sábado, 2 de abril de 2022

Desde el principio:

 (La temperatura allí era más benigna que en el exterior)



Aunque fuese muy rápido, muy fuerte y muy ágil, de niño no era ni el más ágil ni el más fuerte ni el más rápido. Pero sin duda era el más valiente, el más dispuesto, el más audaz. Con los años todos en el clan sabían que sería el líder indiscutible. Nunca dijo “no” a nadie que le pidiese ayuda o consejo o que, tan solo, insinuase la necesidad que de él tuviera. No era amigo de bromas ni de dimes o diretes, pero tampoco era más serio de lo que las circunstancias impusieran. Conocía las actitudes propias de cada momento, las conocía y las ejecutaba.

Recordamos todos cuando, siendo aún un niño, le llegó el día en que debía salir de caza por primera vez con los mayores. Al principio de la marcha iba junto al resto de novatos en el centro de la línea de hombres que avanzaba firme y decidida, pero cuando se acercaron a las bestias ya estaba entre los primeros que, lanza en mano, se arrojaba sobre el cuerpo enorme de la bestia. ¿Acaso alguien puede dudar hoy que no tuviera miedo? Claro que lo sentía, pero podía soportarlo, taparlo y lanzarse al ataque con el valor de diez cazadores. Después ya nunca abandonó el primer lugar, el más esforzado y el más delicado y difícil. Y todos sabemos que no lo hacía por él, que lo hacía por todos. Siempre era el último en probar bocado. Siempre se quedaba con las partes más innobles del animal. Nunca quiso para sí lo que otro quisiera. Por esto era nuestro líder, por esto: por su generosidad en el esfuerzo, en la caza y en el reparto, por su valentía, por su fuerza, por su arrojo, por su audacia.

Todos sabemos también que había sufrido enorme fracturas y golpes. Todos recordamos que, con un brazo colgando, fue a embestir a la bestia con el que le quedaba con fuerza y con la lanza alzada. ¡Y cómo le reventó el corazón al animal!

Sobre todo, cómo se enfrentaba a la bestia invisible, al frío. Todos sabéis que esa bestia es la más difícil de vencer, que cuando llega todos nos escondemos y ocultamos y tapamos nuestros cuerpos con pieles y hojas secas, y no queremos saber nada del exterior de la cueva. Algunos de nostros no se acerca ni de lejos a la boca de la cueva, lo sabéis. Pero él... Cuando el hambre nos atrapaba a todos, allá que iba el primero, con la lanza en la mano de nuevo y alentándonos a todos a salir a buscar comida, a cazar, a matar para evitar morir. Y sacaba de cada uno de nosotros más de lo que le podíamos dar. Yo aún recuerdo cuando, cogiéndome por los hombros y zarandeándome, me dijo: “Vamos, hazlo por tu hijo, que necesita sangre caliente” y, empujándome por la espalda, me lanzó a mí y a otros después de mí al exterior cubierto todo de hielo y nieve, para salir de caza a matar o a morir. ¡Qué día de fiesta! ¡Cómo fuimos capaces de dar muerte a aquella bestia enorme de enormes colmillos y de peluda y dura y rugosa piel! ¡Qué ejemplar! ¡Qué orgia de sangre y de calor aquellos días! Tardamos una luna en acarrear toda la carne. Para entonces el frío comenzaba a ceder y la nieve y el hielo a retirarse. Si él no nos hubiera sacado al exterior, entonces todos hubiéramos perecido aquel invierno.

Ahora es él quien no quiere salir. Lleva semanas sin querer ni hablar, apenas come ni bebe y tiene pavor al frío. Se diría que se le ha roto el alma, que no es quien fue, que quiere irse con los ancestros. Unos decís que debemos dejar que se vaya, que lo dejemos en paz; pero yo digo que no, que debemos conseguir hacerlo salir, que aún es fuerte y rápido, que todos lo necesitamos, que sin él nuestro clan morirá como sabemos que han muerto otros clanes cercanos. Quizá sea la hora de abusar de su generosidad, porque ella es nuestra esperanza”.


Después de este largo y emotivo discurso, algunos se acercaron al rincón en el que el jefe se agazapaba envuelto en mil pieles y cercano al fuego. Las sombras no permitían distinguir a ningún cuerpo allí. Nadie se atrevía a tocarlo o a llamarlo. Nadie salvo un niño. Tímidamente, alargando el brazo, tocó con su mano el hombro del hombre, y diciendole: “Maestro”, intentó mover su cuerpo. El hombre no reaccionaba. El chico repitió el gesto, dos, tres veces. Hasta que la voz ronca del jefe sonó: “Dejadme en paz”. Una mujer dijo: “No podemos dejarte, jefe. Necesitamos tu poder y tu fuerza, tu convicción y tu destreza. Sin ti, nuestra vida no vale nada”. El jefe emitió un gruñido casi imperceptible. “Hazlo por nosotros”, siguió diciendo la mujer. “Por tus hijos”. El jefe emitió ahora un gruñido ronco y fuerte. La mujer le acercó la lanza al jefe y éste, cogiéndola con su mano vigorosa la lanzó al fuego con la agilidad y destreza que todos le conocían. “Dejadme en paz”, dijo. “Quiero morir”.

Todos enmudecieron, el fuego comenzó a moverse por una ráfaga de viento que se coló desde la entrada de la cueva. El niño que había tocado el hombro del jefe se acercó al fuego, cogió la lanza arrojada y se la acercó a su padre humildemente diciéndole: “Es tu momento. Haz lo que debes”.

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