritaba con esa su voz rajada y áspera! Parecía que no sabía hablar quedito; su voz te rasgaba el alma como te desgarraría la piel una lija de grano grueso o como si masticaras arena o como si un quejío te invadiese desde lo lejos y de noche. Sus ojos, los ojos de la loca, nunca se estaban quietos, pienso. Iban de un lado para otro sin parar. Sus ojos, sus brazos y su ánimo. No podían contemplar, detenerse. Lo mismo reía, las menos veces, que rompía a llorar, como casi siempre, pienso. Yo creo que por esto todos la llamaban Manuela, la loca. O quizás no, quizás fuese porque siempre le había dado por guardar cosas. Por acumular hasta lo inverosímil. Buscaba y rebuscaba en las bolsas de basura, detrás de las tapias, en los descampados... Entonces no había contenedores en las calles. Todos los vecinos dejaban las bolsas de basura delante de los portales, amontonadas en la calle de albero, y una vez al día, al caer la tarde, venía el basurero: una mula arrastrando a un hombre con gorra que iba recogiendo las bolsas y echándolas al carro. Luego los vecinos le daban algo. Y así iba recorriendo las calles del barrio. Pero antes de que llegase el basurero ya estaba la Manuela abriendo y rebuscando en las basuras algo para llevarse. Cosas que nadie quería. A veces, también, comida. Y todo se lo llevaba a su casa. Nosotros, los niños del barrio de entonces, nos molestábamos con la Manuela, creo, porque nos gustaba saltar por encima de las basuras: cogíamos carrerilla, corríamos a toda velocidad hacia los montones de basura y saltábamos con todas nuestras fuerzas para alcanzar el otro lado del montículo sin rozar las bolsas. Pero cuando llegaba la Manuela teníamos que jugar a otra cosa. Así era entonces, recuerdo. Hasta una loca como la Manuela nos decía lo que podíamos hacer o no. Y le hacíamos caso, claro. Al menos de niños. Porque después... Después la cosa fue cambiando.

La Manuela, la loca del barrio, además de Vicente tenía en su casa a cuatro más. Cuatro hijos. Tres niñas y un niño. El niño era de nuestra edad. Luis. A veces jugaba con nosotros. También tenía una hija mayor y dos hijas más. De la mayor no recuerdo el nombre. Se fue pronto del barrio, o no. Se llamaba Isabel, pero de esto no estoy seguro, no lo recuerdo. Es una pena esto de que la memoria te cambie los recuerdos con los años o te los borre, me quejo. De las otras dos niñas, la pequeña, una niña chica, tampoco recuerdo el nombre. Se me viene a la cabeza Isabel también, pero, claro, esto no puede ser. Pero sí me acuerdo del nombre de la otra, de Marimar. Era algo mayor que Luis, pero no mucho. Un año quizás. O menos. Marimar se parecía mucho a su madre. También era de pelo castaño, incluso rubia al final del verano. Pero siempre sucia como su padre Vicente. No se parecía en nada a Vicente, pero Vicente era su padre. Marimar sí se parecía mucho a su madre. Ya lo he dicho. No la llamábamos la loca, porque loca no estaba o no lo parecía. La llamábamos la Marimar, la hija de la loca. También tenía los ojos claros, recuerdo. Pero siempre parecía que cuando miraba lo hacía posando sus ojos sobre la superficie más ligera de las cosas. No se paraba a mirar nada. No las recorría con su mirada, quiero decir. Las veía, pero rápidamente sus ojos ya estaban en otro sitio. Su pensamiento era igual que sus ojos. Te decía, por ejemplo, “¿adónde vas?” y antes de que pudieras responderle ya te estaba preguntando por otra cosa o diciéndote otra cosa o alejándose sin esperar respuesta alguna. Yo creo que Marimar, la hija de la loca, tenía prisas por vivir. O por escapar, pienso.

Una tarde Luis me dijo que lo acompañara un momento, que tenía que coger no sé qué cosas que había dejado en su cuarto. Esa fue la única vez que entré en la casa de la loca. Estaba llena de cosas, pero llena totalmente. No cabía nada más. Para llegar a su cuarto tuvimos que saltar por encima de montañas de cosas. Sobre todo de cartones. Porque la Manuela y el Vicente vivían de recoger cartones. Los amontonaban y cuando tenían algunos kilos los vendían en un almacén donde los pesaban. La Manuela y el Vicente eran honrados: nunca metieron piedras en los montones de cartones y nunca los mojaron. Tal vez supieran que si lo hicieran y los cogieran los de la cartonería ya no dejarían que les vendiesen más.

