"En efecto, es siempre arriesgado sostener que la metáfora o el símbolo poético, la realidad sonora o la forma plástica, constituyan instrumentos de conocimiento de lo real más profundos que los instrumentos que presta la lógica. El conocimiento del mundo tiene en la ciencia su canal autorizado, y toda aspiración del artista a ser vidente, aun cuando poéticamente productiva, tiene en sí misma algo de equívoco. El arte, más que conocer el mundo, produce complementos del mundo, formas autónomas que se añaden a las existentes exhibiendo leyes propias y vida personal. No obstante, toda forma artística puede muy bien verse, si no como sustituto del conocimiento científico, como metáfora epistemológica; es decir, en cada siglo, el modo de estructurar las formas del arte refleja -a guisa de semejanza, de metaforización, de apunte de resolución del concepto en figura- el modo como la ciencia o, sin más, la cultura de la época ven la realidad." (UMBERTO ECO: Obra abierta.)
Se cuentan y se encuentran entre las leyendas sobre filosofía antigua anécdotas que narran cómo Platón era poeta antes de conocer -o recordar- a Sócrates. Igual que Kafka, que Gogol y que tantos otros, la verdad (ese dragón que el arcángel Miguel nunca llegó a matar definitivamente) le hizo destruir (siempre escogieron los artistas para ello el elemento más fugaz, sutil y mágico: el fuego) sus creaciones.
Esta leyenda pretende enfrentar la producción filosófica de Platón con la actividad poética de los trágicos, los líricos o los más antiguos épicos griegos. Desde siempre poesía y filosofía estuvieron separadas como las dos jorobas de un camello. Pero toda leyenda supone en su interior otras lecturas interminables, contradictorias, que -como matrioshkas rusas- se encierran y se necesitan unas a otras.
Ha sido necesario que Umberto Eco nos recordase, hace ya casi cuatro décadas, que, aunque muy parecidas, la actividad poética -artística- y la científica han sido de hecho radicalmente opuestas. El fundamento y la motivación últimas que han incitado sus desarrollos es lo que las escinde, como si fuesen dos mundos opuestos, enfrentados por un chorismos invadeable: el basamento y el logro final de toda actividad científica (empírica) fue siempre el descubrimiento de alguna nueva realidad o de alguna nueva explicación de alguna vieja realidad; en cambio, el basamento y el logro final de toda actividad artística fue la creación (la recreación) y su goce.
También le debemos a Eco el que nos diseccionase el término creación y le quitara el disfraz que lo enmascara: toda creación no es sino recuerdo, anámnesis. Crear es rememorar. Todo el placer que produce la creación artística se condensa en el regodeo de la memoria, en el sueño -rumiante- que se sueña a sí mismo, en el ser disfrazado de pareceres múltiples y cambiantes y que se pierde a sí mismo en sí mismo.
De aquí sólo un paso a la interpretación que propongo de la leyenda platónica: Platón nunca dejó de ser poeta o al menos nunca olvidó su talante poético; es más, lo que en realidad hizo fue extender los límites de la poesía, de la creación artística, más allá de lo que hasta entonces y después de entonces nunca nadie osó hacer. Para el genio poético -artístico- de Platón todo era poesía, incluso el conocimiento epistémico era poesía: todo conocer es recordar, todo explorador experto sabe que los senderos de sus aventuras son sus propios senderos, y que la huella que descubre en un desierto inexplorado lo es de su propia pisada.
La anécdota de Platón rompiendo sus poemas encierra con bella emoción la leyenda de que recordar y recordarse eterna e incesantemente a sí mismo en sí mismo es lo más distintivo y específico de nuestra humanidad. Por ello tuvo luego que expulsar, sin el menor decoro ni remordimiento, a todos los poetas y artistas de su República: sólo uno mismo puede ser el centro de sus memorias. Incluso inventando otros personajes con otros discursos el poeta sólo consigue reflejarse a sí mismo en múltiples, variados y cambiantes espejos. Todos los personajes platónicos son espejismos más o menos falsos -siempre auténticos (bellos y verdaderos, realmente reales, majestuosamente reales)-, que muestran -a veces turbia, a veces límpidamente- al propio autor regodeándose en la contemplación de su propia huella en su propio y solitario desierto.
Debemos a Eco -qué ironía del destino o de la suerte llamarse Eco quien rescata del estanque a Narciso, quien induce a pensar que conocer es crear y que crear es escuchar nuestra propia voz repetida incesantemente en nuestra conciencia- que nos haya recordado que hoy día -cuando el arte es inevitable y fundamentalmente abierto; cuando el lector, espectador o usuario de obras de arte es inevitable y fundamentalmente libre- es posible y quizá conveniente interpretar que el conocimiento científico ha dejado de descubrir realidades, incluso de inventarlas, y ha pasado a crear símbolos, imágenes, conceptos, ..., a recordar recordándose, a abrirse a espectáculos humanos -demasiado libres necesariamente-, a acostarse en el mismo lecho en el que la creación artística lleva soñando desde los albores de su humana existencia.
