sábado, 26 de agosto de 2023

Cosas de barrio:

 

Es muy probable, pienso, que la Manuela, la loca del barrio, como la llamaban todos, nunca tuviese a nadie que rogase por ella o por su nombre. Y eso que no era taimada, ni fea, ni tímida y que estaba casada: Vicente se llamaba su marido. Tan oscuro que parecía negro. O tal vez solo fuera por la roña que acumulaba sobre su piel. Por las mañanas apenas se lavaba los ojos con dos dedos y se echaba un poco de agua en el pelo para alisárselo. Pero eso era Vicente y no quiero desviarme. Quiero hablar de ella, pienso, de la Manuela, de la loca. ¡Qué energía desprendía la Manuela! ¡Qué vigor animal! Muy delgada, pero muy fuerte. ¡Qué fuerza tenía la Manuela! En sus brazos y en sus piernas y en su garganta. ¡Cómo gritaba con esa su voz rajada y áspera! Parecía que no sabía hablar quedito; su voz te rasgaba el alma como te desgarraría la piel una lija de grano grueso o como si masticaras arena o como si un quejío te invadiese desde lo lejos y de noche. Sus ojos, los ojos de la loca, nunca se estaban quietos, pienso. Iban de un lado para otro sin parar. Sus ojos, sus brazos y su ánimo. No podían contemplar, detenerse. Lo mismo reía, las menos veces, que rompía a llorar, como casi siempre, pienso. Yo creo que por esto todos la llamaban Manuela, la loca. O quizás no, quizás fuese porque siempre le había dado por guardar cosas. Por acumular hasta lo inverosímil. Buscaba y rebuscaba en las bolsas de basura, detrás de las tapias, en los descampados... Entonces no había contenedores en las calles. Todos los vecinos dejaban las bolsas de basura delante de los portales, amontonadas en la calle de albero, y una vez al día, al caer la tarde, venía el basurero: una mula arrastrando a un hombre con gorra que iba recogiendo las bolsas y echándolas al carro. Luego los vecinos le daban algo. Y así iba recorriendo las calles del barrio. Pero antes de que llegase el basurero ya estaba la Manuela abriendo y rebuscando en las basuras algo para llevarse. Cosas que nadie quería. A veces, también, comida. Y todo se lo llevaba a su casa. Nosotros, los niños del barrio de entonces, nos molestábamos con la Manuela, creo, porque nos gustaba saltar por encima de las basuras: cogíamos carrerilla, corríamos a toda velocidad hacia los montones de basura y saltábamos con todas nuestras fuerzas para alcanzar el otro lado del montículo sin rozar las bolsas. Pero cuando llegaba la Manuela teníamos que jugar a otra cosa. Así era entonces, recuerdo. Hasta una loca como la Manuela nos decía lo que podíamos hacer o no. Y le hacíamos caso, claro. Al menos de niños. Porque después... Después la cosa fue cambiando.

La Manuela, la loca del barrio, además de Vicente tenía en su casa a cuatro más. Cuatro hijos. Tres niñas y un niño. El niño era de nuestra edad. Luis. A veces jugaba con nosotros. También tenía una hija mayor y dos hijas más. De la mayor no recuerdo el nombre. Se fue pronto del barrio, o no. Se llamaba Isabel, pero de esto no estoy seguro, no lo recuerdo. Es una pena esto de que la memoria te cambie los recuerdos con los años o te los borre, me quejo. De las otras dos niñas, la pequeña, una niña chica, tampoco recuerdo el nombre. Se me viene a la cabeza Isabel también, pero, claro, esto no puede ser. Pero sí me acuerdo del nombre de la otra, de Marimar. Era algo mayor que Luis, pero no mucho. Un año quizás. O menos. Marimar se parecía mucho a su madre. También era de pelo castaño, incluso rubia al final del verano. Pero siempre sucia como su padre Vicente. No se parecía en nada a Vicente, pero Vicente era su padre. Marimar sí se parecía mucho a su madre. Ya lo he dicho. No la llamábamos la loca, porque loca no estaba o no lo parecía. La llamábamos la Marimar, la hija de la loca. También tenía los ojos claros, recuerdo. Pero siempre parecía que cuando miraba lo hacía posando sus ojos sobre la superficie más ligera de las cosas. No se paraba a mirar nada. No las recorría con su mirada, quiero decir. Las veía, pero rápidamente sus ojos ya estaban en otro sitio. Su pensamiento era igual que sus ojos. Te decía, por ejemplo, “¿adónde vas?” y antes de que pudieras responderle ya te estaba preguntando por otra cosa o diciéndote otra cosa o alejándose sin esperar respuesta alguna. Yo creo que Marimar, la hija de la loca, tenía prisas por vivir. O por escapar, pienso.

Una tarde Luis me dijo que lo acompañara un momento, que tenía que coger no sé qué cosas que había dejado en su cuarto. Esa fue la única vez que entré en la casa de la loca. Estaba llena de cosas, pero llena totalmente. No cabía nada más. Para llegar a su cuarto tuvimos que saltar por encima de montañas de cosas. Sobre todo de cartones. Porque la Manuela y el Vicente vivían de recoger cartones. Los amontonaban y cuando tenían algunos kilos los vendían en un almacén donde los pesaban. La Manuela y el Vicente eran honrados: nunca metieron piedras en los montones de cartones y nunca los mojaron. Tal vez supieran que si lo hicieran y los cogieran los de la cartonería ya no dejarían que les vendiesen más.

