martes, 9 de diciembre de 2008
Cuando lo triste es que no haya tristeza. Pequeño homenaje a Raymond Carver, el autor de "Cajas":
Te voy a contar lo que le ocurrió a mi amigo Humphrey. Te lo voy a contar tal y como yo lo vi. Él estaba ahí mismo, de pie. Con la gabardina larga y el sombrero chorreando aguas. Las manos en los bolsillos y el rostro tenso. La mirada no la tenía perdida. Estaba fija en la caja. Atenta a los movimientos de la caja y de los operarios. Observaba toda la operación con actitud, como te diría..., científica. Eso es. Miraba, registraba. Con asepsia. Con distancia. Y en esto radica lo misterioso. No mostraba tristeza alguna. No es que no supiese lo que estaba ocurriendo. Su mujer muerta, brutalmente asesinada, siendo enterrada. Debía tener partida el alma en pedazos. Pero no. Allí estaba, entero, atento, con las manos en los bolsillos, y con la gabardina y el sombrero chorreando. ¡Cómo llovía aquella mañana! Después, cuando todo terminó, no dijo nada. Se giró. Le dio la espalda al túmulo y miró al cielo. Acababa de dejar de llover. Un rayo de sol se filtraba por debajo de las nubes densas e iluminaba, con una luz bellamente anaranjada, el camino de salida del cementerio. Tampoco esa luz le hizo mutar el rostro. Tampoco le hizo sentir ni más alegre ni más triste. Y atiende esto: no es que no se mostrase más triste o más alegre, es que no se sintió ni lo uno ni lo otro. Es que a pesar de estar atento a todo y de ser consciente de todo, no sentía nada: sólo frío y la humedad en el rostro, en las manos y en los pies. Y yo... yo no quiero que a mí me ocurra lo que a mi amigo Humphrey. Por esto te lo cuento. Porque no quiero que me ocurra, porque no quiero.
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