domingo, 23 de noviembre de 2025

Una determinación:

 

Quiero contarlo solo una vez, señor juez. Solo una vez, porque lo que deseo es no olvidarlo a fuerza de repetirlo, señor juez.

Todos me hablaron muy claro. Nada más bajé del tren. Incluso antes pude ver en algunos rostros el deseo de contarme qué fue lo que pasó y quién lo hizo. Lo veía en sus gestos: el hombre joven de largos bigotes cuando levantaba el rostro al inclinarse a agarrar el asa de su maleta, la mujer vieja que no dejaba de mirarme como esperando a que yo me dirigiera a ella para empezar a hablar, el niño que me miraba con descaro primero a mí y después a su padre, como pidiéndole permiso para preguntarme o decirme, el señor serio que me cedió el paso al subir al tren, todos querían indicarme quién fue el que me la mató. Pero yo no necesitaba que me lo dijeran. Yo no había sido testigo del hecho, pero no hacía falta. Siempre he sabido que la verdad que importa nunca está en los hechos. Todos lo sabíamos y todos me hablaron muy claro cuando bajé del tren en la estación de la ciudad que me daba ascos desde hacía años, por ello la abandoné sin olvidarla, ascos por la ciudad y por su gente que la habita, por su idiosincrasia vulgar, provinciana, elitista, aburrida, insoportablemente aburrida, hipócrita, amanerada, grosera, falsamente amable y generosa. Primero fue Geromo, el sin choza, el que vive en la estación, resguardándose del sol y de la lluvia, el que no se atrevió a marchar cuando quiso y debió hacerlo, el pordiosero cobarde que ni a pedir se atrevía, el que nunca dice ni hace nada, el que se acercó a mí con el sombrero entre las manos tapándose los genitales, siempre tapándoselos y ocultándose él mismo y me miró con mirada esquiva, como rogándome pero sin pedir nada, como diciendo pero sin hablar, con sus ojos, me lo dijo con sus ojos: “tú ya sabes”. Después quiso añadir, pero sin logro alguno, y pude entenderle que quiso decir que “nadie hizo nada. Tú ya sabes”. El polvo del andén de tierra se levantaba a cada uno de mis pasos y el viento leve jugaba con él alzándolo en torbellinos a las nubes, invadiendo los ojos, los oídos, las bocas, las gargantas, secándolas, y trayendo más y más voces, penetrando hasta los rincones estrechos y oscuros de las conciencias. Después me habló la vieja Mercedes agarrándome las manos. Se puso delante de mí, impidiéndome el paso y agarrándome fuertemente de las manos. Yo le entendí pedirme que no siguiera, que me detuviese: “No sigas, Arcadio. Te vas a perder”, -fue a decir-. No fueron sus manos quienes me lo dijeron, fueron sus ojos en ese punto justamente anterior a las lágrimas en que el sufrimiento alcanza sus mayores cotas. Las lágrimas vienen para liberarnos temporalmente del dolor, pensé en ese momento. Pero, con toda la delicadeza posible en ese instante, aparté con cuidado a la vieja Merceditas para seguir con mis pasos hacia el lugar y al cabrón al que venía buscando. Incluso ya fuera de la estación, en la calle Camino de la Esperanza, la que conduce a ese lugar en otro momento habitado, el bueno del padre Jacinto me gritó desde la acera más lejana: “¡Eh! ¡Arcadio! ¿Qué haces? ¿Adónde vas?” Solo pudo desviar mi mirada, apartarla unos instantes de mi objetivo. Muy despacio, pero muy tenso, le hice una inclinación de cabeza, más por el respeto debido desde años atrás que por atenderlo en el trance en que me encontraba. Nada ni nadie podría detenerme. Mientras marchaba hacia adelante, creo que pude oírle decir, no estoy seguro: “No te pierdas”. No era perderme lo que me preocupaba, pensé. No me importaba perderme ni lo que fuera a pasarme. No había nada más allá de mi tarea y no hay nada que pueda interferir en un hombre que tiene una tarea. Al final de la calle Camino de la Esperanza, como recordaba, se encontraba el paseo del río; a la derecha, cuando se terminan las casas y comienza un páramo casi desértico y pantanoso, y tras él, justo cuando la tierra empieza a ganarle terreno al río, se encontraba la choza del Mestizo, del hombre sin cara, del cabrón, viejo y hediondo que solo cuando lo maté dejó de oler. Sus piernas estaban en el río. Lentamente, con firmeza, me acerqué a él. Pudo verme desde lejos, pudo huir, echar a correr, pudo gritarme que él no había tenido nada que ver, que no pudo evitarlo, que la joven se le cruzó en su camino, que los escorpiones no entienden de piedades. Pero, en cambio, no dijo nada y su silencio, culpable, no hacía más que confirmarlo todo. A unos pasos me detuve para despedirme y darle al última oportunidad de confesión. Yo también pude verlo entonces a él, mirarlo a los ojos. Recordé que había visto esos rasgos en alguna otra cara del pasado. No aprovechó su oportunidad, quizá intuyera que realmente no la tenía, y no hizo nada, no dijo nada, se me entregó en un acto culpable de silencio, de mugre y de hediondez. Yo no pude más que decirle muy despacio para que me entendiese, para que no pudiese albergar ningún resquicio donde se ocultara vagamente alguna duda, alguna esperanza, y dije: “He venido a matarte, viejo cabrón”.

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