A mí, por un tiempo, me gustaba mirar a Marimar, la hija de la loca, recuerdo. No paraba de moverse. Aunque era algo mayor que yo, parecía más pequeña. Lo mismo rebuscaba en la basura, amontonando cartones, atándolos, que jugaba con su hermana, la pequeña, o corría delante de Luis, que le zurraba con fuerza, o delante de Vicente, su padre, que no le zurraba, pero que la castigaba sin comer o de mil formas. Marimar era muy delgada. No tenía piernas ni brazos, más bien diría que tenía palillos. No era muy alta, pero si hubiese estado limpia alguna vez y bien vestida, creo que sería guapa, imagino. Todos animaban a Luis para que se riese de ella o para que le gritase o para que le pegase. Marimar no quería nada con Luis ni con nosotros ni con nadie.

Su madre, la Manuela, se iba las noches de los viernes y de los sábados al callejón. Sobre todo en verano. El callejón era eso, un callejón que corría entre la fábrica de conservas de naranjas y la fábrica de contadores, en la calle de atrás. Era una calle estrecha y sin asfaltar donde se acumulaban los escombros. Mi madre me decía cuando salía a la calle con mis amigos: “No te vayas a jugar al callejón, que ahí no hay nada más que mierdas”. Pero la Manuela se iba al callejón al caer la tarde de los viernes y de los sábados. A veces también otros días. A esa hora Vicente estaba en el bar El Nido. Y la Manuela estaba libre, porque ya no se veía nada en las calles oscuras para rebuscar en la basura o el basurero ya había pasado y se había llevado las bolsas. Por el callejón pasaban algunos hombres. Había un rincón a unos veinte metros de la entrada y en ese rincón se ponía la Manuela apoyada en la pared. No se la veía desde la calle ancha, pero se la oía. Entonces gritaba bajito. Los jóvenes hacían cola. Solía tener tres o cuatro, a veces hasta cinco, esperando. Cuando uno de ellos salía del callejón hacia la calle ancha que lo separaba de las casas, le decía al siguiente que estaba esperando: “Chocho libre”. Y entonces éste entraba sin prisas, como arrastrándose. Todos respetaban en silencio y escrupulosamente su turno. Yo no sabía entonces muy bien qué era aquello de “chocho libre”. Pero a los niños no nos dejaban acercarnos, recuerdo. Ni nuestras madres ni los grandullones que aguardaban haciendo cola al borde del callejón.

Un día le pregunté a Luis si él sabía lo que significaba aquello de “chocho libre”. Pero Luis tampoco lo sabía. O eso dijo. Y otro día fuimos Luis y Yo al callejón, pero eso era por la mañana. Tenía en su interior montones de escombros y de basuras. En un recodo alguien había puesto una cortina de plástico y detrás de ella había como un cuartucho muy pequeño, un cubículo. El espacio justo para que cupiese un colchón viejo y roto, y lleno de manchas. Nos fuimos de allí corriendo antes de que alguien viese que habíamos entrado.

Los grandullones nunca hablaban ni del callejón ni de la loca de la Manuela. Parecía que ni siquiera la conocieran. Descorrían la cortina, salían, se abrochaban la correa y decían al siguiente: “chocho libre”. Y así todos. Después se iban al bar El Nido e invitaban a Vicente a un vaso de vino.

Otro día, ya tarde, en verano, pasé cerca del callejón. Había más gente de lo normal. Por lo menos diez o doce esperando. Y parecían... impacientes. Qué estaría pasando, me pregunté. Y allí me quedé a ver qué era aquello. Mi madre debía estar preocupada, porque la noche ya iba cayendo, pienso. Pero, después de esperar un rato, ya quedaban menos haciendo cola. Había calculado que eran unos doce o quince minutos por cada grandullón que entraba en el callejón y quedaban solo cuatro. Menos de una hora. No era tanto, me dije.

Todos los que iban saliendo iban diciendo lo mismo: “chocho libre”, pero todos salían con otra cara. Una cara más... alegre, diría. En el silencio de la noche pude oír los gemidos que salían del callejón. Eran diferentes. No era la voz rajada y de arena de la Manuela, era otra. Quién sería la que había ocupado su lugar. Cuando salió el último y me dijo “chocho libre” sin mirarme a la cara, recuerdo que yo intenté decirle que no venía a... pero ya se había marchado. Entré a oscuras en el callejón. No llegué a descorrer completamente la cortina de plástico, pero pude ver por una rendija, y con la dificultad que permitía una vela que iluminaba el antro, que aquella mujer no era la Manuela, que era una mujer muy delgada. Cuando se giró puede ver los ojos claros de Marimar. Preguntó: ¿Alguien más por ahí?, recuerdo hoy.

Salí disparado de allí, como huyendo de no sé qué desafío, de no sé qué infierno. Nunca más entré en el callejón, pienso. Y nunca he olvidado los ojos claros de Marimar, ni sus piernas ni sus brazos como palillos, ni su mirada inquieta y salvaje.

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