sábado, 2 de abril de 2022

Tango del solitario o el nuevo Abelardo:

 (El único protagonista de este relato es algo así como la incomprensión. Está narrado por quien no puede o no sabe comprender qué es lo que se encuentra más allá de lo que ve o de lo que escucha).


¡Ah! ¡Cómo se agita la mente en el fondo del abismo en que se halla sumergida! Y abandonando su propia luz, ¡cómo se precipita hacia la tiniebla exterior, cuando siente en sí misma una angustia moral, acrecida hasta lo infinito por el hálito de las cosas terrenables!”

(Boecio, La consolación de la filosofía. Libro I, metro segundo.)

¿Por qué, por qué el hombre maltratado por la desgracia ha de mirar inerte, rabioso en su impotencia, al tirano que lo tortura?”

(Boecio, La consolación de la filosofía. Libro I, metro cuarto.)



I


Entonces él dijo: “No es verdad que ayer estuvieses con tu amiga María”.

Y ella, segura, respondió: “¿Cómo sabes eso? ¿Has hablado con ella? ¿Acaso me espías?”

No, con ella no. Es simple: lo sé”, dijo él.

Esta conversación fue muy al principio, dijo una noche. Después...


En la ciudad había una feria y en la feria una tienda; en la tienda había una adivina y frente a la adivina una mesa y una bola de cristal; en el interior de la bola de cristal había una nube blanda y en la nube no se distinguía nada más. Esto fue después.

Antes, él había dicho: “Entremos”.

Y ella había respondido: “No”.

Él había insistido: “Entremos”.

Y ella había vuelto a responder: “No. No me gustan estas cosas. Me da miedo mirar lo que no se puede ver”.

Finalmente él había dicho: “No preguntaremos por el pasado. Venga. Vamos.”


Después la adivina dijo mirando hacia él: “Cuídate de lo sublime”. Y después: “Lo sublime tienta, lo sublime empuja, lo sublime crea, lo sublime destruye”.

Ella dijo: “Ya está bien. Vámonos”. Y él: “Pero ¿qué te ocurre, Marisa?” -gritaba él, mientras ella salía de la tienda y la adivina murmuraba: “La rueda de la fortuna”. Él preguntó: “¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted?” La adivina repetía: “La rueda de la fortuna. Cuídate de lo sublime”.


Antes de salir de la tienda Marisa había mirado al interior de la bola de cristal. Por un instante creyó ver un tigre dando vueltas en el interior de una jaula. Vueltas y vueltas en la jaula el tigre giraba y giraba, con la bruma ocultándole apenas su rostro. Él, en cambio, como dijo más tarde, había visto solamente unas ventanas muy altas, con cristales de colores, estilo modernista, reflejando un cielo bajo y oscuro, una tempestad que giraba y giraba en el interior de la bola de cristal. Después de la tempestad volvió la bruma cuando Marisa salió corriendo de la tienda de la adivina, que repetía: “La rueda de la fortuna”, “la rueda de la fortuna”, “cuídate de lo sublime”.


Después, fuera ya, cuando agarró del brazo a Marisa, el tipo comprendió algo inesperado, algo que no parecía entonces tener nada que ver con la feria, ni con Marisa, ni con la adivina. Comprendió que él no era más el espectador de su vida, sino su protagonista futuro y presente. Fue como una corriente lo que el tipo, dijo, sintió, como una intuición o como un flechazo en la feria, en la puerta de la tienda de la adivina, justo cuando agarró del brazo a Marisa, quien se giró y miró al tipo con ojos de tigre y colmillos de tigre.


Después él dijo: “Olvidémoslo”. “Seguro que esa tía había rociado la tienda con algún alucinógeno”. “Nada de lo que ha pasado ahí dentro es real.” “Olvidémoslo, Marisa”. Ella, en cambio, no respondió nada, porque ella seguía viendo los ojos de tigre en el rostro de él y observaba cómo se movía nervioso alrededor de ella, mirándola mientras el humo de su cigarrillo le ocultaba la cara, como si aún estuviera en medio de una espesa bruma dentro de una bola de cristal.



II


Más tarde, cuando el tipo entró en la habitación de la pensión, persiguiendo los labios rojos de Marisa, escrutando en sus ojos, girando y moviéndose al ritmo que marcaban sus manos, dijo que sintió el leve roce del pelo de ella en su cara, en su nariz, en sus labios, y el peso plomizo de sus sueños hundiendose en el colchón de la cama.