Lo que de lejos parecía un camello con dos gibas; de cerca, desde dentro, aparece como un dromedario con una sola joroba: la de la inteligencia. Tal vez sólo era un error de percepción, y tal vez nunca hubo conversión.
Se cuentan y se encuentran entre las leyendas sobre filosofía antigua anécdotas que narran cómo Platón era poeta antes de conocer -o recordar- a Sócrates. Igual que Kafka, que Gogol y que tantos otros, la verdad (ese dragón que el arcángel Miguel nunca llegó a matar definitivamente) le hizo destruir (siempre escogieron los artistas para ello el elemento más fugaz, sutil y mágico: el fuego) sus creaciones.
Esta leyenda pretende enfrentar la producción filosófica de Platón con la actividad poética de los trágicos, los líricos o los más antiguos épicos griegos. Desde siempre poesía y filosofía estuvieron separadas como las dos jorobas de un camello. Pero toda leyenda supone en su interior otras lecturas interminables, contradictorias, que -como matrioshkas rusas- se encierran y se necesitan unas a otras.
Ha sido necesario que Umberto Eco nos recordase, hace ya casi cuatro décadas, que, aunque muy parecidas, la actividad poética -artística- y la científica han sido de hecho radicalmente opuestas. El fundamento y la motivación últimas que han incitado sus desarrollos es lo que las escinde, como si fuesen dos mundos opuestos, enfrentados por un chorismos invadeable: el basamento y el logro final de toda actividad científica (empírica) fue siempre el descubrimiento de alguna nueva realidad o de alguna nueva explicación de alguna vieja realidad; en cambio, el basamento y el logro final de toda actividad artística fue la creación (la recreación) y su goce.
También le debemos a Eco el que nos diseccionase el término creación y le quitara el disfraz que lo enmascara: toda creación no es sino recuerdo, anámnesis. Crear es rememorar. Todo el placer que produce la creación artística se condensa en el regodeo de la memoria, en el sueño -rumiante- que se sueña a sí mismo, en el ser disfrazado de pareceres múltiples y cambiantes y que se pierde a sí mismo en sí mismo.
De aquí sólo un paso a la interpretación que propongo de la leyenda platónica: Platón nunca dejó de ser poeta o al menos nunca olvidó su talante poético; es más, lo que en realidad hizo fue extender los límites de la poesía, de la creación artística, más allá de lo que hasta entonces y después de entonces nunca nadie osó hacer. Para el genio poético -artístico- de Platón todo era poesía, incluso el conocimiento epistémico era poesía: todo conocer es recordar, todo explorador experto sabe que los senderos de sus aventuras son sus propios senderos, y que la huella que descubre en un desierto inexplorado lo es de su propia pisada.
La anécdota de Platón rompiendo sus poemas encierra con bella emoción la leyenda de que recordar y recordarse eterna e incesantemente a sí mismo en sí mismo es lo más distintivo y específico de nuestra humanidad. Por ello tuvo luego que expulsar, sin el menor decoro ni remordimiento, a todos los poetas y artistas de su República: sólo uno mismo puede ser el centro de sus memorias. Incluso inventando otros personajes con otros discursos el poeta sólo consigue reflejarse a sí mismo en múltiples, variados y cambiantes espejos. Todos los personajes platónicos son espejismos más o menos falsos -siempre auténticos (bellos y verdaderos, realmente reales, majestuosamente reales)-, que muestran -a veces turbia, a veces límpidamente- al propio autor regodeándose en la contemplación de su propia huella en su propio y solitario desierto.
Debemos a Eco -qué ironía del destino o de la suerte llamarse Eco quien rescata del estanque a Narciso, quien induce a pensar que conocer es crear y que crear es escuchar nuestra propia voz repetida incesantemente en nuestra conciencia- que nos haya recordado que hoy día -cuando el arte es inevitable y fundamentalmente abierto; cuando el lector, espectador o usuario de obras de arte es inevitable y fundamentalmente libre- es posible y quizá conveniente interpretar que el conocimiento científico ha dejado de descubrir realidades, incluso de inventarlas, y ha pasado a crear símbolos, imágenes, conceptos, ..., a recordar recordándose, a abrirse a espectáculos humanos -demasiado libres necesariamente-, a acostarse en el mismo lecho en el que la creación artística lleva soñando desde los albores de su humana existencia.
Lo que de lejos parecía un camello con dos gibas; de cerca, desde dentro, aparece como un dromedario con una sola joroba: la de la inteligencia. Tal vez sólo era un error de percepción, y tal vez nunca hubo conversión.
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