A D. Antonio Álvarez Guerrero.
Pretender la “realidad” es un deseo fundamentalmente... confuso. La frontera que demarca y separa lo que solemos considerar “real” y aquello otro que gustamos entender como “ficción o ficticio” es no solo difusa, sino que la ausencia de un contorno claro y distinto, evidente, hacen que sea sobre todo confusa. En este estado de permanente confusión se encontraba Julián, tenor, con más voluntad que dotes, pero con bello timbre. Actualmente tenía trabajo representando en un teatro de provincias una versión para a tenor y soprano de La Favola d'Orfeo, de Monteverdi. No era la primera vez que la ejecutaba junto a su pequeña compañía dramática, pero desde hacía unos días algunas arias se le atragantaban. La causa de esta situación incómoda, e imposible de prolongar -pensaba-, aunque más adecuado a la realidad debería escribir “insoportable” o, incluso, “insufrible”, bien la conocía Julián, el tenor: no eran ni su edad, ni su adicción al tabaco, ni su voluntad débil que lo incitaba a alargar las citas nocturnas con otros miembros de su compañía. No. La causa bien la conocía Julián. Estaba comprometido con Eva, la soprano que junto a él interpretaba a Eurídice. Su voz era verdaderamente deliciosa, su técnica inigualable para él o para cualquier otro miembro de la compañía, y su belleza, única. Realmente él se sentía Orfeo junto a ella, junto a su Eurídice amada, pero cuanto más se acercaba la boda comprometida más confusiones y dudas asolaban a Julián-Orfeo.
Sentado a media mañana en un velador de una cafetería a la orilla de un río y contemplando, a través del humo que ascendía desde la taza de café, el puente fluctuante que se reflejaba en superficie oscura del agua, Julián recordaba los versos de La Favola que él siempre había atacado con firmeza: “E servo fè l'Inferno a sue preghiere” (“e hizo al Infierno siervo de sus ruegos”)1. Julián se sentía lleno de amor por Eva, por Eurídice, y esto siempre había posibilitado que la representación fuera no solo buena, sino incluso excelsa. Orfeo era feliz cuando cantaba: “Oggi fatt'è felice Orfeo / nel sen di lei, per cui già tanto / per queste selve / ha sospirato, e pianto” (“Hoy Orfeo ha conocido la felicidad sobre el pecho de aquella por que él tanto ha suspirado y gemido en estos bosques”). Sonreía con mirada ilusa, embelesada e ingenua cuando le cantaba al atento auditorio y mirando hacia un Sol de cartulina: “Vedesti mai di me più lieto / e fortunato amante?” (“¿Has visto alguna vez, en tu carrera entre las estrellas, un amante más alegre y feliz que yo?”). Incluso llegaba a llorar de verdad, no como si actuase, no, de verdad, en la realidad, cuando entonaba muy despacio, tanto que llegaba a desesperar a la orquesta, aquello de “Vissi già mesto e dolente (“He vivido triste y desgraciado”). “Or gioisco e quegli affanni / che sofferti / ho per tant'anni / fan più caro / il ben presente” (“Ahora me alegro y los sufrimientos que he padecido, durante tantos años, me hacen más querida la felicidad presente”).
Verdaderamente Orfeo, el semidiós eterno del mito, el que era capaz de amansar a las Furias del Averno, al que franqueaba, armado de su lira, para rescatar a su bella amada, era feliz cuando entonaba estos versos con amor entregado, con decisión convencida; pero Julián, el de carne y hueso, temía no estar a la altura del amor que le debía a la bella Eurídice o Eva, la mortal, la ingenua, la apasionada que tal vez no podría evitar mirar al rostro huidizo y oculto de su divino amado. ¿Sería él, Julián, el Orfeo de carne y hueso, el “real”, capaz de bajar a los infiernos para rescatar a su bella Eurídice? ¿Podría el amor, que Julián era capaz de sentir y de desplegar, desde sus brazos, desde sus manos, desde sus labios y desde su voz, hacia su amada Eurídice, vencer todos los obstáculos que la vida y el tiempo les tendría destinados? ¿Acaso podría el mortal Julián interponerse a todo áspid oculto, escurridizo y emponzoñado con que podría tropezarse la grácil y bella Eva?
Julián, el falso Orfeo, se sentía abatido frente a la taza de café. Recordaba la sesión de la tarde anterior. Fue la primera vez que le llegó a temblar la voz, revelando así su falsedad como un vulgar Orfeo triste, como un Orfeo mortal y mentiroso, cuando enfrentó los versos: “N'anchò sicuro / à più profondi abissi / e, intemerito il cor / del Re de l'ombre / meco trarròtti / a riveder le stelle. / O se ciò negherammi / empio destino, / rimarrò teco / in compagnia di morte”. (“No temeré descender a los más profundos abismos y, tras ablandar el corazón del Rey de las sombras, yo te llevaré a que vuelvas a ver las estrellas. Y si un destino cruel me lo niega, me quedaré contigo en compañía de la muerte”).
Los compañeros se miraron entre sí, preguntándose qué le pasa a Julián, cuando, extrañados, escuchaban los lamentables trémolos que difícilmente brotaban de la garganta de Orfeo sobre todo cuando pretendían decir “meco trarròtti / a riveder le stelle” (“yo te llevaré a que vuelvas a ver las estrellas”), pero más sorprendidos quedaron cuando Orfeo no fue capaz de decir siquiera “rimarrò teco / in compagnia di morte” (“me quedaré contigo en compañía de la muerte”).
No estaba este carnal Orfeo a la altura de su divina Eurídice. Se lamentaba Julián en silencio frente a la taza de café y frente al espejo que esta misma era en esa mañana de sol tibio y cielo blanco. Julián estaba tan apesadumbrado, tan reflexivo y tan vulnerable que no dejaba de contemplar la posibilidad de romper el compromiso con Eva y de mandar la boda al rincón de los recuerdos no vividos.
A veces, en el teatro, los libretistas recurren a describir la sorpresa con un repentino “All'improvviso”, “De repente”. Y así fue, como si en la plaza se representase una escena teatral. Helios se abrió paso entre las nubes inundando de luz el lugar en el que se encontraba Julián y desde una calle lateral apareció, con los rizos al aire, con el rostro limpio y claro, y los labios rojos, la bella Eva. Con decisión, sin miedo a nada, “ni al Averno” -pensó Julián-, se dirigió al aún no del todo vencido héroe esperando que éste la estrechara entre sus brazos uniendo sus labios a los de Orfeo enamorado, aunque de mirada triste.
Un simple gesto puede modificar el destino o valer más que cien reflexiones sesudas. Cuando Julián recibió el beso de Eva, cuando lo enfrentó con amor y deseo, volvió a sentirse el inmortal Orfeo que tal vez siempre fuese, y dijo en voz alta y clara, para que su Eurídice de cabellos rojos pudiera oírlo: “Esta noche bajaré sin temor a los Infiernos para rescatarte, mi bella Eva. Y no habrá ni Furia, ni inmortal que pueda impedirlo. Plutón rehuirá mi mirada, mi querida Eurídice”. “Vedesti mai di me più lieto / e fortunato amante?” (“¿Has visto alguna vez un amante más alegre y feliz que yo?”).
1 Libreto de Alessandro Striggio, el joven.
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