Días antes había dicho al oído de Marisa: “preferiría entrar en tus sueños antes que en tu lecho”. Ese tipejo no sabía lo que decía ni por qué lo decía. Después dijo que tuvo un sueño terrorífico. Siempre eran terroríficos sus sueños con animales -decía-, pero aquél fue el peor de todos -dijo-. Por la mañana había encontrado un pequeño tigre de madera y por ello debío soñar con esa inmensa criatura, con sus ojos y sus colmillos largos y húmedos. Rugía escondido tras la maleza, podía sentirlo muy cerca, oírlo respirar, podía olerlo, aunque no lo viera. Entonces se despertó aullando en la noche, saliendo disparado de la cama, golpeando y tropezando con los escasos muebles de la habitación. Después dijo que le parecía que había estado horas deambulando por el bosque de la habitación, entre sillas y mesas y bolsas de viaje, hasta que creyó percibir una breve raya de luz bajo la puerta del baño. Cuando abrió la puerta vio a Marisa, ¿o quizás no fuera ella y fuera la adivina?, bañada en una luz amarilla que caía del techo del baño, dándole el aspecto de un cadáver. Ella estaba frotando en el lavabo un trapo, frotaba con el jabón y el agua del grifo. Después vio el trapo lleno de espuma y sintió un reflujo que le subía a la garganta y le llegaba a la boca. Ella frotaba el trapo con el pecho desnudo y el cabello rizado y húmedo colgándole por la espalda, pero la espuma le salía a él, al tipo -decía-, por la boca, en mitad de la noche, mientras convulsionaba contra el suelo.


Años después, ese tipejo loco, cuando recordaba esta escena en una tasca de Sevilla, miraba al techo y se preguntaba cómo el mundo había envejecido tanto, cómo era posible que la bella y joven Afrodita de antaño, naciendo de la espuma del mar, hubiera podido terminar convertida en una vieja puta desdentada con el carmín extendido alrededor de los labios. Afrodita siempre había ocupado el centro geométrico de sus otros sueños, de los más dulces o placenteros. Entonces repetía y repetía: “La rueda de la fortuna”, “la rueda de la fortuna”, “cuídate de lo sublime”.


El tipo ese era capaz de recordar cada lunar del cuerpo de Marisa, cada esquina de Sevilla en que se detuvo a besarla o a abrazarla, cada farola de cada calle que llegara a iluminar sus labios o sus ojos claros, cada bar en que bebieran y cada palabra que se dijeran. Podía dibujar sobre el plano de la ciudad cada punto de sus encuentros con ella y cada punto era un lunar en la piel de su adorada Marisa.


Quizás fuera en ese momento y no después cuando comprendiera realmente en qué mundo vivía y qué lugar ocupaba en él: un mundo terrible y maravilloso en el que él parecía tener reservado un lugar de privilegio solo accesible a unos cuantos elegidos que formaban parte de la hermandad del amor o del deseo o del presente inmóvil.


Grave error”. “Grave error”, repetía el tipejo con su voz ronca y su boca y mejilla mojadas.



III


A veces observaba al tipo a hurtadillas, como si quisiera apresar con mis ojos, las verdades de su historia, su dulzura y su amargor. Cuando mi mirada se cruzaba con la suya, mi respiración se paraba: en la profundidad de sus ojos solo podía distinguir dolor y miseria; miseria y dolor rotundos. Una noche dijo que avanzaban entre la multitud que se reunía en primavera en esta miserable y maravillosa ciudad, que la multitud se la llevó de su lado y que él veía cómo se la llevaba y la alejaba sin que él pudiera hacer nada. Veía cómo ella lo buscaba con los ojos y cómo a él se le llenaba la garganta de arena y cómo la respiración se le cortaba y parecía morir sin remedio, sin ella.


A veces también llegaba a comprender que cada cual merece la mierda de vida que se construye día a día y a conciencia, resignándose a su desgracia y a una muerte esperada como salvación. En cambio ese miserable tipejo nunca había renunciado ni a su vida ni a su amor ni a su apuesta por besar cada centimetro de la piel de esa mujer que no quería mirar el futuro, que veía en él a un animal salvaje que no la asustaba, porque lo sabía inofesivo, porque veía en él a un animal dispuesto a morir o a dejarse matar y porque recordaba cada gesto y cada palabra que había salido de sus manos y de su boca. Solo un alma ancha puede tener espacio para el amor. Ese tipejo conocía la única lengua en la que están escritos todas los relatos auténticos, la lengua de la infelicidad.



IV


Ahora el tipo no sale de la tasca en la que ella se despidió de él por última vez, diciéndole adiós con la mano y con los dedos blancos, con los labios rojos, con los ojos claros. La temperatura allí -decía- era más benigna que en el exterior. Era obligatorio seguir viviendo la vida sin ella, pero el tipejo -decía- solo servía ya para recordar de su pasado los trazos marcados en su pecho por los pezones de Marisa. Recordaba cada uno de estos trazos con un ácido escozor, cada dibujo en su piel, cada cicatriz invisible. Ahora vive recluído entre barrotes y ventanas estilo modernista, en medio de un cielo borrascoso de verdades contrapuestas, de certidumbres contradictorias, con el corazón vaciado y hueco como un hogar deshabitado, como una oscura y solitaria caverna en el centro geométrico y caliente de su covacha.


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