Thomas Hobbes cometió uno de los más recurrentes errores de la historia de la teoría política al pretender justificar sus tesis a partir de sí mismas. Esto se hace especialmente patente cuando describe cómo el poder político surge con el fin de hacer que los seres humanos abandonáramos el estado de naturaleza. En primer lugar, el poder político sólo sirve como sustituto perverso de la política bajo una concepción en la que los seres humanos son por naturaleza lobos para nosotros mismos. Lo que hace que los seres humanos abandonemos el estado de naturaleza no es el poder político, sino la política. Claro que la política debe concretarse en instituciones reales. El hecho de que éstas se constituyan en elementos al servicio del poder o en agentes del poder es un mero accidente más o menos difícil de evitar, pero en cualquier caso condenable por detestable, detestable por demencial y deshonesto. En este primer error de Hobbes se encuentra el germen del segundo, tan grave como el primero, pero más difícil de eliminar porque es más difícil de observar. Quien mejor nos advirtió de su omnipresencia fue Hanna Arendt en sus escritos sobre política. Desde la Antigüedad griega viene gestándose lenta, pero tozudamente, una interpretación pervertida del término “libertad” que finalmente ha ido imponiéndose, particularmente desde la modernidad y con fuerza devastadora en el último siglo. Según esta interpretación, “libertad” es sinónimo de “libre albedrío”; es decir, los seres humanos particulares hemos acabado por conceder a los poderes establecidos que la libertad es el hecho de poder elegir entre dos opciones. Mas qué, cómo y por qué se nos ofrecen esas dos opciones, si es que realmente se nos ofrecen. La “libertad”, en su origen, no tenía nada que ver con esta ingenua y falsa posibilidad de elección, sino, antes bien, el hecho de poder hacer que las cosas sean como uno quiere que sean. Es decir, dos o más seres humanos, reunidos en un espacio común y en un plano de igualdad (donde todos tienen el derecho de hablar y de ser escuchados, el deber de escuchar y de hablar, y donde la palabra es una forma de la acción) deciden cómo ha de ser la realidad común a ellos. El espacio abierto entre ellos, “la mesa de diálogo” o el “ágora”, es la política. Esto es, y volviendo a Hobbes, su segundo error está en decir que el “poder político” surge. No, “la política” no surge. Lo estadísticamente normal es que no surja entre los seres humanos nada parecido a una “mesa de diálogo”, a un “ágora”. “La política” requiere el esfuerzo continuo de su recreación y su mantenimiento. Si la política genera ventajas particulares -sea del tipo que éstas sean-, ya no es política. En “la política” todos deben ser igualmente aventajados, porque la única ventaja posible es la que genera la propia existencia del “ágora”. El ejercicio de la política es el signo claro que nos indica que estamos ante seres humanos libres.
La forma de gobierno que hoy pretende justificar de más cerca este sentido de la política es la democracia. Ésta se fundamenta no sobre sólidos pilares, sino sobre hilos muy finos y sutiles, ciertamente elásticos, pero fácilmente corruptibles. Apenas el desequilibrio entre ellos mismos se produce o apenas las instituciones que sobre ellos se sustentan comienzan a pesar más de la cuenta, los hilillos se quiebran o se enredan, y reconstruirlos o desenredarlos lleva tiempo y, sobre todo, esfuerzo, mucho más esfuerzo que el necesario para su complicado mantenimiento. Los cuatro fundamentos de las democracias actuales son los cuatro poderes (los tres clásicos: legislativo, ejecutivo y judicial, más un cuarto poder compartido entre los mass media, los reglamentos de las gestiones democráticas -como los períodos de las legislaturas, o los sistemas de la elección de magistrados de los grandes tribunales, o los reglamentos que regulan los funcionamientos de los parlamentos,...-), sus independencias y los ejercicios de control sobre el resto de ellos.
La forma de gobierno que hoy pretende justificar de más cerca este sentido de la política es la democracia. Ésta se fundamenta no sobre sólidos pilares, sino sobre hilos muy finos y sutiles, ciertamente elásticos, pero fácilmente corruptibles. Apenas el desequilibrio entre ellos mismos se produce o apenas las instituciones que sobre ellos se sustentan comienzan a pesar más de la cuenta, los hilillos se quiebran o se enredan, y reconstruirlos o desenredarlos lleva tiempo y, sobre todo, esfuerzo, mucho más esfuerzo que el necesario para su complicado mantenimiento. Los cuatro fundamentos de las democracias actuales son los cuatro poderes (los tres clásicos: legislativo, ejecutivo y judicial, más un cuarto poder compartido entre los mass media, los reglamentos de las gestiones democráticas -como los períodos de las legislaturas, o los sistemas de la elección de magistrados de los grandes tribunales, o los reglamentos que regulan los funcionamientos de los parlamentos,...-), sus independencias y los ejercicios de control sobre el resto de ellos.
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