sábado, 26 de agosto de 2023

Alonso Cano: San Francisco de Borja (1624):

 

Soy Francisco de Borja y Aragón. III General de la Compañía de Jesús, IV Duque de Gandía, I Marqués de Llombay, Grande de España y Virrey de Cataluña. Nieto de Don Alonso de Aragón, Virrey de Aragón e hijo ilegítimo del Rey Fernando II de Aragón. Bisnieto de Rodrigo de Borja, más conocido como Papa Alejandro VI.

Estudié en Zaragoza con el matemático y filósofo Gaspar Lax. Me formé en la Corte de Don Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico.

Fui amigo personal de la Reina Doña Juana I de Castilla.

Mi padre, Don Juan de Borja, me concedió el título de barón de Llombay mientras que el Emperador me nombró Gentilhombre de la Casa de Borgoña.

En 1529 casé con Doña Leonor de Castro, dama de la Emperatriz Doña Isabel. Esta noble y bella señora, sin igual en toda corte europea, me nombró Caballerizo Mayor suyo y elevó mi baronía de Llombay a Marquesado.

Pero la emperatriz Doña Isabel murió prematuramente el 1º de mayo de 1539 en Toledo, con tan solo 36 años de edad. Bella como pudo demostrar el singular Tiziano. Ningún otro acontecimiento en vida me ha provocado tamaña impresión. El día de su muerte fue el día de mi conversión.

Una vez muerta doña Isabel, tuve que encabezar el funeral junto a su hijo Felipe, así como organizar la comitiva que habría de escoltar el cadáver de la emperatriz hasta su tumba en la Capilla Real de Granada, junto a los abuelos de su noble marido el emperador Carlos. Al llegar a la noble ciudad de Granada tuve que descubrir el féretro antes de su depósito definitivo en el sepulcro a fin de corroborar la identidad del cadáver. Cómo una mujer tan bella y tan joven pudo descomponerse de tamaña manera. Cómo es posible que su calavera aún mantuviera el rictus de su rostro en vida, no siendo los mismos ni su piel ni sus cabellos ni su humanísima mirada. Nunca volveré a servir a señor o señora que se me pueda morir.

Por tres veces renuncié al capello cardenalicio, porque nunca me atrajeron ni los ropajes ni las lisonjas ni las riquezas ni las influencias que estos procuran. Mis batallas siempre fueron otras: obediencia, pobreza y castidad, y el estudio atento de las criaturas con que Dios nos proveyó y la ordenación de todos los asuntos religiosos de la Orden Jesuita que tuvo a bien acogerme en su seno y a la que humildemente me debo en cuerpo y en alma.

El malhumorado de Don Alonso tuvo a bien dedicarme su atención y componer un retrato de mi cuerpo delgado y serio, cincuenta y dos años después de mi muerte, y mostrando en él los cinco elementos fundamentales que lo fueron de mi vida: el señor Jesucristo en forma de sol que ilumina las almas desde el cielo; el hábito jesuita, con el ceñidor a la cintura y el manteo sobre los hombros; los tres galeros cardenalicios arrojados en el suelo de la estancia, con los que algunos pretendieron tentarme como si fuera joven pretencioso y arrogante; la calavera coronada de la bella emperatriz doña Isabel, esposa amantísima de mi señor Don Carlos, y la seriedad en la mirada que me caracterizó durante todos y cada uno de mis años de vida.

El irascible de Don Alonso no supo dibujar mi rostro dado que él no llegó a conocerme en vida. No obstante sí que supo recoger en el lienzo las tribulaciones que me asolaron en Granada tras tener que contemplar el rostro desaparecido de Doña Isabel, ni señora. Años me llevé recordando sin quererlo ese rostro de muerte y no solo mientras velaba mis sueños. ¡Dios! ¿Por qué tuviste que diseñar una vida tan fugaz? ¿Por qué tuviste a bien arrebatar la vida a la más joven y bella y sabia de las reinas de Europa? ¿Qué temías? ¿Es que la querías solo para ti? ¿Cómo una vida tan prometedora y bella puede corromperse hasta dar lugar a la más asquerosa y mugrienta y negra de las pestilencias? ¡Qué poco vale la vida ante la muerte inmensa que la rodea por todos los lados! ¡Qué brecha de luz más estrecha en la obscuridad de la noche más oscura y más eterna! ¿De qué valen las promesas, los éxitos, los esfuerzos, los honores o los linajes? Nada de todo ello importa ante la inexplicable, la intransigente y la inexorable muerte. ¿Por qué vivir? ¿Para qué? ¿Por qué amar? ¿Para qué soñar? Nadie puede librarse de tu implacable mirada y no hay más.

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