A mí, por un tiempo, me gustaba mirar a Marimar, la hija de la loca, recuerdo. No paraba de moverse. Aunque era algo mayor que yo, parecía más pequeña. Lo mismo rebuscaba en la basura, amontonando cartones, atándolos, que jugaba con su hermana, la pequeña, o corría delante de Luis, que le zurraba con fuerza, o delante de Vicente, su padre, que no le zurraba, pero que la castigaba sin comer o de mil formas. Marimar era muy delgada. No tenía piernas ni brazos, más bien diría que tenía palillos. No era muy alta, pero si hubiese estado limpia alguna vez y bien vestida, creo que sería guapa, imagino. Todos animaban a Luis para que se riese de ella o para que le gritase o para que le pegase. Marimar no quería nada con Luis ni con nosotros ni con nadie.

Su madre, la Manuela, se iba las noches de los viernes y de los sábados al callejón. Sobre todo en verano. El callejón era eso, un callejón que corría entre la fábrica de conservas de naranjas y la fábrica de contadores, en la calle de atrás. Era una calle estrecha y sin asfaltar donde se acumulaban los escombros. Mi madre me decía cuando salía a la calle con mis amigos: “No te vayas a jugar al callejón, que ahí no hay nada más que mierdas”. Pero la Manuela se iba al callejón al caer la tarde de los viernes y de los sábados. A veces también otros días. A esa hora Vicente estaba en el bar El Nido. Y la Manuela estaba libre, porque ya no se veía nada en las calles oscuras para rebuscar en la basura o el basurero ya había pasado y se había llevado las bolsas. Por el callejón pasaban algunos hombres. Había un rincón a unos veinte metros de la entrada y en ese rincón se ponía la Manuela apoyada en la pared. No se la veía desde la calle ancha, pero se la oía. Entonces gritaba bajito. Los jóvenes hacían cola. Solía tener tres o cuatro, a veces hasta cinco, esperando. Cuando uno de ellos salía del callejón hacia la calle ancha que lo separaba de las casas, le decía al siguiente que estaba esperando: “Chocho libre”. Y entonces éste entraba sin prisas, como arrastrándose. Todos respetaban en silencio y escrupulosamente su turno. Yo no sabía entonces muy bien qué era aquello de “chocho libre”. Pero a los niños no nos dejaban acercarnos, recuerdo. Ni nuestras madres ni los grandullones que aguardaban haciendo cola al borde del callejón.

Un día le pregunté a Luis si él sabía lo que significaba aquello de “chocho libre”. Pero Luis tampoco lo sabía. O eso dijo. Y otro día fuimos Luis y Yo al callejón, pero eso era por la mañana. Tenía en su interior montones de escombros y de basuras. En un recodo alguien había puesto una cortina de plástico y detrás de ella había como un cuartucho muy pequeño, un cubículo. El espacio justo para que cupiese un colchón viejo y roto, y lleno de manchas. Nos fuimos de allí corriendo antes de que alguien viese que habíamos entrado.

Los grandullones nunca hablaban ni del callejón ni de la loca de la Manuela. Parecía que ni siquiera la conocieran. Descorrían la cortina, salían, se abrochaban la correa y decían al siguiente: “chocho libre”. Y así todos. Después se iban al bar El Nido e invitaban a Vicente a un vaso de vino.

Otro día, ya tarde, en verano, pasé cerca del callejón. Había más gente de lo normal. Por lo menos diez o doce esperando. Y parecían... impacientes. Qué estaría pasando, me pregunté. Y allí me quedé a ver qué era aquello. Mi madre debía estar preocupada, porque la noche ya iba cayendo, pienso. Pero, después de esperar un rato, ya quedaban menos haciendo cola. Había calculado que eran unos doce o quince minutos por cada grandullón que entraba en el callejón y quedaban solo cuatro. Menos de una hora. No era tanto, me dije.

Todos los que iban saliendo iban diciendo lo mismo: “chocho libre”, pero todos salían con otra cara. Una cara más... alegre, diría. En el silencio de la noche pude oír los gemidos que salían del callejón. Eran diferentes. No era la voz rajada y de arena de la Manuela, era otra. Quién sería la que había ocupado su lugar. Cuando salió el último y me dijo “chocho libre” sin mirarme a la cara, recuerdo que yo intenté decirle que no venía a... pero ya se había marchado. Entré a oscuras en el callejón. No llegué a descorrer completamente la cortina de plástico, pero pude ver por una rendija, y con la dificultad que permitía una vela que iluminaba el antro, que aquella mujer no era la Manuela, que era una mujer muy delgada. Cuando se giró puede ver los ojos claros de Marimar. Preguntó: ¿Alguien más por ahí?, recuerdo hoy.

Salí disparado de allí, como huyendo de no sé qué desafío, de no sé qué infierno. Nunca más entré en el callejón, pienso. Y nunca he olvidado los ojos claros de Marimar, ni sus piernas ni sus brazos como palillos, ni su mirada inquieta y salvaje.