domingo, 13 de julio de 2008

Subjetividad e historia moderna

Comparados con el resto de animales, los seres humanos resultaríamos para un observador extraterrestre, cuando menos, raros. Tal es así que el padre de la historia, cual selenita equivocado venido a este mundo, pretendiera en sus historias preservar del paso del tiempo cuantos hechos, de griegos y de bárbaros, conociese y que mereciesen tal honor: la inmortalidad. Un hombre pretendiendo mantener impoluta las heroicidades de otros seres humanos a través de los siglos, convirtiéndolas en glorias. He aquí el milagro, lo extraño, lo raro, lo difícil. ¿Pero esto que Heródoto pretendía para la historia, lo pretenden los historiadores de hoy? ¿Glorificar? ¿Inmortalizar?
Claro que Heródoto lo tenía más fácil que los historiadores de hoy. Para él, como para todos los griegos o no griegos antiguos, todo en el cosmos poseía el carácter de la inmortalidad, todo salvo el ser humano. Y la historia sólo podía tener como objetivo único devolver al cosmos el equilibrio perdido en débito del ser humano. El cosmos griego era simétrico y así es fácil pretender que la justicia no fuera más que el restablecimiento en el dominio del ser de aquello que debió ser y nunca fue.
No obstante, ni Heródoto podía de hecho otorgarle inmortalidad a quien no la tiene, máxime cuando este rasgo, la mortalidad, es el distintivo específico de la humanidad, que no sólo es mortal, sino que así se sabe desde el mismo instante en que nace para la vida en sociedad. Y es que la mortalidad del ser humano arranca desde la vida social individual -de cada ser humano-, que se sabe singular e irrepetible precisamente porque vive en comunidad componiendo igualmente un sistema social irrepetible y singular. Mientras que en el cosmos todo parece moverse en un equilibrio cíclico de fuerzas antagónicas, el ser humano parece hacerlo en línea recta, en caída vertical desde el límbico vientre materno hasta las agudas peñas del cementerio. El trazado de una nave sobre los lomos del mar deja una efímera línea recta que corta inevitablemente a los recurrentes e incesantes movimientos de sus aguas. Las caprichosas acciones de los seres humanos violentan la naturaleza eterna. El alzado de un hotel de lujo de más de un centenar de plantas en medio de un desierto de arena es el deseo, no confesado siempre, de todo ser humano auténtico. Mas no nos engañemos, también el ser humano se impone a otros seres humanos: el tacón metálico de su bota clavado entre los dientes de otro desemejante es también el deseo, apenas confesado nunca, de todo auténtico ser humano. La historia pone su atención en los gestos y en las acciones singulares, su único tema es lo extraordinario.
Todo cuanto el ser humano hace lleva inoculado el virus de la mortalidad. No obstante, a veces puede ocurrir, extraordinariamente, que una palabra, un gesto, una acción alcancen cierto grado de perdurabilidad. En este momento, y mientras tanto, el ser humano parece reconciliarse con la naturaleza. La característica que esto permite es la memoria, la musa de la historia y de todas las artes. El rescate del olvido, el disfraz, la máscara de lo humano que lo devuelve al seno de la naturaleza, falsamente reconciliado con ella.
Mas esto fue en tiempos de Heródoto. ¿Y ahora? ¿Acaso es posible encontrar hoy a un sólo ser humano occidental que no se sepa inmortal? ¿Cuál es hoy el sentido de la memoria y de la historia? ¿Acaso alguien duda ya de que las montañas, los océanos sean menos perdurables que las palabras, que los gestos, que las ideas? Una sola caricia guarda más eternidad que luz contiene el Sol. O, también, la energía de las estrellas se agota al mismo ritmo vertiginoso en que el viento borra las sonrisas. La eternidad es el resultado lógico de la imperdurabilidad. Sólo puedo recordar aquello que ya no existe.
¿Qué es lo que evita el aburrimiento en alguien que escucha el relato de su propia acción? ¿El rigor? No. ¿La diversión? No. ¿El ritmo? No. ¡El asombro! El asombro ante la distancia que separa el relato narrado de aquello que se vivió; la falta de reconocimiento. Héctor se hubiese sorprendido y asombrado con los cantos de Homero. “¿Y quién es ese que dicen que murió, con muerte anunciada, a manos de Aquiles por mor de salvar su nombre, su estigma?” -hubiera proclamado.
No se le puede culpar a Platón de este hallazgo: la inmortalidad humana, pero, no obstante, sí que se le puede citar como al primer gran filósofo que configuró toda su filosofía a partir de esta idea dado que en ella se establece la búsqueda de la fama y la procreación como formas -disfrazadas o, si se quiere, bastardas- de lograr la ansiada inmortalidad de la que carece el individuo humano. La historia sería la encargada de perpetuar esta fama, como los hijos son los encargados de honrar la memoria del padre. Con ello, a partir de la reflexión y del relato históricos, a los seres humanos se les permitía competir con la naturaleza.
