En una ocasión me dijiste que yo era una persona muy imaginativa. Quizás tuvieras razón. Durante toda aquella tarde estuvimos en silencio, como si de pronto hubiéramos sido invadidos por una suerte de extraña congoja que nos hubiera obligado a recatarnos más de lo previsto mediante un inesperado voto de silencio. Mientras recorríamos la larga avenida poblada de moreras estériles nuestras palabras no llegaron a enlazarse más que en dos ocasiones: la primera fue para preguntarte "¿quieres pasear?", a lo que tú respondiste leve y dulcemente "sí, por favor". Eso fue a principios de la tarde. La segunda fue para constatar un hecho: "hemos llegado". A lo que tú volviste a responder "sí". Este corto "sí" fue pronunciado al borde del atardecer, cuando llegamos a la estación de la que tu partirías en breve. Pero lo peor no fue que sólo en dos ocasiones se enlazaran nuestras leves palabras en aquella funesta tarde de primavera. Lo peor fue que nuestras miradas no llegaran a cruzarse. Tal vez yo no fuera capaz de mirarte a la cara, de enfrentarme a tu boca, a tus ojos. Pero tú tampoco quisiste cruzarlos con los míos.
Cuando traspasamos el umbral de la estación, cuando salimos al andén despejado como la tarde que terminaba, íbamos de la mano, como dos novios cualesquiera, pero tú y yo sabíamos que a veces nada es como parece. Ahora recuerdo que la maleta me incomodaba mucho, que me estorbaba a cada instante. No por lo llena y lo voluminosa, no porque fuese muy pesada, sino porque era la tuya.
Nos quedamos uno junto al otro mirando hacia el cono de vértice lejano, infinito, que dibujaban las vías del tren, ausente aún. No tardaría mucho en llegar, aunque yo recuerdo ahora que a mí me pareció entonces un tiempo muy largo el de su espera. Mientras tú intentabas forzar en tu imaginación la unión de los dos raíles en un punto más allá del infinito, yo, en un vano intento de alejarme de ti, de desprenderme, quise poner mis ojos en las otras personas que, en ese preciso instante de nuestras vidas, en ese instante de ruptura, de despegue definitivo, habían tenido la ocasión o la necesidad, tal vez, de acudir a nuestra cita para contemplar, si así lo hubiesen querido o siquiera sabido, el adiós definitivo entre dos seres que nunca dejaron de amarse. Recuerdo a un joven adolescente que estaba sentado en uno de los bancos del andén: tenía su espalda curvada y su cabeza hacia abajo, los antebrazos apoyados en los muslos y las manos anudadas entre sus rodillas. Recuerdo también a una pareja muy arreglada y bien vestida, de unos cincuenta años cada uno, juntos, pero no agarrados de las manos. Estaban en actitud de espera. Miraban ambos a la lejanía, al rumor del tren que estaba por llegar. No llevaban maletas ni bolsos. Debajo del sombrero de él aparecía un enorme bigote, tan grande que parecia falso, como de un mal disfraz. Había también una anciana. Estaba al otro extremo del andén. Debía haber entrado por otra puerta de acceso, una que diera al jardín exterior. Y allí se había quedado la mujer, en silencio, pero observándolo todo, poniendo atención a todo lo que ocurriera: al joven, al matrimonio, a nosotros.
Creo que el hombre del sombrero y del enorme bigote fue el primero en percatarse de la llegada del tren. Antes de que tú pudieses verlo sobre los raíles, él ya le dijo a la que parecía su esposa "ahí viene". Entonces la agarró a ella de la mano. El joven no se movió siquiera. Ni levantó la cabeza ni dirigió su mirada a ningún sitio más que al suelo de albero del andén. La anciana quiso avanzar un paso, pero al instante decidió que era mejor quedarse en el lugar que ocupaba, escrutándolo todo con evidente nerviosismo. Tú, entonces, te giraste levemente y me miraste, ahora sí, a los ojos para decirme "aquí está. Me marcho". Yo no supe qué decir y preferí callarme. Tal vez nunca fuese tan imaginativo como tú creías.
Una vez que el tren se detuvo en el andén de la estación, yo te di tu maleta y, sin darme un beso, me dijiste, "adiós, Miguel", y con un ágil movimiento te aproximaste a la puerta más cercana, subiste los escalones y fuiste devorada por el vagón. En ese instante creí ver un fogonazo que salía de la boca de la locomotora, como si ésta fuera un auténtico dragón. Después creo que me giré para no mirarte y acabé derrumbándome en el banco más próximo. Ya sentado pude ver cómo te movías por el interior del vientre del dragón hasta que encontraste el lugar adecuado para depositar tu maleta, abrir la ventana y, ahora también sí, lanzarme un beso con tus labios y con tu mano. Yo vi cómo ese beso cogió impulso con el soplido de tu boca y cómo salió revoloteando con formas y colores brillantes, elevándose.
Cuando el tren partió de la estación, dejándome en aquel banco de hierro, que ahora forma parte íntima de mi vida, como forman parte de ella mis manos, tu piel o tu sonrisa, pude ver cómo ese beso tuyo fue transformándose en mariposa de colores y sin dirección aparente, caótica, ésta fue describiendo en el aire del final de la tarde curvas bruscas, espasmódicas. Esta mariposa de colores fue a posarse sobre la copa del sombrero del hombre de enorme bigote, después rozó la mejilla de su señora y en ese instante ella le acercó sus labios a él y le dio un beso que él recogió con evidente deseo. No quiero decir que el roce de la mariposa en la mejilla de ella fuese la causa del beso que ella le diera a él; quiero decir lo que digo, que coincidió el roce con el deseo de ella de darle un beso a él y con el deseo de él de recibir ese beso por parte de ella. Después el besomariposa siguió volando azarosamente hasta posarse en las manos caídas del joven de mirada gacha. Yo vi cómo éste levantó la mirada hacia el horizonte durante unos segundos, para después elevarla hacia el cielo. En ese instante su boca llegó a esbozar una sonrisa. Finalmente la mariposa o el beso se decidió a buscar la salida del jardín y allí se cruzó con la anciana quien, suspirando de alivio, marchó con ella revoloteando sobre su cabeza hacia fuera, hacia el jardín.
Yo permanecí en el banco, solitario. Ningún beso me llegó de tu mano blanca, ninguna mariposa tuvo a bien dedicar un instante a saludarme desde su vida breve.
A veces, al caer de la tarde, acudo a esta estación a intentar reencontrarme con ese beso tuyo que se quedó flotando en el aire convertido en mariposa. No hay tarde de primavera que no llegue a este andén, buscando no sé, una cita imposible, tal vez, y me encuentre con un beso ausente flotando en el aire como ese beso tuyo que salió de tus labios para decirme adiós. Por esto, puedo decir todo lo que dura un beso: un beso dura siempre, incluso si nunca fue recibido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario