Una tarde me contó que su madre trabaja en la Alameda, que ejercía la prostitución y que apenas si venía a casa. Él vivía con su abuela y con su hermana pequeña.
Era tan canijo y tenía tan poco valor para las batallas que todos lo llamaban Quincanilla. Pero el Quincanilla, el Quincalla o el Quinca, como la mayoría de los nuestros lo llamaba, no era un cobarde ni un pusilánime ni un quejica. No. Él se atrevía con todo y con todos, y nunca lo vi ceder ni humillarse ni retractarse. Era canijo y débil, pero, joder, qué voluntad, qué ganas, qué atrevimiento se desprendía de su mirada y de sus gestos.
Casi ninguno de los nuestros mantenía muchas relaciones con él. Probablemente ni nuestras madres ni ninguno de nosotros se fiaba mucho de sus costumbres. Pero el Quinca no nos traicionó nunca a ninguno.
Siempre fue el primero de todos nosotros: el primero en salir a la calle y el último en volverse a su casa, el primero en escaparse más allá de los márgenes del barrio, el primero en fumar y en beber, el primero en robar, el primero en consumir porros de hachís, el primero en engancharse a la heroina, el primero en tener sida y, también, el primero en morir. A veces creo que todo esto lo hizo el mismo día, la misma tarde: aquella tarde en que estábamos todos jugando al fútbol en el campo de la iglesia y él se acercó desde el final de las casas, con sus pasos largos, sus brazos balanceándose, con su sonrisa permanente que dejaba ver unos mediodientes negros, con su media melena al viento y sucia, y con su mirada desafiante. Entonces pregunto: "¿juego?". Cosa rara, porque el Quinca nunca jugaba al fútbol con nosotros. El cascarria, dueño del balón, dijo: "No. Ya estamos todos. Vete, Quinca". Y seguimos jugando. El Quincalla aún siguió rondando el descampado unos minutos, rebuscando, hurgando, corriendo,... hasta que decidió marcharse. Se fue del barrio y ya poco le vimos por él. A veces, muy de noche, alguno decía que se lo había encontrado volviendo a casa de su abuela, borracho o drogado, sucio y con la cara rota. Pero el Quinca nunca buscaba pelea. Recuerdo su angulosa risa triste, con sus dientes roídos y negros, con su mirada desafiante, insolente.
A veces su abuela salía a la mitad de la calle para llamarlo: "Juan, ¿dónde andas?".Nunca nadie le respondía. Por ella sabíamos que el Quincanilla tenía nombre, aunque nadie solía usarlo. Su hermana también lo llamaba Juan o Juani.
A veces pasábamos semanas sin verlo.
Cada vez volvía al barrio en peor estado.
Los años ochenta fueron años difíciles para todos. La heroina era habitual en cada esquina, las jeringuillas, las cucharillas,... Después llegó el sida. El Juani estaba cada vez peor, más canijo, más demacrado, más ido.
Yo creo que pasaron no menos de cinco años hasta que un día lo volví a ver. Yo estaba estudiando en mi habitación, en un primero que daba a una calle en la que había una pequeña plazoleta que servía de intersección entre dos calles. Desde el otro lado de la ventana me llegaba el ruído de la calle, gritos, peleas, alguien entonando un cante,... cuando de repente veo que, detrás de la reja de la ventana, aparece la cabeza del Quinca, sonriendo apenas tras el esfuerzo de trepar hasta esa altura. Cuando me ve me dice: "Hola". "¡Quinca!, ¿qué coño haces ahí? ¿Qué quieres?" ¿Puedes ayudarme?", me dijo. "Claro, ¿qué quieres?". "¿Me puedes escribir una carta?". "Claro, Quinca, pero ¿por qué no llamas a la puerta como todo el mundo? Anda, bajate de ahí y da la vuelta".
Cuando el Quinca llegó a mi habitación estaba nervioso, incluso tartamudeaba un poco. Yo creo que el Juani había pedido pocos favores en su vida o, tal vez, ninguno. Había aprendido que lo que no es suyo no es suyo y no tenía ningún derecho a cogerlo, salvo cogerlo sin permiso cuando no tenía más remedio. Entonces, con las manos anudadas, como si no quisiera romper nada o como si quisiera hacerse más pequeño y canijo de lo que era, me preguntó: "¿Me puedes escribir una carta?".
Estaba sucio, olía mal y había sangrado por la barbilla. Tenía la camisa sucia manchada de sangre.
El Quinca hablaba muy mal. No sabía expresarse apenas, pero los otros del barrio lo entendíamos bien, seguramente por la costumbre. No era un caso aislado. Con dificultad buscó en su bolsillo trasero del pantalón un papel, lo desplegó y me lo dio.
Yo leí ese papel manchado, arrugado y medio roto. En él pude ver que era una comunicación oficial del Ministerio de Defensa que lo llamaba a filas. Tenía que incorporarse dentro de seis meses: en el documento figuraba el día, la hora y el lugar en el que debía presentarse. "¿Qué? ¿Te vas a la mili?, -le pregunté-." "Eso me ha dicho mi hermana, que me han llamado. Nunca me ha llamado nadie para darme nada y, mira, ahora me llaman para la mili. ¡Tiene cojones!". "Yo no puedo ir", me dijo. "¿No puedes?". "No. Estoy enfermo". "¿Enfermo?". "Claro -me dijo enseñándome un brazo canijo-. ¿Tú qué crees?". Me pareció ver aflorar alguna lágrima. "Ya, Quinca. Pero piensa que, a lo mejor, te viene bien irte un año. Tal vez allí te puedan ayudar". "¿Ayudar? ¿Quién? ¿A qué? No. Yo no puedo ir ni ahora ni dentro de seis meses ni dentro de un año". Esto último me lo dijo con una voz temblorosa.
"¿Y qué vas a hacer? -le pregunté-". "Por eso he venido a verte. Como sé que tu estás estudiando, tal vez me puedas escribir una carta en la que cuente cómo estoy, que tengo que cuidar de mi abuela y que no puedo irme ahora a la mili, ¿vale?"
"¿Estás seguro, Quinca?". "Sí, Jose. No puedo irme ahora". "Está bien, Quinca. Yo te escribo ahora la carta. Tú, lo que quieres es solicitar una prórroga por causa sobrevenida o por enfermedad, pero yo no conozco los plazos". "No te preocupes de eso, que eso es cosa mía. Tú, escríbeme la carta".
Y eso hice. Me puse a la máquina de escribir y le compuse un escrito en el que fui contando todo lo que el Juani quería contarle a la Comandancia Militar acerca de su situación familiar y personal.
El Quincalla salió de mi habitación, dejando en ella su mal olor, que aún perduró durante más de tres días con la ventana abierta permanentemente y con dos botes de colonia de baño que tuve a bien airear, y con su carta doblada en el bolsillo trasero de su pantalón.
Creo que esa tarde se fue tranquilo, aunque no sé adónde. De hecho, no volví a verlo nunca más. Por otros, supe que el Quincanilla no se había incorporado a filas ni a los seis meses ni al año, que ya no vivía en el barrio, pero nadie sabía dónde se encontraba, que su hermana Dolores había seguido los pasos de su madre y que su abuela había fallecido un par de años después.
Nada más supe de él, hasta que un día, pasado al menos un año de la muerte de su abuela, leí una noticia en la prensa: había aparecido un cadáver flotando boca abajo en el Guadalquivir. La nota de prensa decía que respondía a las siglas J. M. P., y que alguien había filtrado su apodo, Quinquilla, decían los cabrones. ¿Alguien lo había arrojado al río? ¿Se había arrojado solo? ¿Se había caído? La polícía seguía con sus averiguaciones.
Entonces se me vino a la memoria aquella tarde en que el cascarria y todos los demás no dejamos al Juani jugar con nosotros al fútbol. Tal vez, tal vez...
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