Para Tucídides ya parece claro que el objetivo de todo ser humano es lograr la inmortalidad, sin ella, la vida humana individual carecería totalmente de sentido. Y la inmortalidad sólo podía lograrse a través de la grandeza en las palabras, en los gestos y en las acciones.
Y ¿qué ocurre con la historia moderna? Parece que debemos atender al acontecimiento más crucial de la modernidad para aclarar este entuerto: el desarrollo espectacular de las ciencias naturales a partir del siglo XVI. ¿Qué le ocurre a las ciencias naturales cuando aparece entre sus procedimientos el experimento? ¿Se objetiviza o se subjetiviza? Aparentemente parece que lo primero: el experimento es la objetivación de una naturaleza controlada. Pero este control de la naturaleza, este diseño preconcebido de lo que ocurrirá, ¿no contiene un elemento subjetivo difícil de eludir? Ocurre que a través de un experimento los científicos sólo responden y sólo pueden responder a las preguntas que previamente se han formulado. De aquí a aceptar que la ciencia moderna sólo se pregunta aquello a lo que puede responder, sólo hay un fácil trecho. ¿Y no es esto subjetivismo puro? Parece, por tanto, que el gran avance de las ciencias naturales modernas se debe a su subjetivización. ¿Y la historia? ¿Quedó anclada en un pasado trasnochado, buscando una objetividad imposible, una imparcialidad inútil, una pretendida eficacia impotente? ¿Cómo debería entenderse la objetividad en la historia si queremos que ésta, en palabras de Droysen, no sea “eunuca”?
Parece que los historiadores antiguos resolvían el problema aplicando la doble vía de la no interferencia y de la no discriminación. Esta segunda parece relativamente fácil, basta con no criticar nunca y despreciar los halagos por muy mojigatos que puedan resultar; pero la primera, la de no interferir, parece algo más complicado. Igual que en un experimento científico, la selección de hechos puede ser interpretada como una manipulación intencionada. Heródoto parece que resolvió la cuestión a través de la imparcialidad: los hechos heroicos lo eran fuesen cuales fuesen sus orígenes, sus autores y sus desenlaces. Tucídides añadió a su criterio de no interferir, lo que creo, uno de los hallazgos más inteligentes de la historia de la humanidad: la comprensión del otro, es decir, entre él y los suyos, y el resto de pueblos, había unos límites claros, pero límites flexibles visto desde el punto más general de la naturaleza humana común: por muy distantes y raros que lleguen a resultarnos nuestros vecinos, siempre podemos hacer el intento de comprender los porqués de sus actos, de sus gestos, de sus palabras.
La objetividad en la historia antigua parece, pues, girar en torno a la no discriminación (lograda por la ausencia de críticas y de halagos) y a la no interferencia (lograda tras la búsqueda de la imparcialidad y de la comprensión del otro). ¿Pero qué le ocurre a la historia moderna? ¿No le bastan estos ejes? ¿Acaso busca otra cosa? Veamos.
La imparcialidad antigua venía dada por la claridad, por la evidencia, con que se presentan los grandes hechos o gestos para todos, mas hoy parece inalcanzable llegar a un acuerdo unánime o a un consenso mayoritario siquiera en torno a ningún asunto. Y si esto resulta así, entonces qué sentido tiene mostrar ningún intento de comprender al otro, ¿por qué?, ¿que sentido tiene? Parece claro, pues, que el objetivo de la no interferencia no se logra hoy día y, lo que parece más característico de nuestra época, no aparece ningún indicio que nos haga pensar que puede lograrse o que alguien intente lograrlo. El descaro subjetivo crece a un ritmo diabólico, imparable. La degradación relativista (la del todo vale) es elocuente en cualquier afirmación de cualquier historiador desde el siglo XIX hasta hoy. La historia se ha vulgarizado absolutamente. ¿O no es vulgarización el que los problemas metodológicos empantanen los discursos y los debates ocultando los asuntos de fondo?, ¿o el que cualquier historiador se sitúe incómodamente en una única convicción: la duda de todo (ojo, quiero decir que los historiadores actuales dudan de todo, que no es lo mismo que situarse en la duda, en la crítica)?, ¿o el que se nieguen sistemáticamente las capacidades humanas para descubrir lo que ocurrió olvidando que el único interés real de la historia es el de la interpretación de los hechos? Porque de qué me sirve conocer el pasado si no es para interpretar el presente y avanzar, aunque mínimamente, el futuro. Como escribiera Croce, “toda historia es historia contemporánea”, ¿pero acaso alguien creyó alguna vez que esto podría ser de alguna otra manera? Claro que toda historia es historia contemporánea, e historia personal incluso, pero si no fuese así, ¿serviría de algo la historia?

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